En nuestros tiempos, se suele resaltar como un logro el hecho de que la mujer trabaje a cambio de un salario. Los medios de comunicación y organismos internacionales hegemónicos nos despliegan una narrativa según la cual, gracias al trabajo asalariado, la mujer sale victoriosa por primera vez en la historia.
Debido a tal propaganda, no es raro que, en alguna reunión social, haya humillaciones muy crueles contra la mujer que no trabaja o no estudia por decisión propia con el fin de llegar a un matrimonio clásico con su novio. Le dicen que es malo prepararse para ser ‘mantenida’, que ser ama de casa es lo peor, que vale menos como persona si no trabaja o no estudia. En otras palabras: el mundo moderno desprecia a la mujer clásica.
Lo que el mundo moderno prefiere es una mujer moderna, es decir, imbuida de principios contrarios al orden natural: voluntarismo, inmanentismo, racionalismo y otros errores filosóficos ya refutadísimos. Más precisamente, el mundo moderno quiere que la mujer sea feminista: que trabaje por ser ‘empoderada’, ‘independiente’, ‘autónoma’, y no por otra razón.
Todo esto, por supuesto, responde a la ideología feminista. No quiere decir que esté mal que la mujer trabaje, sino que la fundamentación feminista de este hecho es incorrecta, pero vamos a ver por qué.
¿Acaso la mujer nunca antes había trabajado?
El relato feminista envuelve toda una problemática. Primero: ¿quién asegura que esta es la primera época de la historia en que se permite a la mujer tener trabajo?
Pareciera que los feministas son expertos en investigación histórica: escudriñaron cada documento, cada uno de los miles de libros escritos a lo largo de los siglos, para poder llegar a una conclusión tan arriesgada como esa. Si no lo han hecho, lo más lógico es que por pereza mental hacen una afirmación gratuita.
Es muy importante resaltar esto, porque las ideologías se nutren de apriorismos, es decir, conclusiones sin premisas. Además, las ideologías fabrican su propio mito redentorista según el cual ellas traen la solución a los problemas más importantes del ser humano.
Según el mito feminista de la mujer como sujeto trabajador, nosotros somos privilegiados por vivir en una época crucial. Nuestra generación es la más inteligente y la más buena de la historia, estamos con la verdad y con el bien, a diferencia de nuestros antepasados, que eran todos machistas.
Este relato feminista nos da la idea de que nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y todos los que nos precedieron eran brutos y malas personas. En otras palabras, eran gente que vivía en la oscuridad, y nosotros tenemos la luz, es decir, somos seres superiores a todos ellos.
Lo cierto es que la mujer siempre ha tenido la posibilidad de trabajar, si entendemos el trabajo en su recto sentido. El trabajo no necesariamente implica recibir un salario cada cierto tiempo, como lo entendemos bajo el capitalismo.
La mujer cavernícola que recolectaba frutas para sus hijos, trabajaba. La mujer azteca que cultivaba las hortalizas, trabajaba. La mujer árabe que tejía prendas de vestir, trabajaba.
¿Qué es, pues, el trabajo a fin de cuentas? Una ocupación retribuida, según el Diccionario de la Real Academia Española. Pero esa retribución no solo se manifiesta en billetes o en monedas, sino también en otras cosas: la satisfacción de que tu familia pueda comer es una de ellas. Por ejemplo, mediante la cocina, una de las labores más fundamentales para la supervivencia.
En este sentido, no es sensato afirmar que la mujer trabaja hoy por primera vez en la historia. La mujer siempre ha trabajado, sea a cambio de monedas o no (al igual que el varón). Lo que quizás podemos decir es que en nuestra época, si consideramos como ‘época’ a esta desde la aparición del capitalismo en el siglo XVII, la mujer trabaja por primera vez a cambio de un salario; cosa que no podía hacer antes por 3 sencillas razones.
Una de esas razones es que no existía el capitalismo. Si no hay trabajo asalariado para un patrón que pone como capital sus medios de producción, ¿quién va a trabajar de esa manera? Es como hablar de internet antes de la aparición de internet en la historia. Lo que sí había era otro modo de trabajo, que la historiografía convencional suele resumir como ‘feudalismo’, pero es más complejo que eso. Se puede profundizar en el tema, pero por ahora centrémonos en el trabajo asalariado y el feminismo.
