«Antes de criticarlo, te invito a leerlo», es esa frase tan utilizada cuando a alguien le ofende que cuestionemos a algún autor que admira. Suele ser una frase muy tramposa porque disfraza a los lobos con piel de oveja, es decir, hace ver al autor cuestionado como un Mesías incomprendido por su cuestionador.
Pocas veces dicha frase se dice de manera acertada, como sería cuando un fanático anticatólico ataca a los Doctores de la Iglesia sin siquiera haberlos leído.
En esos casos específicos, es justo exigir a esas personas una revisión de aquello a lo que critican.
Después de todo, solo se les está pidiendo que sean coherentes con su ideología según la cual TODO debe ser leído, «cuestionado» y «puesto a debate».
Otro es el caso en cambio de quienes hacen uso de la recta razón iluminada desde la fe: un católico en buena conciencia sabe que hay peligro en leer ciertos textos sin tener el discernimiento o autoridad necesaria para juzgarlos.
En otras palabras, saben que, por más buenas intenciones que uno tenga, no puede «leer antes de criticar», porque leyendo cosas incorrectas pueden contaminar su juicio.
De entrada saben que leer malos autores es pérdida de tiempo valioso que podría ser mejor invertido en otras cosas.
Pero sobre todo, saben que la curiosidad es un vicio que lleva a muy malos caminos: Kant, Marx y Nietzsche fueron curiosos, y ya sabemos por qué caminos nos llevaron.
La curiosidad sana, y el vicio
No se malinterprete esto, la sana curiosidad es aquella que nos orienta a descubrir la verdad de las cosas: se ejecuta con mucha prudencia y templanza. En cambio, la curiosidad por curiosidad es una forma muy relativista de acercarnos al conocimiento.
Se ejecuta a menudo con cierto salvajismo, propio de las personas que, engañadas por su conciencia, tienden a querer devorarlo todo: cuentos, novelas, ensayos, tratados, enciclopedias y, ¿por qué no?, películas, series y videojuegos.
Promover la lectura por la lectura (o el consumo por el consumo en el caso de los productos audiovisuales) es un vicio, porque su principal motivación es el placer de la contemplación vacía, sin discernimiento de qué es lo que se está contemplando.
Hoy es más común que antes defender la heterodoxia, pues con la Revolución hemos pasado de buscar la verdad honestamente a cuestionarla deshonestamente. Si Dios decía «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», la Revolución nos dice «confrontemos al Camino, a la Verdad y la Vida».
No lo dice con esas palabras, por supuesto: necesita presentarse a sí misma como la redentora.
La Revolución, tan desesperada por ganarse a las masas populares y utilizarlas como carne de cañón, elucubra mitos artificiales que intentan justificar sus pretensiones virulentas: «El pasado era malo y yo traeré un futuro bueno, creemos un mundo nuevo en esta vida terrenal».
La Revolución lleva el cuestionamiento de la autoridad hasta sus últimas consecuencias: guillotina para quienes dicen la verdad, sillas en el Parlamento para quienes dicen la mentira.
A la Revolución no le interesa el juicio justo, tal como nos lo había enseñado Nuestro Señor Jesucristo, sino más bien el prejuicio justo: justifico mis prejuicios para ejecutar mis acciones revolucionarias. Prejuicios contra la autoridad, contra la doctrina y contra el orden natural de las cosas.
Es por este obsesivo cuestionamiento que muchos caen en el error de aceptar cuanta lectura llegue a sus manos. Para ellos, no hay autoridad que defina lo correcto y lo incorrecto, no hay una recta conciencia, simplemente un fetiche por el conocimiento, cuyo producto es lo que el mundo moderno suele llamar «hombre culto».
Se dice culto en las letras, en las artes, en las ciencias, pero ni hablemos de religión, porque esta es «el opio del pueblo» y por tanto debe ser automáticamente descartada. Para nuestros cultos profesionales, no hay Doctores de la Iglesia ni filósofos cristianos: todos ellos eran fanáticos religiosos que no aportaron nada valioso al conocimiento. En cambio, los revolucionarios sí les resultan interesantes.
Para nuestros cultos profesionales, además, no hay monjes copistas que valgan ni escolástica que resalte: la Iglesia es opresión y la Revolución es libertad. No saben qué hacer con su libertad y la invierten en cuanta ocurrencia les plazca.
Los falsos razonamientos llevan por malos caminos, cuidémonos de ellos. Busquemos la verdad con rectitud y justicia: no es necesario leerlo todo para trascender. Leamos solo buenos libros.