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¿No hay autocracias liberales?

Recientemente, el liberal cruceño Enrique Fernández García publicó un artículo denominado No hay autocracias liberales. En honor a la verdad, cabe desmenuzar en qué se equivoca este lamentable artículo que adolece de una enorme ignorancia de la historia, sea esta de buena o de mala fe. Vamos a citar frase por frase en cursiva las partes del artículo a las que hacemos alusión y debajo de ellas colocaremos la respectiva observación.

Vale decir, como primera observación, que Don Fernández no se toma la molestia de definir qué es una autocracia: ¿el gobierno de uno a sí mismo? ¿El gobierno de uno hacia los demás? ¿Qué es la autocracia y por qué es mala? Esa debería ser la manera de comenzar su artículo, pero parece que Fernández no considera que sea necesario definir el concepto más importante al que intenta rechazar.

La superioridad del liberalismo tiene que ver con su rechazo a las dictaduras, entre otros aspectos por demás de relevantes.

¿Rechazar a las dictaduras te hace superior? ¿Eso significa que toda dictadura es mala de por sí? ¿Según quién y por qué motivos? Cualquier entendido en historia sabe que la dictadura es solo una forma de gobierno, como también lo es la democracia, o como al menos se supone que debería serlo.

Es propia del liberalismo esa obsesión por imponer la democracia como fundamento de gobierno y no solo como forma, es decir, como un absoluto al que se debe obedecer siempre y en todo lugar. Y por cierto, así como el liberalismo no distingue entre forma y fundamento de gobierno, así también le gusta confundir a la dictadura como forma y como fundamento de gobierno.

La dictadura es solo una manera de administrar la cosa pública que tiene su legitimidad en emergencias o momentos de necesidad verdadera, tal como sucedió en la Antigua Roma y en varios momentos a lo largo de la historia. La definición de dictador es: magistrado de la república que con plena autoridad para afrontar una emergencia militar o emprender alguna tarea excepcional.

Veamos nuestra historia reciente en Hispanoamérica: Pinochet, Videla, Banzer, Stroessner, fueron protagonistas de un momento político con sus propias características, dificultades y necesidades. Había una amenaza guerrillera comunista que enfrentar en la segunda mitad del siglo XX. ¿Tuvieron errores esos gobernantes? Sí, y varios, pero ahí estuvieron junto a los demás militares, cumpliendo con un deber de conciencia. La idea de que estas personas gobiernen sus respectivos países no fue algo impuesto unilateralmente por ellos, sino que fue el resultado de un clamor conjunto, popular y muy notorio; clamor al que a los fanáticos demoliberales les gusta silenciar para hacernos creer que el dictador se impone porque le da la gana.

No hay imbécil político más perfecto que el que rechaza a las dictaduras solo porque sí. Una dictadura es una forma correcta de administrar las cosas si se dan las circunstancias debidas. Cuando no hay necesidad, ahí recién la dictadura se vuelve ilegítima, y con muchas probabilidades se puede convertir en tiranía.

Sin embargo, a los liberales no les alcanza la materia gris para distinguir siquiera entre dictadura y tiranía y para analizar situaciones y coyunturas que complican el análisis. Un liberal piensa en blanco y negro, al igual que los maniqueos: o estás conmigo o no estás conmigo, o apoyás la dictadura o apoyás la democracia.

No interesa que tales regímenes anuncien un futuro favorable, vale decir, una sociedad en donde, más adelante, supuestamente, según ellos, se consiga un mayor margen para la libertad.

¿No interesa? ¿Realmente no interesa? ¿Pero sí interesa que el liberalismo hable exactamente de lo mismo? ¿No nos habla acaso el liberalismo de su tan mentada ‘prosperidad’, ‘riqueza’, ‘abundancia’ de bienes materiales? ¿Solo el liberalismo tiene derecho a hablar de futuros favorables o de sociedades donde más adelante se consigue supuestamente mayor margen de libertad?

Parece que solo el liberalismo es la ideología autorizada a prometer futuros que nunca llegan. Las demás ideologías, según esto, no pueden hacerlo o no deberían, porque siempre mienten, pero el honesto y correctísimo liberalismo siempre dice la verdad, siempre triunfa y siempre nos trae prosperidad. La utopía está mal cuando la anuncia el socialismo, pero está bien cuando la profetiza el liberalismo.

No sin muertes y sufrimiento, hemos aprendido que la desconfianza frente al poder es el camino a seguir si pretendemos una convivencia civilizada.

¿Sabe Fernández lo que significa ‘convivencia civilizada’? ¿Sabe lo que es la Civitas? ¿Sabe lo que es civilizarse? ¿Sabe cómo definir ‘civilización’?

