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Bajo la falsa premisa de que “el debate sobre la muerte asistida va mucho más allá de la bondad versus el conservadurismo”, algunos parlamentarios, diputados y presuntos “intelectuales” insisten en cuestionar a los Obispos que se atreven a pronunciarse en favor de la Vida y contra las justificaciones recurrentes a las que se apela para terminar aplicando la eutanasia.
Con esto pretenden minar la entidad y solidez de los criterios en los que se basa la Defensa de la Vida Humana y de la auténtica Dignidad de la Persona, excluyendo de las consideraciones toda referencia moral, toda valoración sobre la moralidad de los actos humanos y, en consecuencia, con la pretensión de presentar como «éticos» los argumentos que se dan a favor de aplicar la eutanasia, equiparándolos así a los verdaderos criterios éticos, que tienen un claro fundamento moral. De esta forma, plantean un escenario de “debate” que la práctica reduce el tema a un simple caso de moral de situación, a una “ética de dilemas”, como aquellos ejercicios en los cuales se pregunta a quién salvar en una situación límite. Así, todo se reduce a un falso dilema, que se decanta siempre en favor de la muerte «por compasión».
Es el caso de Sonia Sodha, autora original del artículo que sirve como fuente, quien sostiene que el ex arzobispo de Canterbury George Carey se equivoca al “reducir” el proyecto de ley sobre la muerte asistida a “una simple pregunta de correcto o incorrecto”. Basada en tal descalificación, Carey instó a los obispos de la Cámara de los Lores a respaldar el proyecto de ley de la diputada laborista Kim Leadbeater para legalizar la muerte asistida, calificándo el proyecto como «necesario, compasivo y basado en principios» [¿En cuáles? No existe uno solo que sustente dicha postura].
Sodha critica la postura de Carey por “no reconocer que hay «preocupaciones éticas» en ambos lados del debate”. Así, dice que es comprensible sentirse conmovido por los llamados de personas con dolorosas condiciones de salud que probablemente sean terminales y que quieran que se les receten medicamentos letales para poner fin a sus propias vidas. Pero enseguida juega afirmando que también hay buenas razones para creer que las salvaguardas propuestas hasta la fecha, como la necesidad de un diagnóstico terminal con una expectativa de vida de menos de 6 a 12 meses, no evitarían que algunas personas se vean presionadas para una muerte sancionada por el Estado.
Sostiene que “la motivación podría provenir de familiares, cuidadores, no querer ser una carga o simplemente no poder acceder a los cuidados paliativos necesarios para vivir con dignidad”. Argumentos que en la práctica sólo conducen a una instrumentalización sentimental que prescinde de la ética para normalizar la práctica de la eutanasia y, finalmente, imponerla.
Carey vincula las preocupaciones de sus colegas sobre la muerte asistida a una «»vergonzosa» resistencia al cambio», lo que Sodha a su vez considera un truco desafortunado para justificar su propio apoyo a la muerte asistida como algo que obedece a un plano moral más alto.
Sodha también critica la «sobre simplificación» de la opinión pública para presionar a los parlamentarios a apoyar la legalización independientemente de cualquier reparo. Si bien una minoría del público se siente fuertemente a favor o en contra, alrededor de 6 de cada 10 dicen que solo tienden a apoyar u oponerse, que no apoyan ni se oponen, o que no saben. Y la mayoría de los partidarios dicen que probablemente cambiarían de opinión si alguien fuera presionado.
Una encuesta de 2021 destacó que solo el 43% del público identifica correctamente la «muerte asistida» como dar a alguien con una enfermedad terminal medicamentos letales para acabar con su vida; el 42% cree que se trata de dar a las personas el derecho a detener el tratamiento para prolongar la vida, y el 10% de la atención en hospicios.
Los parlamentarios obviamente no existen para traducir simplemente las encuestas básicas en votos legislativos: necesitan asegurarse de que cualquier salvaguarda podría reducir el riesgo de abuso y cómo supervisarán qué tan bien están funcionando.
Hay algo desalentador en la forma en que se está desarrollando esto. No ha habido una inmersión profunda previa a la legislación en estos temas de salvaguardia; en cambio, tenemos un primer ministro entusiasta con una votación parlamentaria como una forma de cumplir una promesa que le hizo a un famoso defensor de la campaña, y un proceso legislativo que, debido a que es un proyecto de ley de miembros privados, no está equipado para el escrutinio necesario.
Sodha encuentra cierto consuelo en sus conversaciones con un puñado de parlamentarios reflexivos que entienden lo complicado que es esto. Entre ellos, espera que puedan cambiar el debate de llamamientos emocionalmente cargados a la compasión hacia un examen forense del equilibrio de riesgos y cómo pueden o no funcionar las salvaguardias.
Invitamos a ver especialmente: