*Por: Santiago Quijano
Aclaración.Para efectos de los términos utilizados en el presente artículo, por Liberalismo o Democracia Liberal, entenderemos la doctrina política que basa la democracia como determinadora del derecho y legitimadora del Estado, sujeta a los límites que ella misma – la democracia – imponga a la autodeterminación de los individuos que la conforman. Estos individuos tienen derecho a perseguir su propia autoconcepción del bien. Aunque existe una contradicción en la definición anterior, pues autoconcepción del bien y libertad individual pueden chocar con decisiones mayoritarias, el sistema liberal invoca los Derechos Humanos y/o fundamentales para contener el desenfreno del individualismo agresor o de la mayoría agresora. Con todo, el sistema no termina escapando al positivismo puro, ya que la misma definición y alcance de lo que son Derechos Humanos y/o fundamentales está en permanente función de las mayorías que eligen a los jueces o legisladores que determinarán el significado y alcance de tales derechos o, incluso, la creación de otros.
Genealogía de la introducción del liberalismo al mundo católico en el Siglo XX.
Con irresponsable ingenuidad, importantes líderes católicos del Siglo XX creyeron en el liberalismo como la gran alternativa para el devenir político cristiano. Consideraron – con razón- que tanto el comunismo como el fascismo eran ideologías anticristianas y que para reconstruir la sociedad deshecha por la Segunda Guerra Mundial, era necesario hacerlo desde la Democracia Liberal. Se olvidaron – con imperdonable descuido- de que la Democracia Liberal es tan anticristiana como el comunismo o el fascismo, y que sus principios políticos ya habían sido expresa y reiteradamente condenados por el Magisterio de la Iglesia.
El indiferentismo religioso, la separación entre la Iglesia y el Estado – o el final de la Iglesia Constantina- la educación secular, la libertad pública de culto, el utilitarismo social y el capitalismo económico, son parte del rosario de principios liberales que muchos líderes católicos del Siglo XX abrazaron como el esqueleto rector que debía regir el Estado. Los católicos que asumieron dichas banderas ideológicas desafiaron las enseñanzas y advertencias de la Iglesia.
La condena de Roma a dichos principios – y, en general, al liberalismo- puede verificarse, sricto sensu, con varias encíclicas del Siglo XIX y lato sensu desde antes de Alberto Magno y Tomás de Aquino. Cuando en el Siglo antepasado el modernismo político se convirtió en una amenaza palpable y real, el Magisterio de la Iglesia fue enfático en condenar el carácter profundamente anticatólico del laicismo y de los sistemas positivistas que tanto a la derecha como a la izquierda amenazaban con socavar el orden social cristiano. Una meridiana síntesis del conjunto de principios políticos que la Iglesia declaró como errores peligrosos se encuentra en la Encíclica Quanta cura y su adjunto Syllabus, proferida por Pio IX en 1864. En ella, Roma hizo una amplia enumeración de las doctrinas políticas contrarias al catolicismo, tras una cuidadosa recopilación de anteriores encíclicas y documentos que reafirmaban la prohibición, en cabeza de líderes políticos católicos, de difundirlas o implementarlas.
[mks_pullquote align=»right» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#81d742″ txt_color=»#000000″]Se olvidaron – con imperdonable descuido- de que la Democracia Liberal es tan anticristiana como el comunismo o el fascismo, y que sus principios políticos ya habían sido expresa y reiteradamente condenados por el Magisterio de la Iglesia.[/mks_pullquote]
Pero el clima de la postguerra era confuso y difícil de leer para quienes, en su día, tenían que escoger entre las triunfantes democracias liberales, los derrotados sistemas fascistas o el también triunfante y abiertamente ateo Bloque Soviético. Debemos reconocer que la paz de 1945 no ofreció ninguna alternativa puramente católica; los aliados victoriosos no irían a respaldar un modelo político semejante. Con la feliz excepción española, comunismo o liberalismo eran las únicas alternativas aparentes.