Civilizar implica mejorar la conducta y educación de grupos o personas, perfeccionar al hombre como hombre. Para saber cómo perfeccionar al hombre, hay que saber qué es el hombre y qué significa la perfección. Pero además, hay que determinar por qué la perfección es buena y no mala. O mejor aún: qué es el bien y qué es el mal. Si no se entiende esto, no se puede hablar correctamente de civilización.

Si la desconfianza frente al poder hubiera sido un dogma incuestionable aplicado religiosamente a lo largo de la historia, ¿es posible imaginarse una sana convivencia, una verdadera civilización de la humanidad? Sería todo un caos, porque para relacionarse, para vivir en sociedad, es necesario confiar en el otro: decir la verdad y suponer que el otro dice la verdad a no ser que haya pruebas de lo contrario.

Relacionarnos los unos con los otros implica un uso prudente de la confianza y de la desconfianza según los momentos y circunstancias. No se puede confiar totalmente o desconfiar totalmente: se confía y se desconfía de acuerdo a la situación.

Esta experiencia se ha traducido en una serie de mecanismos institucionales que procuran evitar la extralimitación del gobernante, quien, aun cuando nos caiga muy simpático, puede colocarse por encima de las leyes y dejarnos sin opciones para reclamar por cualquier arbitrariedad.

¿Cuáles son los mecanismos institucionales que procuran evitar la extralimitación del gobernante? ¿Los poderes ejecutivo, legislativo y judicial? ¿Esos poderes que se mezclan constantemente el uno con el otro y se adjudican competencias que no tienen y que han demostrado ser inservibles a lo largo de los últimos casi 3 siglos en los que se han implementado?

Mecanismos los hubo y sin ninguna necesidad de la pérfida democracia liberal surgida de la Revolución Francesa. Ya las monarquías clásicas, templadas, federativas, descentralizadas, tenían a las cortes, que permitieron aconsejar y disuadir al rey de implementar medidas políticas inapropiadas o imprudentes. Esto no tiene nada que ver con las monarquías absolutistas, centralistas y parlamentarias, invenciones modernas que recién aparecieron por allá por el siglo XVI.

Como siempre, los liberales piensan en reinventar la rueda en lugar de ver qué había más allá, qué hay más atrás. Son tan bobos, que le creen todo el cuento a sus ídolos de barro liberales, ‘historiadores’, emborrachados de ideología que no hacen más que tergiversar la historia para mostrar sus principios como los correctos.

Porque nadie nos garantiza que un individuo, incluso uno de buena fe, desestime la tentación de volverse abusivo.

¡Claro que no hay garantías!, pero hay posibilidades de disminuir y aplacar la fuerza de esa tentación. Eso se hace mediante la gracia sobrenatural que perfecciona a la flaqueza natural del ser humano, herido por el pecado original.

Pero claro, como el liberalismo no estudia antropología filosófica y, en su lugar, se fabrica una antropolatría absurda y obstinada, no teme negar la eficacia de la gracia y supone que lo divino es inmanente, que no existe lo sobrenatural. El liberalismo adolece de los errores que lo conforman: naturalismo, racionalismo, inmanentismo, voluntarismo.

Los liberales se levantan contra el poder ilimitado. Su concentración en un grupo reducido o una persona es una fuente de peligro.

¡Pero si la historia nos demuestra lo contrario! Los liberales no se levantaron contra el poder ilimitado del masón Harry Truman que ordenó aplastar a Japón con bombas atómicas. Tampoco lo hicieron en el siglo XIX contra el poder ilimitado del masón Garibaldi cuando ocupó los Estados Pontificios, ni contra los tiranos Bolívar y San Martín cuando masacraron a muchos indígenas solo por ser leales al rey de España.

Los liberales no se levantaron contra el régimen ilegítimo de Isabel “II” de España ni contra la usurpación de terrenos eclesiásticos y campesinos en Inglaterra a lo largo del siglo XVII y XVIII. Tampoco se levantaron contra el régimen impuesto por la Revolución Francesa, que a punta de guillotinas vino a implementar la democracia en el mundo moderno. Y así como esos, existen muchísimos ejemplos de cómo el liberalismo ha terminado perjudicando al mundo entero en diversos países.

La historia nos demuestra que el liberalismo no se rebela contra el poder ilimitado cuando ese poder está a su servicio. Es más, los primeros capitalistas liberales se beneficiaron de los privilegios que les dio el Estado para satisfacer sus propias ambiciones.

Que uno solo mande, por tanto, es un hecho claramente incompatible con esta doctrina.

