Análisis Espiritual Fe Iglesia

Ni en contra de “Francisco”, ni a favor de “Bergoglio”

Ni en contra de “Francisco”, ni a favor de “Bergoglio”

Es necesario distinguir –y no confundir– entre dos tipos de polémica: la primera, suscitada por las declaraciones públicas y las enseñanzas del magisterio particular de un pontífice; y la segunda, sobre su legitimidad como tal. Y, por ningún motivo, apartar a los fieles de La Verdad ni de los Sacramentos.

En un artículo anterior, titulado “El Justo medio a la hora de las definiciones”, establecí claramente unos parámetros que se hace necesario considerar y atender en el momento en el que se nos exige una respuesta ante algún hecho o una situación. Invito a leerlo y a reconsiderarlos uno a uno, para comprender mejor el marco de pensamiento y los criterios que allí propongo, pues aquí –y en otros artículos posteriores– me adentraré un poco más en los presuntos o supuestos “dilemas” que en ocasiones se nos plantean.

Conversando con alguien sobre un canal católico –dependiente de una importante diócesis– en el que se ha evidenciado una distorsión de la misión evangelizadora al extremo de mostrar simpatía y hasta aprobación de ideologías y conductas reprobadas a lo largo de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la enseñanza de la Iglesia, esta persona me dijo:

—«Te veo como ‘miedosito’».

Realmente me sorprendí, pues de personas de fe lo que espero, ante todo, es ponderación y sentido común, aún para acometer con total decisión y ‘bravura’ la defensa de la fe y de la Verdad que la sustenta. No quiero decir que esta persona no las tuviera, pero me incomodó verme y sentirme “empujado hacia las cuerdas”, casi obligado a asumir una actitud ‘personal’ con respecto a los hechos.

Y aquí es necesario hacer dos precisiones:

  • Por supuesto, toda y cada ofensa a la fe es también un asunto personal, pues la fe es la medida no sólo de lo que uno cree y piensa, sino de lo que es.

    Pero la fe es una realidad, la Realidad Sagrada, que se asume en la propia vida: por ello es objetiva, en tanto expresa la plenitud de la realidad en la que se unen el orden sagrado, el orden natural y el orden humano (que es moral), y por ello no es ni puede ser un subjetivo capricho personal, ni un simple ‘punto de vista’.

    Pero eso es una cosa, y otra muy diferente la forma como uno gestione los asuntos personales, particularmente las ofensas, y especialmente las más graves.
  • Se trataba de un hecho que debía ser abordado con tacto, pues tenía al menos dos implicaciones: una ante la Iglesia, propietaria y administradora de dicho medio de comunicación, que debe verificar los hechos denunciados y decidir qué hacer con respecto al enfoque editorial y al manejo de los contenidos; y la otra implicación es ante una opinión pública que no es ‘abierta’, sino específica: católicos, creyentes o personas seguidoras del canal.

Es decir, una implicación intraeclesial y otra periodística. Pero aún en un caso delicado como el que estaba en juego, la defensa de la fe no se puede confundir con el ejercicio periodístico: ambas cuestiones entrañan tonos, maneras, modales, perspectivas y formas de gestionarse que, aunque relacionadas, son esencialmente diferentes.

De modo que el asunto exigía máxima prudencia, discreción, temperancia y, sobre todo, ponderación: no podía ser asumido simplemente de manera personal, ni abordado con premura temperamental, por más delicado que fuera –y tal vez precisamente por ello–.

Si los hechos ya llevaban un buen tiempo ocurriendo sin que hasta el presente alguien adentro de dicho medio se hubiese percatado o, al menos, hubiera tomado cartas en el asunto, ¿qué tanta dificultad podría suponer el esperar uno o dos días para hacer las verificaciones correspondientes con “cabeza fría”? Incluso ante la imperiosa necesidad de advertir con vehemencia sobre el mal, y de acabar pronto y de raíz con él.

Por extensión, diríamos que lo mismo aplica ante algunos hechos acaecidos en la vida de la Iglesia –tanto intra como extra eclesiales– que exigen pronunciamientos claros y oportunos, sí, pero que también demandan una previa labor de análisis, de verificación y de contrastación con el “Depositum Fidei” y con el Magisterio Perenne de la Iglesia, es decir, con su enseñanza y tradición.