Por oposición al totalitario Bloque Comunista, el modelo político liberal sedujo a los católicos que, acogiendo las tesis que Jacques Maritain postuló en su libro de 1948, “Christianisme et Démocratie”, relanzaron la Democracia Cristiana. Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Robert Schuman invitaron a las sociedades católicas de Europa a abrazar la Democracia como fundamento – y no simple forma- de gobierno, dentro del esquema liberal[1]. Pero afirmar que un modelo secularmente condenado por la Iglesia de repente había dejado de serlo, requirió astuta argumentación en donde no faltaron las falacias.
En primer lugar, apelaron al Ralliement de 1892, diciendo que el Papa León XIII había hecho una invitación para que el pueblo francés acogiera la Democracia Liberal. Dicha interpretación resulta inaceptable, como bien señaló el profesor Danilo Castellano:
“El papa Pecci, en efecto, estaba preocupado por encontrar una vía de salida pastoral a la contraposición entre iglesia y modernidad, sobre todo la política y señaladamente en el contexto francés, pero no cedió un ápice en los principios. Refutó, sobre todo con las encíclicas Quod apostolici (28 de diciembre de 1878), Humanum genus (20 de abril de 1884), Immortale dei (1 de noviembre de 1885), libertas(20 de junio de 1888), Sapientiae christianae (12 de enero de 1890), y con argumentos racionales, la democracia moderna, considerada absurda en su fundamento y sus pretensiones. La consideraba, pues, inaceptable in toto. (…) el Ralliement, por esto, no marca el reconocimiento de la legitimidad de la democracia moderna.” (CASTELLANO, Danilo, “De la Democracia y de la Democracia Cristiana”,Fuego y Raya, nº 6, 2013, pp. 57-80)
También se empeñaron en asegurar que las encíclicas condenatorias del liberalismo y la democracia como fundamento habían sido escritas para tiempos anticlericales ya superados y que resultaba anacrónico interpretar tales condenas a la luz de los tiempos modernos.
Finalmente, acudieron a un acervo de documentos publicados por universidades y autores católicos que, aunque desafiaban abiertamente el Magisterio Pontificio, tenían un sello editorial “católico” que ofrecía patente de corso para ser presentados como doctrina de fe. Es el caso paradigmático del ya mencionado libro “Christianisme et Démocratie” de Maritain, en donde sostuvo que el cristianismo – en todas sus denominaciones- debía beber de la Revolución Francesa y ser la fuerza determinante para imponer la Democracia Moderna, único sistema auténticamente legítimo. Esta tesis, patentemente contraria a lo enseñado por la Iglesia, fue alegremente difundida por los promotores de la Democracia Cristiana durante los cincuentas y sesentas.
El “espíritu” del Segundo Concilio Vaticano.
Para entonces – cincuentas y sesentas- solamente el Magisterio se interponía entre la doctrina antiliberal de la Iglesia católica y los democratacristianos que buscaban eliminarla. Tal enfrentamiento estaba en su cenit cuando Juan XXIII inauguró el Segundo Concilio Vaticano en 1962.
Los democratacristianos alegaron que el Concilio era la fuente legitimadora del liberalismo en la Iglesia Católica. Sin embargo, el Vaticano II no expidió un solo documento que derogara o negara la vigencia de las anteriores encíclicas que condenan el liberalismo. Si produjo, debe reconocerse, múltiples documentos que más que certezas dejaron preguntas, dada su compleja ambigüedad.
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Con tímidos farolitos de optimismo, Adenauer y Shuman conducían su rebaño cristiano hacia la boca del lobo de la Democracia Liberal, que de momento llamaba a la Iglesia “una respetable opción más” dentro del plural abanico de alternativas religiosas, para dentro de pocos años considerarla “una ideología peligrosa que propaga el odio y debe ser eliminada para el bien de la sociedad”, tal y como ocurre ahora.