Otra razón es que, cuando existía el capitalismo, el dinero obtenido con el trabajo del varón alcanzaba para los gastos de la casa y, por tanto, la mujer no necesitaba trabajar también para obtener dinero. Pero además, las familias eran más grandes y más unidas y se ayudaban: cuando la ciudad o el pueblo es más chico, se conocen mejor entre muchos. Cuando el marido fallecía, estaban los padres, tíos, primos y de más para ayudar; si no, otro varón caballeroso de confianza para casarse.
Finalmente, está el hecho de que al capitalismo liberal le convino sacar a la mujer del hogar (sobre todo en la segunda mitad del siglo XX): si hay más fuerza laboral en el mercado, las empresas pueden reducir el sueldo que se paga a los empleados. Tener más mujeres en la oficina o en la fábrica implica menor inversión en fuerza laboral, porque además de hombres, hay mujeres, pero ambos son personas y a las personas hay que pagarles. Esto a consecuencia de la pérfida ‘ley de oferta y demanda’ liberal (en contraposición a la ley del precio justo católica), que disminuye el precio del trabajo de las personas a medida que son demasiadas personas las que ofrecen sus talentos.
Si bien es cierto, no todo era color de rosa en el pasado (porque la naturaleza humana está corrompida por el pecado original y siempre va haber fallas en la aplicación de los principios) la situación era muy distinta antes. No podemos juzgar toda la historia como si siempre hubiera habido las mismas condiciones. Es ilógico exigir que la mujer trabaje a cambio de un salario en todo momento y en todo lugar.
El verdadero significado de la economía
Otro asunto que merece la pena ser considerado es la naturaleza del trabajo asalariado: ¿es bueno que la mujer sea una empleada más? Dado que varón y mujer tienen la misma dignidad ontológica, es lógico pensar que sí. ¡Qué indignante sería pensar lo contrario! Las personas que afirmen que no, deberían ser duramente castigadas según esto.
Tal conclusión parece dar por finalizado el tema, ¡listo! No hay nada más que debatir. Sin embargo, esto nos lleva a otra pregunta: ¿es bueno que el varón sea un empleado?
Incorporarse al mundo laboral con el sistema actual imperante implica toda una serie de riesgos no contemplados por sociedades precapitalistas. Antes del surgimiento del capitalismo, encontramos un funcionamiento del mercado muy distinto al de nuestros días.
En sociedades precapitalistas, desprestigiadas bajo el peyorativo término de ‘feudalismo’, el protagonismo de los gremios o corporaciones era vital. Se ejercía la economía en su sentido pleno: administración de los bienes temporales en concordancia con los bienes espirituales.
En otras palabras, se entendía por economía no solo al flujo de dinero, como la entendemos hoy, sino más bien como flujo moral del dinero. Esto en coherencia con la etimología griega del término: administración de la casa.
Esta comprensión etimológica es vital, porque la economía no puede ser considerada tal si no toma en cuenta a la sociedad doméstica. Es crucial que toda política económica dictada por un gobierno priorice el bienestar de las familias.
A todas luces, lo que vemos hoy es una perversión del concepto de economía: el mundo laboral parece exigirnos no tener familias porque los hijos implican un inmenso gasto. En otras palabras, el capitalismo liberal pone las condiciones adecuadas para que las personas nos desviemos de nuestro recto fin, que en el caso de los seglares, es la formación de familias.
Economía y sociedad doméstica: la manutención de la familia
Pareciera que hoy es imposible formar familias grandes o siquiera familias chicas: la plata no alcanza, el sueldo es miserable, hay deudas constantes, es imposible tener casa propia o vehículo propio sin endeudarse, etc. Por un lado, gracias a la propaganda de los medios, la gente parece ya no querer gastar plata en los niños, sino en gustos personales (viajes y mascotas, entre otros). Por otro, los gobiernos exigen impuestos altos a las empresas y estas, por no pagar maternidad a la mujer, terminan quitándole a esta su empleo. ¿Qué podría uno pensar ante este escenario? Que tener hijos es un pecado mortal; cosa que, desde luego, sabemos que en esencia no es cierto.
Además, hoy por hoy parece muy difícil no solo dedicar dinero a los niños engendrados, sino también dedicarles tiempo. ¿Qué pasa cuando mamá y papá trabajan? No hay nadie en casa para cuidar a los niños. ¿Qué pasa si no hay nadie en casa? Se les deja en el celular o en la tele. ¿Qué ven en el celular o en la tele? Bad Bunny, reguetón, pecados horripilantes por todas partes. En conclusión, los hijos crecen rebeldes y malcriados.