En particular, porque quienes por su misión y posición –como los obispos y sacerdotes– están llamados a clarificar ciertas declaraciones a la luz de estos referentes seguros, no lo hacen, y de manera desconcertante no sólo callan –permitiendo la confusión–, sino que hasta se valen de una extraña hermenéutica para defender lo indefendible, dejando al Pueblo de Dios sin luz, sumido en la ignorancia y perplejo ante contradicciones patentes, por las cuales éste se inquieta, pregunta y pide orientación a sus pastores, como es apenas lógico. Pero, ¿qué reciben a cambio de su natural interrogación y anhelo de beber en las fuentes de la verdad…?

“Él les dijo: «Os digo que si éstos se callaran gritarían las piedras»”.

Lucas 19, 40.

Es por ello por lo que no obstante dicho vacío y, precisamente para subsanarlo de la manera más adecuada, la prudencia debe prevalecer. Pero no concebida como miedo, tibieza, condescendencia, resignación, ni un mal entendido cuidado de “la unidad” o –peor aún–, bajo la forma de un aparente “respeto” que se expresaría como sumisión acrítica y ciega y, finalmente, como servilismo.

La prudencia que se requiere ha de preceder y de obrar, ante todo, como Criterio de Discernimiento, para no dejar al Pueblo de Dios, al Rebaño del Señor, con hambre, con sed y en la oscuridad, Como ovejas sin pastor” (Mateo 9, 36). O, peor aún, para que no acaben “pastoreándose a sí mismos” y, enceguecidos, guiando a otros aún más ciegos.

Y, ante la actual situación, a eso es a lo que estamos asistiendo. De manera puntual y particular, en lo corrido del polémico pontificado de Francisco. Pero no sólo ahora.

De manera histórica y general, el error y la herejía siempre encuentran quién les brinde un nuevo aire y les confiera la “carta de ciudadanía” que reclaman. Por ello, conviene recordar un poco la batalla que con estos ha debido librar la Iglesia; en particular, en el pasado reciente, contra el modernismo y sus distintas formas.

Este fue condenado por el beato Papa Pío IX en su Encíclica Quanta Cura del 8 de diciembre de 1864, en la que condenó dieciséis errores en la época. Esta incluyó el famoso “Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo), que recogió proposiciones anteriormente censuradas sobre panteísmo, naturalismo, racionalismo, indiferentismo, socialismo, comunismo, francmasonería y varios tipos de liberalismo religioso. Luego lo hizo el Papa San Pío X el 3 de julio de 1907 en el Decreto Lamentabili Sine Exitu, y apenas un mes después en la Encíclica Pascendi Dominici Gregis.

El modernismo fue catalogado como “la peor de todas las herejías y la suma de todas ellas” y, al refutar todas sus proposiciones y denunciar sus distintas y solapadas formas, los romanos pontífices se propusieron no sólo señalar los errores y darlos a conocer para mayor claridad y conciencia de los creyentes con respecto a tales engaños, sino hacer resplandecer en todo su brillo la Luz de la Verdad, esto es, la Sana Doctrina y la Sagrada Tradición Apostólica.

Como tuve oportunidad de expresarlo en un artículo anterior [¿Qué dice la Biblia sobre la pornografía? – Razon+Fe (razonmasfe.com)], “la tradición (del latín ‘traditio’ y éste a su vez de ‘tradere’, “entregar”), en Derecho, es el acto por el que se hace entrega de una cosa, a una persona física o persona jurídica (*).

«Os alabo porque os acordáis en todo de mí y mantenéis las tradiciones como os las transmití».

1 Cor 11, 2.

«Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta».

2 Tes 2, 15.

Además de las expresiones anteriores, San Pablo lo manifiesta y enfatiza así:

«Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido…». 1 Corintios 11, 23

La fidelidad a la Tradición y el transmitirla (entregarla) así, dan pie y origen al Magisterio, es decir, a la auténtica enseñanza confiada por Jesús a la única y verdadera Iglesia, que de esta forma conserva y transmite el “Depositum Fidei”, el Depósito de la Fe. Pero esto no es nada más “recibir y transmitir” literalmente, sino discernir, para decantar el error y luego enseñar y explicar la Verdad.

En el caso concreto de un Pontificado que postula como verdaderas o admisibles, proposiciones y cuestiones que no sólo con anterioridad sino a lo largo de la historia de la Iglesia y de la Sagrada Tradición han sido condenadas por ésta, caben tanto el cuestionamiento –que incluye la respetuosa manifestación de opiniones debidamente fundamentadas y de peticiones formales a sus pastores para hacer claridad sobre los temas requeridos– (como lo postula el Código de Derecho Canónico, artículo 212, §3), así como la crítica y aún la resistencia (postulada por Santos Doctores de la Iglesia).