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De éstos documentos, sin duda el más utilizado para afirmar que el Liberalismo ahora estaba aprobado por Roma fue el controversial Dignitates humanae – promulgado en 1965- sobre la libertad religiosa. Sobre dicha declaración, Julio Alvear afirmó que:
“No creo equivocarme si apunto a que desgraciadamente la Declaración Dignitatis humanae parece no haber distinguido lo suficiente entre la libertad religiosa posible desde el punto de vista de la Revelación y la libertad religiosa moderna, nacida de la libertad de conciencia absoluta. Y precisamente esa ausencia de claridad fue evacuada hacia la mentalidad del pueblo católico, que, coadyuvada por el ambiente liberal o socialista y ahora postmoderno, con los años ha evolucionado psico-socialmente en la línea del indiferentismo práctico, las más de las veces, y en otros casos, del indiferentismo teórico. No estoy diciendo que la Declaración sea causa de este resultado, pero sí su ocasión o quizás su condición habilitante dentro del catolicismo.” (ALVEAR TÉLLEZ, Julio, “La libertad moderna de conciencia y de religión y la construcción del Estado”. Revista VERBO Nov. de 2010)
A pesar de su ambivalencia, se debe repetir y enfatizar que Dignitatis humanae – ni ninguna otra declaración del Concilio- nunca reconoció formalmente la libertad religiosa en el sentido moderno, ni negó o disminuyó el milenario principio de la realeza de Cristo sobre los asuntos temporales. Súmese a ello que dicha declaración debe ser interpretada a la luz del Magisterio anterior, y especialmente de la encíclica Vehementer nos de 1906 en contra de la separación entre la Iglesia y el Estado.
En síntesis, una interpretación exegética de los documentos y declaraciones del Segundo Concilio Vaticano no permite establecer que el modernismo o el liberalismo político hayan sido ideologías formalmente aceptadas por el Magisterio de la Iglesia. Y si quedara cualquier duda al respecto, bastaría con recordar que el Concilio tuvo un carácter pastoral y no dogmático.
[mks_pullquote align=»left» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#81d742″ txt_color=»#000000″]A pesar de su ambivalencia, se debe repetir y enfatizar que Dignitatis humanae – ni ninguna otra declaración del Concilio- nunca reconoció formalmente la libertad religiosa en el sentido moderno, ni negó o disminuyó el milenario principio de la realeza de Cristo sobre los asuntos temporales.[/mks_pullquote]
Al no encontrar declaraciones lo suficientemente claras en apoyar el Liberalismo, los democratacristianos apelaron, más que al Concilio en sí mismo, al “el espíritu del Concilio” o toda una suerte de interpretaciones abusivas según las cuales la Democracia Liberal era el ambiente político ideal para la prosperidad espiritual de la Iglesia y la sociedad cristiana.
No sólo Maritain, ni la ambigüedad del Concilio fomentaron tal resolución. Un razonable sentido del pragmatismo se apoderó de políticos católicos que solo en el mundo democrático y liberal – por oposición al totalitario soviético- encontrarían una real posibilidad para la pacífica tolerancia – óigase el claudicante término- hacia la Iglesia católica. La Europa católica de la postguerra aceptó de buena fe La propuesta democrática. Creyeron que aceptando la separación entre la Iglesia y el Estado, imponiendo la educación laica y la libertad absoluta de cultos, en fin, adoptando el decálogo Liberal, la Iglesia católica sería pacíficamente bienvenida y respetada dentro de una nueva sociedad de tolerancia armónica entre múltiples credos religiosos y políticos.
Con tímidos farolitos de optimismo, Adenauer y Shuman conducían su rebaño cristiano hacia la boca del lobo de la Democracia Liberal, que de momento llamaba a la Iglesia “una respetable opción más” dentro del plural abanico de alternativas religiosas, para dentro de pocos años considerarla “una ideología peligrosa que propaga el odio y debe ser eliminada para el bien de la sociedad”, tal y como ocurre ahora.