Pero además, en la escuela las cosas no van tan bien que digamos: se les enseña a los niños cosas incorrectas. La ideología de género, el feminismo, el ecologismo, el indigenismo… todo esto es fruto de la tan aclamada ‘educación en valores’, que pretende reemplazar la virtud cristiana sobrenatural por el ambiguo y nunca aclarado concepto de ‘valor’. Un criminal podría decir “¡yo también tengo valores!” y enseñar que cometer crímenes es bueno; eso es lo que hicieron las ideologías en los colegios con nuestros niños.
Entonces, el trabajo asalariado femenino implica un alto riesgo para la familia: al no haber un ama de casa —labor dignísima y respetable, por cierto—, no hay quién ponga orden en la casa. Y al no haber quién ponga orden en la casa, se genera desorden. Y al generarse el desorden, se maleduca a los niños. Y al maleducarse los niños, estos devienen en adultos perjudiciales para la sociedad, si no con acciones depravadas, por lo menos con ideas depravadas.
Dado el avance del capitalismo liberal en nuestra civilización, estos riesgos del trabajo asalariado son asumidos no solo como inevitables, sino también como deseables. He ahí el meollo de todo este asunto: ¿debemos sostener como principio absoluto el trabajo asalariado?
A simple vista, pareciera que sí, puesto que es voluntad de Dios que suframos con nuestros trabajos: de ahí viene la etimología de la palabra ‘trabajo’, que es ‘tortura’. Es deber de conciencia cumplir con la voluntad divina, puesto que de ahí deriva nuestro mayor bien, y dada la rebeldía de nuestros padres, Adán y Eva, debemos ganarnos el pan con el sudor de la frente.
Sin embargo, el trabajo asalariado no es la única forma de trabajo que existe ni la mejor, pero el sistema actual nos hace creer que sí. Si bien Dios permite el avance de ciertos males para sacar mayores bienes, esto no significa que deseemos aquellos males con todas nuestras fuerzas.
Si investigamos correctamente la historia, veremos que el capitalismo se impuso con bastante resistencia contra él, y aun con mucho perjuicio de quienes se incorporaban al trabajo asalariado. El magisterio de la Iglesia Católica, Madre y Maestra, documenta muy bien este rechazo en su Doctrina Social (DSI).
Los principios de la Doctrina Social de la Iglesia
De hecho, la DSI es clarísima en lo que respecta a la situación derivada de la penetración del capitalismo: ya nos golpearon, ni modo, ahora hay que ver cómo nos la arreglamos para sobrevivir. No se trata de un sí a la modernidad o de un cambio de doctrina, más bien al contrario: seguimos con la misma doctrina, pero nos adaptamos a las circunstancias.
Esta es la respuesta a la cuestión principal abordada a lo largo de estos párrafos: que la mujer trabaje, pero por las razones correctas. No deberíamos romantizar el trabajo asalariado femenino como una ‘conquista’ de una ‘lucha’ lograda por, ¡sorpresa!, los iluminados y sabelotodo feministas.
¿Por qué razón no debemos romantizarlo? Por la misma razón por la que no debemos romantizar el del varón. Ya el papa Pío XI en Casti Connubii y León XIII en Rerum Novarum lamentan que la mujer también tenga que ser obligada a trabajar a cambio de un salario:
«Hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la prosperidad de la familia.»
— León XIII, Rerum Novarum
«Es justo, desde luego, que el resto de la familia contribuya también al sostenimiento común de todos, como puede verse especialmente en las familias de campesinos, así como también en las de muchos artesanos y pequeños comerciantes; pero no es justo abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer.»
— Pío XI, Quadragesimo Anno
Según la ideología feminista, deberíamos considerar como machistas a estos Papas, porque lo que dicen es muy discriminador contra la mujer, ¿no? Después de todo, están insinuando que la mujer no debería ser asalariada y que solo el varón tiene derecho a serlo. Nada más lejos de la realidad.
Ahora bien, si el hecho de que las mujeres (y los varones) trabajen por un salario constituye una tragedia, ¿cuál es la solución? Lo correcto, sería, para empezar, restaurar un régimen que fomente los cuerpos intermedios, especialmente los gremios o corporaciones, es decir, aquel sistema en el que se tiene un recto entendimiento de la economía, orientado a fortalecer las familias, sobre todo las grandes.