Código de Derecho Canónico, 212:

§ 1.   Los fieles, conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia.

§ 2. Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos.

§ 3. Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.

Al respecto, recomiendo leer atentamente los siguientes artículos del Profesor Roberto De Mattei:

Eso sí, debe entenderse que ninguna de estas formas (cuestionamiento, crítica y resistencia) constituye alguna forma de rebelión contra el Romano Pontífice, y mucho menos contra la Iglesia o su unidad, sino un acto de Defensa de la Verdad, es decir, de la correcta interpretación hermenéutica, exegética, histórica y catequética de la Sagrada Revelación contenida en las Sagradas Escrituras –el “Depositum Fidei–. No en vano –y en el fiel cumplimiento de su labor Docente, como “Madre y Maestra”– es lo que ha hecho juiciosamente durante dos milenios el Magisterio legítimo y auténtico de la Iglesia, expresando los Contenidos Fundamentales de la Fe mediante formulaciones de la Sana Doctrina y la transmisión de la Sagrada Tradición, de manera particular mediante la riqueza de la Sagrada Liturgia.

Digamos, inicialmente, que es necesario distinguir –y no confundir– entre dos tipos de polémica: la primera, suscitada por los actos, las declaraciones públicas y las enseñanzas del magisterio particular de un pontífice, que de ningún modo –en su condición de Sucesor de Pedro o de Obispo– puede hablar a nombre propio; y la segunda, sobre su legitimidad como tal, que abarca tanto la validez canónica de su elección como la valoración teológico-doctrinal de su enseñanza y, en consecuencia, la posibilidad de haber incurrido en error, en herejías o en otras faltas que supondrían –según su gravedad– desde la necesidad de llamar la atención hasta la corrección fraterna y, en último término, una declaración formal de la Jerarquía Espiritual de la Iglesia, es decir, de los Obispos en pleno, sobre las cuestiones disputadas.

Para todo ello, hay suficientes criterios, experiencias, puntos de referencia y procedimientos disciplinares teológica y canónicamente estipulados, que les corresponde explorar, discutir y desarrollar a quienes legítimamente les compete, es decir, a quienes realmente tienen los debidos grados de autoridad para ello y, por lo tanto, la responsabilidad de dirimirlo y de resolverlo (aunque ello no impide que los fieles puedan cuestionarse y expresar sus inquietudes, como ya se dijo). Ese es un deber que ninguno de ellos puede soslayar y, en algún momento, si la crisis se agudiza, deberán asumirlo conforme a su jerarquía, pues “a quien más se le da, más se le pide” (Lucas 12, 48).

«A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más». Lucas 12, 48.

Sobre esto, considero muy importante, clarificador e invito a leer el artículo titulado ‘¿Católicos “contra” el Papa?’, en el que se exploran algunas posturas de destacadas personalidades. Allí se citan, entre otras fuentes, estas lúcidas palabras del Papa Benedicto XVI:

“La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe.

El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo”.

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI EN LA MISA DE TOMA DE POSESIÓN DE SU CÁTEDRA

De esta cita, y de la lectura sugerida, destacamos la necesidad de postular tres criterios: el Criterio de Unidad, el Criterio de Discernimiento y el Criterio de Obediencia, que van íntima y esencialmente ligados. Digamos algo de cada uno.

La mejor formulación del Criterio de Unidad, es: “Unidad EN LA VERDAD”. La Verdad es el fundamento real y esencial, la única condición de posibilidad para que haya auténtica unidad. La razón de ser de esto es que La Verdad es, en sí misma, una persona: Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Esto significa que Dios, como Verdad, es el auténtico y único garante de la Unidad. Y la Verdad reposa en el Depósito de la Fe, legado a la Iglesia para su custodia y enseñanza.

Por lo tanto, no es un criterio “abierto” a la interpretación de las partes interesadas, ni variable, sino estable y permanente, pues “Dios es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hebreos 13, 8), Él es “El Padre de las Luces, en quien no hay mudanza ni sombra de confusión” (Santiago 1, 17). Este carácter absoluto y diacrónico de la Verdad, fue reafirmado por el Papa Juan Pablo II en los siguientes términos :

“La Verdad sólo puede ser una, válida para todos siempre”.