¿Sí? Bien, pero entonces ¿deben mandar muchos, no? Pero si mandaran muchos, ¿no se armaría un caos revoltoso? ¿No tiene en realidad más bien el liberalismo más bien pretensiones de oligarquía? El dominio de unos pocos, la degeneración de la aristocracia: varias personas que al mando de un régimen terminan imponiendo sus propios privilegios mercantiles, fiscales y jurídicos.

Los partidos políticos mandan, la plata manda, las empresas mandan. Si no, preguntémosle a los bancos a cuántas familias han echado a la calle a lo largo de estos siglos, a cuántos han perdonado deudas. ¿No tienen acaso los bancos el control de los precios inmobiliarios, de la burbuja inmobiliaria que cada año deja a miles en la calle porque no se pueden pagar una mísera casa?

Ya sabemos qué pasó con los experimentos del despotismo ilustrado.

Qué curioso, ahora Fernández reconoce que el despotismo ilustrado es un ejemplo de cómo la monarquía obra negativamente, pero omite hablar de las monarquías previas, del ‘Antiguo Régimen’, de todos los siglos anteriores al de la Revolución Francesa. Todo buen historiador sabe que las monarquías próximamente anteriores a la Revolución Francesa no son los mejores ejemplos de monarquía y que, de hecho, lo malo que tienen se lo deben al liberalismo, o más apropiadamente, a los bebés liberales: el iluminismo, la Ilustración, la masonería.

Por mucho que haya deseado el bienestar del prójimo, los avances llegaban merced a las concesiones de un monarca, pero también había retrocesos cuando su ánimo cambiaba.

El uso de conceptos como ‘avance’ o ‘retroceso’ indican una mentalidad hegeliana, propia de los marxistas, pero al parecer también de los liberales. Ellos definen qué es el progreso y qué es el atraso, qué es un avance y qué es un estancamiento. Los liberales creen que el pasado fue malo, que el presente es bueno y que el futuro será mejor.

Para el liberal, el pasado oscuro de la malvada ‘Edad Media’ bajo la temible Inquisición y la autoridad de la Iglesia Católica constituyen algo reprobable y a lo que no debemos volver jamás. El liberal cree que desligarse de toda autoridad sobrenatural es la garantía para el éxito, ¿pero qué éxito? ¿En qué consiste el avance y en qué el atraso? En lo que los liberales nos ordenen pensar.

Hasta ahora, aunque se hayan dado grandes equivocaciones históricas, ser consagrado por las urnas sigue siendo lo menos perjudicial para la sucesión pacífica de un presidente.

¿Según quién? ¿Quién lo garantiza y por qué? ¿Acaso se tomó Fernández la molestia de leer todos los libros habidos y por haber acerca de la historia? ¿Se tomó la molestia de escuchar a la Iglesia Católica, principal enemiga del liberalismo y su máxima condenadora? ¿O no lo haría porque todo lo que contradiga a la falsa religión liberal es anatema?

¿Es realmente la consagración por las urnas lo menos perjudicial para la sucesión pacífica de un presidente? Ya, ¡de un presidente tal vez! Pero ¿conviene siempre y en todo lugar tener un presidente? ¿Se puede no tener un presidente? ¿Es legítimo? ¿Es saludable? ¿Quién dice que no? ¿No es mejor tener un monarca, un rey, un emperador?

Hay que tener una mentalidad muy infantil para creerse el cuento de fantasía de que todos los monarcas a lo largo de la historia se sucedieron unos a otros por la violencia. Creer eso implica una falta de seriedad, de profesionalismo y de capacidad de investigación documental.

Es más, ¡la historia misma nos demuestra que la democracia fue impuesta por la fuerza! ¿No fueron Robespierre y Danton algunos de los protagonistas de uno de los eventos históricos más sanguinarios jamás ocurridos? ¿No hubo acaso guillotinas y ejecuciones contra todo aquel que se oponía a la autoridad de los demócratas jacobinos? Miles y miles de campesinos, sacerdotes y monjas, asesinados por el liberalismo solo por pensar distinto a ellos.

Es innegable que la democracia puede ser objeto de crítica. De hecho, en las distintas épocas, encontramos liberales que se decantaron por cuestionarla.

Objeto de crítica, sí, pero de rechazo ¡nunca! El liberalismo admite un cuestionamiento entero de la necesidad de la democracia, porque para el liberalismo, la democracia es un fundamento, un dogma incuestionable, un principio que se debe imponer sí o sí. No se preocupa de explicar por qué, no se preocupa de investigar al bando contrario: solo le interesa deformar, difamar y tergiversar qué ocurrió en el pasado y señalar que eso es malo.