Pero muy especialmente, un régimen que aliente y redignifique a la sociedad doméstica, tan despreciada por el mundo moderno: nada más fundamental para la supervivencia de la patria que el fomento de la familia. ¡Pero además! Un régimen que no se conforme con simples virtudes naturales en torno a la formación de una familia, sino más bien uno preocupado por la santificación de la familia y, por ende, de la sociedad; es decir, el fortalecimiento de las virtudes sobrenaturales, que se consiguen mediante la gracia de Dios.
En otras palabras, necesitamos recuperar la unidad religiosa en torno a la fe católica, única y verdadera, con exclusión de todas las demás falsas religiones. O como diría San Pío X, instaurar la Cristiandad donde no ha llegado y restaurarla donde ya se perdió: instaurare omnia in Christo.
Sin embargo, eso no se puede hacer con solo desearlo o con un chasquido. Solo un milagro de Dios podría lograrlo en un instante, pero eso no quiere decir que debamos abandonar la causa.
Precisamente para lograr esa restauración de la Cristiandad, o en este caso, de una parte de la Cristiandad, es que existe la DSI. El corpus magisterial de la Iglesia en este asunto nos ilumina con brillantes directrices que permiten resistir al sistema sin combatirlo torpemente.
Es así que la Iglesia, en su gran sabiduría, nos llama a poner de nuestra parte para hacer de este sistema lo menos cruel posible, a pesar de su crueldad intrínseca, evidente en su origen y en su gradual avance histórico. No es un secreto que el capitalismo se abrió paso a costa de vidas y heridas de miles de obreros, y con ellos sufrían innecesariamente sus familias.
Y en lo que respecta a la sociedad familiar, la Iglesia también nos da directrices prudenciales para considerar. No solo recomienda que el Estado favorezca un trabajo digno y fructífero para las personas, sino también alerta sobre posibles cambios intensos a futuro, cosa que hoy vemos con absoluta claridad:
«Si en alguna parte, por razón de los cambios experimentados en los usos y costumbres de la humana sociedad, deben mudarse algún tanto las condiciones sociales y económicas de la mujer casada, toca a la autoridad pública el acomodar los derechos civiles de la mujer a las necesidades y exigencias de estos tiempos, teniendo siempre en cuenta lo que reclaman la natural y diversa índole del sexo femenino, la pureza de las costumbres y el bien común de la familia.»
— Pío XI, Casti Connubii
La mujer y el trabajo asalariado de hoy
¿Qué conclusión sacamos de esto? Que el hecho de que la mujer trabaje por un salario no es ningún logro ni conquista, ni mucho menos algo deseable o bueno en sí mismo. Al contrario: es un hecho tan lamentable como el hecho de que lo haga un varón. Lamentable por el tiempo y esfuerzo que quita para la educación de los hijos, en comparación a las condiciones laborales precapitalistas.
¿Significa esto que debemos condenar a las mujeres que estudian, se titulan y ejercen su profesión? Para nada. Estudiar, titularse y ejercer una profesión es un logro considerable, independientemente de si lo consigue un varón o una mujer. Da más posibilidades de obtener dinero para la administración de la casa que no estudiando, no titulándose y no ejerciendo profesión alguna.
Sin embargo, esto tampoco significa que debamos asumir el trabajo asalariado como principio absoluto. El hecho de ejercer una profesión no es una ‘meta en la vida’ o el ‘máximo logro’ a conseguir. Es un logro, por supuesto, pero no el más importante de todos.
Los santos han advertido repetidamente sobre que el negocio más importante del que nos debemos ocupar es la salvación de nuestras almas. Poco importa si emprendemos nuestro propio negocio o si somos empleados de oficina o si llegamos a ser gerentes de una importante empresa. Si ofendemos gravemente a Dios en el transcurso de nuestra vida, seamos mendigos o adinerados, varones o mujeres, hemos hecho el peor mal que nos podemos imaginar.
Para la actual civilización secularizada, por supuesto, el pecado no supone ningún problema: se puede comprar y vender cualquier cosa, lo importante es acumular. Y es por este podrido entendimiento de la economía que devienen males y males ante los cuales las ideologías solo responden con paliativos.
Para el socialismo, la solución es tomar los medios de producción. Para el feminismo, acelerar la incorporación de la mujer a un sistema laboral cada vez más esclavista, en el que se acumulan deudas hasta la muerte.