Juan Pablo II

En cuanto al Criterio de Discernimiento, entre otras citas bíblicas, podemos fundamentarlo en dos: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Oseas 4, 6). Esto significa que hay una forma de conocimiento relevante para la Salvación: el conocimiento de la Verdad. Y Jesús lo ratifica: “Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres” (Juan 8, 32).

Acceder a la Verdad, conocerla, es atender y obedecer a la enseñanza de Jesús como Maestro y, especialmente, acatar sus Mandamientos como Dios y Señor nuestro. En esto consiste Hacer la Voluntad del Padre, permanecer en la Verdad y ser amigos de Dios.

Sin este conocimiento y mediante un auténtico trato con el Señor (mediante la Gracia Sacramental, principalmente), no hay Sabiduría posible: “El principio de la Sabiduría es el Temor de Dios” (Proverbios 1, 7). Sólo de esta manera es posible distinguir, decantar y descartar el error.

De modo, pues, que sin conocimiento de la Verdad no hay verdadero discernimiento. Pero, mucho menos, sin sujeción a Ella. Esto es lo que le da consistencia y entidad. El carácter específico del Discernimiento lo da el mismo Señor Jesús, cuando en un pasaje del Evangelio afirma:

«Por sus frutos los conoceréis».

Mateo 7, 15-20

Y lo hace llamando la atención sobre la necesidad de distinguir a los falsos profetas que “vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces”. Ante tal posibilidad de ser engañados, advierte en la misma cita:

«Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malosNo puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos».

Mateo 7, 15-20

Y, un poco antes, había advertido:

«Toda planta que no ha plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz» (Mateo 7, 12-14).

El Criterio de Obediencia –como los otros– está sujeto a la Verdad. Pero siempre exige  Discernimiento, pues primeramente el mismo Jesús lo ha afirmado y reiterado:

«A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan».

Lucas 8, 10.

«Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir».

Juan 16, 13.

Como podemos ver, a todos los Apóstoles se les dio el Criterio de Discernimiento. Pero de manera especial, éste le fue concedido a Pedro. Y Jesús lo confirma sin ambages:

«Y Jesús, respondiendo, le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”». Mateo 16, 17.

Apenas un poco más adelante, luego de haberle confiado las llaves del Reino, y de confirmarle el origen y la naturaleza Divina de esta sublime Misión, ante su defección, Jesús, tajante, increpa a Pedro:

«¡Apártate de mí, Satanás! Me eres piedra de tropiezo; porque no estás pensando en las cosas de Dios, sino en las de los hombres».

Mateo 16, 23.

De esta manera, Nuestro Señor Jesucristo deja claro cuál es el pensamiento de Dios y cuál el de los hombres, estableciendo y separando debidamente los ámbitos de la Voluntad Divina y de la humana. Y –habida cuenta de la cercanía entre el pensamiento humano y las tentaciones diabólicas– delimita perfectamente las realidades Sagradas de las profanas, e instituye la correspondiente Jerarquía de Valores a la que debemos prestar atención y obedecer.

Por ello, como lo señalé en el citado artículo, cabe preguntarse y discernir, ante un hecho cada vez más notorio y evidente, si –como lo advirtió Jesús– en la lglesia se está haciendo Su VoIuntad, que es la misma del Padre, o si se está ante la inclinación humana, como le pasó a Pedro, y que le valió esta fuerte amonestación.

Este mismo Pedro, arrepentido, perdonado, pleno del Espíritu Santo, y maduro en su fe después de haber sido también encarado por San Pablo por su tendencia a la herejía judaizante y el pecado de simulación, dirá más adelante:

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».

Hechos 5, 29.

Este es el auténtico Criterio de Obediencia, que en modo alguno implica rebelión o contraposición a la autoridad, sino a la tentación, a la mentira y al pecado, provenga de donde sea, dígala quien la diga y cométalo quien lo cometa. Es decir, plena sujeción a la Verdad y a la Vida de la Gracia.

Clarificado todo lo relativo a la responsabilidad que les concierne a los Apóstoles, y a sus sucesores los Obispos, podemos concluir que, si bien como bautizados estamos obligados a dar testimonio de La Verdad, y a alzar la voz y a gritar como lo harían incluso las piedras si los llamados a proclamarla callan ante el error, hasta ahí llega nuestra responsabilidad, limitada por el grado de autoridad que nos compete.

