Un obstáculo que tal vez resulta muy difícil para muchos es eliminar al historicismo de sus vidas privadas. Podemos despojarnos fácilmente de esa enfermedad apabullante en el ámbito intelectual, en nuestra teorización, en nuestra afiliación doctrinal o como se le pueda llamar al ámbito de la aprehensión de la verdad. Sin embargo, un reto que presenta dificultades al parecer mayores es quitar el historicismo del ámbito subjetivo, es decir, de la vida personal.
¿Qué es el historicismo? Es la interpretación de la historia como una progresión imparable de acontecimientos que no vale la pena juzgar moralmente. Para los historicistas, la historia se justifica a sí misma: lo que pasó, pasó y ya está. No hace falta insistir en que tal cosa fue mala o fue buena, no hace falta rescatar para hoy tal o cual aspecto del ayer: simplemente las cosas sucedieron y no hay para qué analizarlas.
Ese historicismo en el ámbito objetivo es relativamente fácil de refutar: usted nada más desarrolla los principios teóricos y los aplica a las evaluaciones de la historia que conozca. Lo podemos llevar a cabo en temas como la Revolución Francesa, la Revolución Protestante, las ‘independencias’ hispanoamericanas, etc.
No obstante, ¿qué pasa en el ámbito subjetivo? Pareciera que nos da miedo eliminar ciertas cosas registradas sobre nuestro pasado, ya sea porque atenta contra nuestra identidad o por orgullo, o por simple afecto materialista. Romper los discos de música blasfema, romper los periódicos con fotos de mujeres semidesnudas y otras acciones puede parecer fácil, porque ‘eso es claramente pecado’. Pero ¿qué hay de lo que no es en sí mismo pecado pero sí pecaminoso? Es decir, que crea las condiciones ideales para producirse el pecado.
¿Nos desharíamos de las fotos que tenemos con amigos que ya no son nuestros amigos (y que lo eran por razones nada cristianas ni santificantes)? ¿Nos desharíamos de artículos que hemos escrito analizando de forma muy heterodoxa tal o cual asunto político o literario?
La excusa para esto suele ser: «Así veo mi crecimiento», es decir, «así tengo un registro visible para cualquiera acerca de cómo me comporté en el pasado y cómo ya no me comporto». Y puede parecer moralmente lícito, pero no lo es.
¿Qué pasa si alguien ve el material pasado de usted, aislado en sí mismo, sin una correspondiente rectificación o aclaración de parte suya? Esa persona puede aceptarlo o rechazarlo, pero al haber dejado usted tal material disponible, dio a otros la ocasión de caer en el error. Ya sea un mal artículo de opinión, algún CD de su propiedad que contenga series indecentes, superficiales o tontas, etc.
Usted tiene el deber de cuidar su reputación, no mintiendo, sino diciendo sí a lo que es sí y no a lo que es no. Si está en sus manos eliminar tal registro de su pasado que perjudique a otros o que los haga caer en el error, y usted mismo está consciente de la gravedad de conservar tal material, posiblemente esté omitiendo una acción sana y justa.
Pongo un ejemplo: ¿Qué haría usted si alguien le pidiera eliminar o romper ciertas fotos que lo muestran en situaciones inadecuadas en el pasado? Quizás dirá «bueno, pero es que fue un momento de mi vida, no puedo deshacerme del pasado», «es que así fue mi juventud», «fue un momento que en su momento consideré divertido».
¡Pero lo cierto es que usted no se deshará del pasado! El pasado ya está, quedó en el recuerdo de quienes lo vieron pecando o manifestando imperfecciones. Lo que sí puede borrar usted es el registro material que hay de ese pasado, es decir, quitar la posibilidad de que otras personas que le estimen caigan en el error de imitar cosas de usted que no deberían imitar.
Piense en cómo reaccionarían en el futuro sus hijos, amigos, alumnos, etc., si vieran esas fotos. Ellos le tienen cariño y respeto, usted se ha vuelto un ejemplo a seguir para ellos, ya sea por las virtudes o por los conocimientos que usted manifiesta. Sin embargo, por la fragilidad humana, ellos van a malinterpretar la situación y a pensar que, así como quieren imitar algunas cosas de usted, deben imitar también las otras, sin sopesar cuáles son buenas y cuáles malas.
Otro ejemplo, más propio de las mujeres: usted fue fiel seguidora de ciertas telenovelas en el pasado. Disfrutó de ellas, se divirtió viéndolas. Pero esas novelas tienen algo de pecaminoso en no pocos de sus capítulos o incluso en sus portadas o afiches mismos.
¿Y qué registro hay de que usted todavía se aferra al pasado? Usted se grabó a sí misma en algunos videos recordando con afecto las telenovelas que vio o nombrándolas, o se tomó fotos con ropa que tiene diseño de tal telenovela, o conserva ciertos discos en formato de CD o DVD que contienen dichas novelas.
¿Cómo va a reaccionar la gente que la estima cuando se entere de la existencia de este material? Naturalmente, se confundirá y creerá que ver esas telenovelas es también una actitud digna de imitar en usted o considerará apreciar esas series, sin discernir lo bueno o malo que haya en ellas.
Ciertamente, puede haber un riesgo de puritanismo al deshacernos de nuestro pasado, pero podemos disminuir ese riesgo con la prudencia debida. Primero que nada, rogando a Dios para que nos ilumine la razón y la voluntad y así poder tomar buenas decisiones sobre qué eliminar y qué conservar.
En segundo lugar, debemos recordar que, por más que nos deshagamos de tal o cual material inútil o pecaminoso, lo hacemos por razones subjetivas y de conciencia y, por tanto, no pensamos imponérselas a otros. No es lícito exigir a los demás lo que dentro de su voluntad no pueden hacer, o porque no lo comprenden o porque no le ven lo malo. Sin embargo, es justo y razonable recomendárselos, sugerírselos, impulsarlos a eliminar de su vida todo lo que les perjudique.
Además, cabe tomar la precaución de no vanagloriarse en esto, es decir, no creerse mejor que los demás por hacer estas cosas. Si usted quiere quemar sus viejas historietas, películas u obras literarias que lo llevaron a pecar en el pasado, adelante, hace bien. Pero no ande anunciando a los cuatro vientos que usted es menos pecador que los demás por hacer tal cosa, o que los demás son muy malas personas por no hacerla.
Por último, cabe destacar que un atenuante para todo esto es el verdadero significado de la conversión, es decir, el crecimiento en la virtud: no somos perfectos, solo Dios es plenamente perfecto. Nunca terminamos de convertirnos, siempre va a haber algo que haga falta eliminar de nuestras vidas. Podemos tratar de acercarnos a esa perfección cooperando con la gracia divina, pero resulta muy difícil controlar cada registro de nuestra vida.
Esto es peor aún en el mundo de hoy, donde con la abundancia de tecnología, personas ajenas registran nuestros movimientos, textos o acciones para uno u otro fin: guardar recuerdos aparentemente bonitos, producir memes de nosotros, etc.
A pesar de todo, eso no es excusa para evitar hacerlo: no porque usted tenga posibilidad de morir cualquier día va a dejar de respirar o de comer. Vale mucho la pena orientar nuestros esfuerzos a eliminar lo que haya que eliminar. Si usted tiene buenas razones para no dedicar su tiempo a esto en sucesivos momentos de su vida (por ejemplo, los deberes de estado), quede tranquilo con su conciencia. Pero si usted solo tiene pésimas excusas que disfrazan un orgullo, vanidad o egoísmo muy arraigado en usted, ¡qué tremendo descaro!
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