En este sentido, los paliativos que el sistema engendró para que aceptemos sus peligros con entera sumisión giran en torno a una ideología muy turbia. Es quizás una supraideología, porque acepta los dogmas del feminismo, liberalismo, socialismo y otros ismos de la modernidad que puedan existir.
Podríamos llamarla ‘ideología de la felicidad’ o ‘pensamiento huxleyano’, por cuanto nos impulsa a demostrar una falsa felicidad y conformidad con la situación laboral existente. Se llame como se llame, lo cierto es que esta forma de pensar impulsa a romantizar la carga laboral, y en eso el feminismo juega un papel importante.
Que la mujer aporte a los gastos de la casa ya no supone, para el feminismo, una aplicación prudencial de los principios de la DSI, sino más bien un ‘derecho’ que conlleva a la ‘felicidad’. De esta manera, podemos ver cómo la propaganda invita a las mujeres a percibir la sociedad doméstica como algo aberrante y en abrazar cada vez más la soltería.
Si tener hijos es una carga y convivir con un marido predestinado a ser violento es otra carga, entonces la solución más razonable parece vivir sola. Esto es lo que el feminismo falsamente llama ‘emancipación económica’ o ‘independencia de la mujer’.
Lo peor es que en comunidades conformadas por individuos que no son feministas —al menos nominalmente— también tiene eco esta forma de pensar. Personas que aparentemente abrazan la ortodoxia (recta doctrina católica) llegan a decir que es bueno que el hombre y la mujer trabajen por igual, pero no porque la situación así lo exija temporalmente, sino porque ‘así es más bonito’, ‘entre dos la cosa es mejor’.
Esta romantización del sistema laboral gira en torno a que es ‘más lindo’ que varón y mujer ‘crezcan juntos’, y que ‘es machista’ poner solo sobre los hombros del varón la carga de forjar el patrimonio. Tales ideas pueden constituir un error de buena fe, y en este sentido, debemos corregir a quienes las sostengan con la mayor caridad posible, pero siempre procurando transmitirles la verdad.
En resumidas cuentas: sí, permitamos que papá y mamá trabajen, pero no romanticemos dicho trabajo. El trabajo asalariado no es bueno porque sí, sino solo a condición de que nos permita obtener ingresos monetarios que satisfagan nuestras necesidades básicas y otras en torno a nuestro bienestar.
El trabajo asalariado femenino no es gran cosa: es solamente una licencia que podemos permitirnos mientras los enemigos de Dios sigan dominando nuestras sociedades. Enemigos a los que, con toda razón, podemos llamar Revolución, capitalismo liberal, progresismo o laicismo.
Todo esto pasará algún día, eso tengámoslo por seguro. La situación actual del mundo no es algo ‘bueno’, ‘deseable’ o ‘el mejor avance que traerá el progreso’. Tampoco es algo permanente, eterno, que siempre ha estado y que va a durar hasta el fin del mundo.
Las circunstancias de la familia y la sociedad hoy constituyen algo contingente, pasajero, y mientras haya contingencia, se puede aplicar los principios de una manera distinta por un tiempo. Es cierto que no se puede exigir a toda mujer que sea ama de casa o que sea clásica, ya que cada mujer, por ser persona, tiene un ritmo distinto de crecimiento espiritual y factores que condicionan su vida. Pero tampoco es cierto que debamos exigir a toda mujer, como hacen los puritanos, que tengan un trabajo asalariado, sin importar sus circunstancias particulares.
La mujer que tenga miedo al porvenir y a las adversidades de la vida, tendrá su propia justificación para preferir traer dinero a la casa; no hay para qué forzarla a que sea clásica, es algo que tiene que salir natural y no artificial. Y la mujer que, con un grado admirabilísimo de santidad, prefiera confiar en Dios y aceptar lo que venga, incluso la pobreza, pues también tendrá su recompensa eterna.
No repitamos la propaganda de que es ‘un sueño’ estudiar para sacar una profesión. Sueño es alcanzar la vida eterna: lo demás es irrelevante. No nos tomemos tan en serio esta vida terrenal: cumplamos con nuestros deberes temporales rectamente, pero sin obsesionarnos en que son lo único existente.
«El feminismo tiene la idea confusa de que las mujeres son libres cuando sirven a sus empleadores, mas son esclavas cuando ayudan a sus maridos». — Gilberto Chesterton