Como tuve oportunidad de manifestarle mediante un cálido intercambio epistolar a un reconocido y distinguido católico colombiano, confesor y defensor eximio de la Fe, reconocido mundialmente por la fuerza de su testimonio que le llegó a valer incluso la amenaza de excomunión por denunciar sistemáticamente los errores y abusos que emanaban cada vez más continua y escandalosamente de la Santa Sede y del vértice de la Jerarquía:

“Todo lo que usted ha dicho, mi querido Doctor, es verdad. Por eso le han abofeteado como el servidor del Sanedrín lo hizo con Jesús. A éste, el Señor le respondió:

—«Si he hablado mal, dime en qué, y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?».

Juan 18, 23.

No obstante, como laicos, no tenemos la autoridad y la competencia para juzgar y decidir al respecto. Ello le compete a los Cardenales electores y, en particular, a los Obispos y a los Jueces Canónicos”.

En términos sencillos, es como cuando se es el testigo ‘estrella’ de un crimen del que se vio con exactitud y paso a paso lo que hizo cada uno de los implicados, cómo se dieron los hechos y se llegó al desenlace fatal. Y se tiene total certeza –al menos ante los hechos vistos– de la responsabilidad de cada uno. Sin embargo, no se es más que un testigo de excepción, sin la facultad de esclarecer las motivaciones y las correlaciones entre los hechos ni de establecer el verdadero peso de las pruebas y, por lo tanto, de juzgar y de dictar sentencia. Ello le compete al juez legítimamente instituido para ello.

Así las cosas, mientras no se establezca como corresponde por parte de la autoridad competente la legitimidad o no de este pontificado, se presume su validez –no obstante lo “calamitoso” y tan sobrecargado de ambigüedades, ambivalencias, e incluso errores, que ha resultado–. Es indispensable distinguir y separar los dos hechos: la elección de la persona de Jorge Mario Bergoglio al Solio Pontificio, y su enseñanza, aunque ambas vayan de la mano.

Así pues –por más insufrible y doloroso que resulte–, el “Una Cum” (“En unión con”) no hace inválida la Misa, aunque en la conciencia de no pocos Obispos, de bastantes sacerdotes y en la de muchísimos bautizados y creyentes estas palabras pesen como un fardo y duelan como un yugo. Es lo que Monseñor Juan de Dios Olvera Delgadillo explica –o al menos intenta aclarar– en la entrevista concedida al señor Henry Gómez Casas, del “Informativo Católico Radio Rosa Mística”, con motivo de la “Declaración del Tepeyac”, emitida a instancias de la Basílica y de la advocación “VIRGEN SANTÍSIMA DE GUADALUPE, ‘MATER VERITATIS SALUTARIS’ ”.

Al respecto, invitamos a leer el artículo y a ver la entrevista completa en este enlace:

Quizá como consuelo, nos sirva recordar que la plegaria que contiene dichas palabras –en sus distintas fórmulas y versiones– de alguna manera ofrece una salvaguarda a la integridad del Cuerpo Místico de Cristo, a la Unidad de la Iglesia. Una de ellas dice: “En unión con tu servidor el Papa N…”. Otra: “…y todos los pastores que cuidan de tu pueblo…”. Otra es más taxativa, y luego de referir al Papa y al Obispo, dice: “…que fieles a La Verdad, promueven la Fe Católica y Apostólica”.

Esto es importante tenerlo presente, porque muchos han dejado de asistir y de participar en la Santa Misa, incluso dominical, interpelados por el tema y las consecuencias de dicha “comunión” o –cuando menos– tolerancia con el error, que ven como contemporización, complicidad y connivencia. Y –siendo honestos– les asiste muchísima razón en su inquietud.

A partir de ello, algunas personas, aunque bien intencionadas y con un marcado celo, han instado a los fieles a “apartarse de la «falsa Iglesia»”, con dilemas sutiles pero que se ofrecen muy convincentes, como: “¿Usted qué prefiere: celebrar unos sacramentos sin fe, o vivir la fe aunque sea sin sacramentos?”.

Esta es una tentación terrible, que ha hecho dudar, vacilar y ha traído bastante dolor a no pocos creyentes, que durante algún tiempo y por esta presunta “coherencia” se han privado a sí mismos de los Sacramentos. Olvidan quienes eso enseñan y quienes los siguen, que los que se apartan de la Iglesia son los que se han apartado de la Verdad. Y Jesús es la Verdad, de la que no podemos privarnos ni intelectual, ni espiritual, ni Sacramentalmente, pues sin Él nada podemos hacer (Juan 15, 5). Podemos tomar distancia de una persona –es legítimo y, a veces, necesario–, pero no de Jesús, no del Sacramento Eucarístico.