Con todo, ha sido el mejor modo político de liquidar un orden basado en privilegios.

¡A otro perro con ese hueso! El liberalismo ha sido el mejor modo político de consolidar un orden basado en privilegios, o mejor dicho, imitación de orden, desorden que simula ser orden. Basta ver qué pasó cuando empezó a imponerse el liberalismo: ejecuciones contra los disidentes, persecución al que piensa distinto, confiscación de bienes materiales, beneficios fiscales para ciertas compañías.

¿No es acaso el liberalismo el mejor consolidador de la oligarquía? ¿No es el liberalismo el principal responsable de haber destruido la sociedad orgánica para implantar una sociedad de masas, donde todos tienen la ilusión de que pueden mandar, pero en realidad quienes mandan son los grupúsculos más poderosos?

No se debe olvidar que la lucha por tener igualdad jurídica es esencialmente liberal.

Tiene razón, el liberalismo se preocupa de la igualdad jurídica porque para el liberalismo no hay justicia, sino simplemente igualación de privilegios. Para el liberalismo, no es correcta la manera de definir competencias y castigos de manera apropiada a cada caso particular. El liberalismo quiere igualarlo todo y a todos bajo el supuesto de que no es buena la distinción de situaciones.

Pero además, todo eso es papel mojado, porque en la práctica, como lo ha demostrado la historia en estos siglos recientes de liberalismo, esa igualdad jurídica es una ilusión perpetua, una gran mentira con patas largas. Gana los juicios el que tiene más plata y más contactos, el masón, el empresario usurero, el pérfido, el traidor. Pierden los pobres, pierden los católicos, pierden los que tienen la voluntad de hacer el bien y rechazan el mal.

No es casual que Mises, Popper, Aron, Revel, así como, entre los hispanohablantes, Rangel, Montaner y Vargas Llosa, por citar algunos considerables nombres, se hayan pronunciado en favor del sistema democrático.

Sí, así como también se pronunciaron a favor de la esclavitud, como Locke, o en contra de los derechos legítimos de Argentina sobre las Islas Malvinas, como Hayek. O incluso, a favor de la compra y venta de niños, como Rothbard. El liberalismo es un cúmulo de inmoralidades condenables.

No ignoro, por cierto, que determinados intelectuales han incurrido en despropósitos; sin embargo, éste es un asunto de naturaleza personal. El hecho de que un liberal apoye a Putin o Bukele, por ejemplo, no sirve para condenar al resto.

¿Solo un asunto de naturaleza personal? ¿No se puede condenar al resto por los errores de unos pocos? ¡Pero bien que se puede para los católicos, para los clásicos, para los monarquistas! Para el liberalismo, por dos o tres católicos que obran mal, todos son condenables, y por dos o tres monarcas que obran mal, todos son condenables.

¿Y qué pasa cuando algunos socialistas están favor de los principios liberales? ¿No era acaso Carlos Marx un declarado admirador del capitalismo? ¿No sigue Marx acaso la falsa ciencia de la ‘economía política’ propuesta por los liberales Smith, Malthus y Ricardo? ¿No hacen aprobable al marxismo algunos de sus pensadores que aprueben los principios liberales?

Vemos que el socialismo solo continúa destruyendo lo que el liberalismo empezó a destruir, que es el orden clásico de las cosas basado en la ley natural, y procede con la imposición de ideas nuevas contrarias al ser de las cosas. Socialismo y liberalismo, dos caras de una misma moneda, dos maneras distintas de apuntar a lo mismo: la destrucción del orden natural preservado y perfeccionado por la Iglesia Católica mediante el auxilio sobrenatural.

El respeto al Estado de Derecho, a las reglas constitucionales y, por supuesto, al orden democrático-liberal, donde toda minoría sea salvaguardada en relación con sus derechos fundamentales, debe ser nuestro marco a reivindicar.

¿Por qué ese debe ser nuestro marco a reivindicar? ¿Quién lo dice? ¿Quién lo ordena? ¿O sea que ahora el señor Fernández tiene derecho a imponernos su punto de vista sobre la realidad por ser liberal? ¿Y nosotros no podemos imponerle nada por ser católicos y antiliberales? ¡Es un hazmerreír!

El liberalismo no respeta los derechos de la Iglesia y de la sociedad, y eso lo ha demostrado a lo largo de la historia. Y aun así, se arroga el derecho de exigirnos que respetemos sus pérfidas creaciones, impuestas a la fuerza y contra la voluntad de la mayoría.

Para una refutación más concreta de los errores liberales, con más detalles históricos y ejemplos específicos, lea el artículo Refutando a un liberal boliviano, disponible aquí mismo en Razón+Fe.

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