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Elogio de la paz. Carta abierta a los profesores de FECODE.

Santiago de Querétaro, México.

22 de junio de 2019.

Fiesta de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro, mártires.

Sres. Federación Colombiana de Educadores
FECODE

Cordial saludo:

Reconociendo su amor y devoción por la paz, el mismo que los llevó, por ejemplo, a un apoyo incondicional del SÍ en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 y aprovechando también mi vocación de educador, que me permitió pasar por tres colegios como docente en el área de las humanidades y entender las vicisitudes de la enseñanza y el aprendizaje a las que ustedes se enfrentan todos los días, me propongo unirme a su lucha por la paz en un elogio de este valor que contagie a todos nuestros alumnos, si es que queda alguno que no esté ya contagiado por esta fiebre pacifista que nos calienta hace ya casi diez años.

Según Platón –filósofo griego cuyos diálogos ustedes deben manejar al dedillo, sobre todo los referentes a la educación y el conocimiento como Laques, Protágoras, Menón, Teeteto, Sofista y los libros III y VIII de República– en su célebre diálogo Banquete o Symposium, lo primero que debe hacerse para elevar un elogio correcto a cualquier elemento de la realidad es definirlo con rigor y exactitud, para que el auditorio descubra, con claridad, a qué nos referimos y qué es, realmente, lo que pretendemos decir.

Siguiendo, pues, al divino discípulo de Sócrates, paradigma de los maestros, lo primero que habría que señalar es que el vocablo castellano “paz” proviene del griego ειρενη (eirene), que remite a experiencias vinculadas con el sosiego y la calma, así como del latín pax, usado por los romanos y por toda la Edad Media para referirse a períodos de estabilidad política y sin guerra entre naciones o pueblos. Antiguamente, estos períodos eran la consecuencia de un pacto y de un pago o tributo. Por tal razón, no ha de sorprender que las palabras pago o pacto compartan la misma raíz mencionada: pax.

Hecha esta somera y superficial exposición etimológica, resulta valioso citar, a casi dieciséis siglos de su muerte, la definición de paz obsequiada por el querido y gratamente recordado San Agustín de Hipona –cuyos clásicos Contra Academicos, De Ordine, De Magistro y De Musica debieron ser causa de muchos desvelos en sus años de estudiantes, mientras se preparaban para ser maestros–, quien la concebía como tranquilitas ordinis o “tranquilidad en el orden” (De Civitate Dei XIX, 13), lo cual nos da una primera luz importante en el análisis que intentamos hacer. Solo es posible la paz si hay orden, esto es, si cada uno cumple su deber ciudadano cabalmente, respetando las instituciones, acatando la autoridad y obedeciendo la legislación siempre y cuando sea justa, preocupándose por su rectificación cuando no esté de acuerdo con los preceptos de la ley natural y eterna, y reparando las faltas cometidas como señala la proporcionalidad de la justicia.

De Civitate Dei contra paganos es un clásico de la filosofía y la teología política que todo hombre culto debe conocer y estudiar.

Este proceso, innegablemente, comienza desde los primeros años de formación, cuando el niño y el joven reconocen las jerarquías y les rinden la reverencia debida, cuando entre compañeros reina un ambiente de cordialidad, amabilidad y auténtica caridad cristiana, cuando los estudiantes más aventajados, lejos de guardar egoístamente sus conocimientos y sus capacidades, contribuyen a que sus pares avancen por el camino del saber y, del mismo modo, los demás aprenden a reconocer, sin celos ni envidia –los cuales alimentan un terrible odio de clase que conduce a las más cruentas y sangrientas revoluciones, como ya nos lo ha mostrado la historia universal, en general, y la historia de Colombia, en particular–, el valor moral e intelectual de sus colegas.

La paz, entonces, y aunque suene como un lugar común repetido hasta el cansancio y ya casi insignificante, comienza con el proceso de conversión y transformación moral de cada persona, que se manifiesta en los más mínimos detalles de urbanidad, civismo, elegancia y distinción. Los gérmenes de la guerra suelen ser las pequeñas faltas de educación y cortesía, que nunca y bajo ninguna razón deben ser disculpadas ni justificadas pretextando inexperiencia, ingenuidad o juventud, tres dolencias que pueden ser remediadas a tiempo, si no se dejan pasar con laxitud y permisivismo, las cuales se encuentran muy presentes en corrientes modernas y posmodernas de pedagogía, influidas por el marxismo. Al respecto, ustedes sabrán más que yo, educado desde perspectivas más clásicas propias de la tradición pedagógica perenne.

El 17 de junio de 2016, en el Hotel Intercontinental de Medellín, Juan Manuel Santos dijo que las FARC estaban preparadas par una guerra urbana si se caía el proceso de paz. En el mismo momento, fuera del hotel, un grupo considerable de ciudadanos protestaba contra los Acuerdos de La Habana, aprovechando la ocasión del Foro Económico Mundial.

Sobra decir que todos los colombianos esperamos que los Acuerdos de La Habana tengan consecuencias positivas que sean visibles y verificables en la vida nacional, pues no nos quedó de otra cuando ignoraron los resultados del plebiscito en el que la mayoría de los colombianos votó NO. Sin embargo, tal esperanza sería vana o dejaría de ser esperanza para transformarse en ilusión o quimera si olvidamos lo que ya en el siglo XIII señalara el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino –patrono de las universidades, para que se encomienden a él antes de marchar y encomienden a la policía y al ESMAD: no sobra una protección con tanta lluvia y tanta cosa que, a veces y, sin justa causa, cae del cielo–, en la II-II de ese maravilloso compendio de sabiduría y fe auténtica que es la Suma Teológica: “Efectivamente, si uno concuerda con otro no por espontánea voluntad, sino coaccionado bajo el temor de algún mal inminente, esa concordia no entraña realmente paz, ya que no se guarda el orden entre las partes, sino que más bien está perturbada por quien ha provocado el temor” (q. 29 art. 1 obj.).

En otras palabras, si la concordia no es el fruto maduro de una convicción común sobre el bien, la justicia y la libertad, sino, por el contrario, una vía que tomamos a regañadientes como el mal menor, por miedo a la reacción violenta de la contraparte –traducida en guerras urbanas sobre las que amenazan presidentes desesperados por llevar a cabo una agenda–, la estabilidad social y política que podría derivarse de dicha concordia tiene los días contados y se preparan así escenarios de guerra y destrucción peores que los que se pretendían superar.

Por esta razón, una circunstancia histórica para Colombia como es el posacuerdo, que lo de “posconflicto” vimos que es una imprecisión tremenda, por decir lo menos, se convierte en ocasión privilegiada para invitar a todos los estudiantes de Colombia a contribuir con la convivencia pacífica y respetuosa en sus instituciones, no por el miedo a la sanción ni el temor a las represalias, sino por el convencimiento de que todo lo que se encuentra a su alrededor está pensado para su bienestar y su debida formación humana, ¿o no es así, apreciados profesores? Sin la colaboración y la respuesta caritativa y generosa del personal estudiantil, la actividad pedagógica está condenada al más estrepitoso fracaso y las aulas de clase se convierten en escenarios de guerra y hostilidad, en los que profesores y estudiantes, más que hermanos en un peregrinar hacia la virtud y la sabiduría, son contendores, enemigos y rivales, lo cual no solo resulta lamentable sino evidentemente patético, ridículo y digno de los más duros reproches.

Los colegios y las universidades públicas jugaron, tal vez, el papel más trascendental en vistas a la aceptación e implementación de los Acuerdos de La Habana.

El lema que en 2016 se escogió para llevar la fiebre por la paz a las aulas escolares fue “La paz es una nota”, el cual sobresale por su brevedad y su evidente impacto, valiéndose del lenguaje juvenil, como señalaba el entonces jefe del equipo negociador Humberto de la Calle Lombana. Sin embargo, podría prestarse para una mala interpretación, si por nota se entiende una calificación o un estímulo académico, pues eso es lo que indican la novena y décima acepción que el Diccionario de la Real Academia Española ofrece. Tal actitud emularía el reprensible comportamiento de quien abusa del mismo término para ganar popularidad, para llevarse un reconocimiento o para justificar reformas legislativas trascendentales eludiendo todo cuestionamiento o crítica. No, la paz es más que un valor necesario para ser reconocido, elogiado o premiado. Percatémonos de que la paz es el requisito fundamental para que una sociedad sea próspera y camine por los senderos de la virtud y la felicidad de todos y cada uno de sus miembros.

Por último, y no por ser el tema menos importante, sino todo lo contrario, por ser el tema fundamental cuando se habla de la paz, quiero terminar recordándoles la importancia de que sus labores pedagógicas estén siempre encomendadas a Dios, por ser el dador de todo bien y sin el cual los proyectos humanos son insuficientes e ineficaces.

En la encíclica Ad beatissimi, del 1 de noviembre de 1914, Su Santidad Benedicto XV señalaba las causas religiosas, morales y políticas de la Gran Guerra, análisis completado por la encíclica Pacem Dei y el Motu proprio Bonum sane et salutare una vez concluida la misma confrontación –entre los profesores de religión y de ciencias sociales pueden hacer trabajos interesantísimos con estos documentos–. Para el Pontífice, la Europa opulenta y descreída se había fragmentado en pedazos sembrando ruinas y ríos de sangre. El mal, y su diagnóstico no podía ser más acertado, venía desde lejos. El abandono de la fe cristiana por parte de los estados había producido graves consecuencias que no podían sino terminar en la gran catástrofe de una guerra que todo lo abrasa. Llama la atención la relevancia que cobra para el pontífice el hecho de que el cristianismo hubiera sido abandonado como idea rectora de los gobiernos, de los sistemas políticos y del derecho de gentes.

Aplicando la doctrina política de sus predecesores, Benedicto XV sostenía que el derecho público moderno, al desacralizar el poder político y atribuirlo a la pura voluntad humana, había quebrado el legítimo fundamento de la obediencia política. Cuestión que se ahonda con el reconocimiento de las libertades modernas, a las que el Papa no dudaba en criticar como manifestaciones escandalosas de un “inmoderado deseo de libertad”. ¿Les suena con todo aquello del libre desarrollo de la personalidad, de la autodeterminación y de la libre expresión?

En síntesis, solo volviendo a Dios y encomendándonos con fe verdadera al Sagrado Corazón de Jesús, patrono de Colombia, participando de los sacramentos cotidianamente y con el sentido que tienen, viviendo una vida coherente con las enseñanzas del Magisterio Tradicional de la Iglesia y manteniendo una relación directa, confiada y amorosa con Cristo, Nuestro Señor, podremos salvar a Colombia del desastre, pues siempre he pensado que todas nuestras inquietudes desembocan siempre en lo religioso y que a ello debemos referirnos sin pudor ni temor, pues soy un convencido de que, como dijera el pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, tan querido por FECODE: “el hombre es un problema sin solución humana”.

Ortega y Gasset sugería que, para contemplar un torrente, lo primero que debe hacerse es no ser arrastrado por él. Se preguntarán, tal vez, por qué escribo desde tan lejos, a lo cual respondo citando la frase de un gran maestro y amigo que, haciéndose eco de Ortega, sentenciaba: «Hay que salir de la casa, para verle la fachada».

Atentamente,

Carlos Andrés Gómez Rodas, educador y estudiante.

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