La tentación es tan fuerte, y al mismo tiempo tan sutil, que por si fuera poco, abundan mensajes de supuestos ‘instrumentos’ (videntes o personas que dicen recibir locuciones) instando a los fieles a abandonar la Misa. Es el caso de uno que circuló hace unos días, en el que presuntamente el “Hijo de Dios” (no menciona el Santo Nombre de Jesús) decía que Él ya no estaba “en donde esté ese símbolo que es la blasfemia final en la que caerá la «iglesia»” (así, nada más, sin precisar nada), y a continuación llamaba a pedir “perdón por todas las falsas misas donde un padre vacunado celebra”.

Si bien esta última parte puede ser atendible como una advertencia seria y real, a saber: la cooperación remota con el mal debida al uso de células de fetos abortados (Principio Moral que no desaparece y se mantiene vigente), no nos corresponde a nosotros juzgar al sacerdote por sus pecados ni declararlo impedido para celebrar el Santo Sacrificio, el Sacramento de los Sacramentos. Ni muchísimo menos, alejarnos por ello de la Confesión, de la Santa Misa ni de la Sagrada Comunión. Él y su conciencia deberán responder ante Dios y rendirle las cuentas a Él, no a nosotros.

La Iglesia está siendo atacada sistemáticamente y sin tregua, con un inusitado afán de demolición, sobre todo, espiritual. Quieren acabar con la Santa Misa: unos por activa y otros por pasiva, atentan contra la Vida Sacramental, esto es, la Vida de la Gracia, procurando –a cuál con más empeño– confundir al rebaño y alejar a las ovejas de su verdadero Pastor, el Señor Jesucristo, dispersándolas y apartándolas de las fuentes de la Salvación.

Y es lo que está ocurriendo, mientras los responsables de evitar el desastre y de ejercer la autoridad callan. ¿Quiénes? Los que tienen la obligación de hablar, de orientar, de enseñar y de guiar al rebaño incluso a través del desierto, hasta alcanzar las dehesas, las verdes praderas.

“Si estos callan gritarán las piedras”.

Lucas 19, 40

Ante ello, se lamenta y nos reclama el Señor:

“Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor”.

Mateo 9, 36.

Por ello, ante tales sutilezas, recordemos que la Ley Suprema de la Iglesia es la Salvación de las almas, y ella es vinculante, nos obliga cumplirla a todos los bautizados. No podemos dejar al Pueblo de Dios sin el Pan de la Palabra y sin el Pan de la Vida: la Sagrada Comunión. Mientras la Consagración sea válida, la Misa lo es –no obstante los pecados del sacerdote, sus defectos personales y los errores litúrgicos –no los abusos– que este permita o cometa en la celebración, y que debe conocer y evitar–.

El papado es una Institución de Derecho Divino y, como tal, debe respetarse. Y más aún, debe hacerlo quien lo ejerce, como corresponde, en defensa de la Verdad. Por eso, aunque se le pueda controvertir, es un hecho que ningún católico real, honesto y coherente, podría estar –ni siquiera hipotéticamente– en contra del Papa. En este caso, “en contra de Francisco”.

Sobre el designado pesan unas condiciones, unos límites y una gran responsabilidad. Como ya se indicó, no le corresponde anteponer su opinión personal ni hablar en nombre propio. De modo que tampoco se puede estar, en este caso, “a favor de Bergoglio”.

Así pues, la prudencia que postulamos no tiene nada qué ver con el miedo, ni con tibieza ni medianías. Nadie tiene derecho a constreñir nuestra conciencia, ni a favor ni en contra: ni un jerarca, ni un consagrado, ni un laico –por más espabilado o “espiritualmente” informado que esté–. ¡Nadie!

El debate es sano, y debe proseguir. Cualesquiera sea el desenlace, hay que estar atentos, dar testimonio de vida y, sobre todo, ser testigos de La Verdad. Con criterio y ecuanimidad.


Sobre las fotografías contenidas en el mosaico del encabezado:

Todas las imágenes son reales, y tomadas de los registros de la Prensa mundial. Las dos superiores son el día de la elección, en el momento de ser presentado. Las de abajo: izquierda, lo ocurrido en los jardines del Vaticano cuando se hizo culto al indigenismo y a la “pachamama” con motivo del Sínodo de la Amazonía; derecha: durante su visita a Filipinas, cuando hizo dicho gesto.


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