Historia de un amor de dos que trascendió en una ofrenda de amor para Dios.
Escuché alguna vez que todo amor humano genuino lleva a Dios. Sí, “amor humano”, entre un hombre y una mujer. Aquel que un día surgió en la semilla de la atracción, creció en el frenesí del enamoramiento y dio sus primeros frutos del árbol maduro del amor. Precisamente porque la semilla la sembró Dios en ambos corazones, frágiles -por cierto-, en la medida que cada uno busca el mayor bien del otro se acerca a Él y lo aproxima a Él.
En “mis tiempos” de amor genuino creía y esperaba fervientemente que el siguiente paso sería el “sí” del mutuo consentimiento en el Sacramento del Matrimonio. Cuatro años y medio de noviazgo, una Especialización en Desarrollo Personal y Familiar -con una materia que se llamaba literalmente “Matrimonio y relaciones familiares”- recién terminada, haber participado en una investigación para validar un modelo de asesoramiento a novios, horas y horas de vuelo en conocimiento interpersonal… solo faltaba una cosa, y la más importante: la seguridad en ambos corazones de querer convertirse en una sola carne.
Por momentos pensé que el temor a decidirnos por el Matrimonio provenía de no tener resuelto del todo el tema económico o por diferencias en nuestras maneras de ver el trabajo, incluso la misma educación de los futuros hijos. En verdad que somos bien diferentes, aunque me asombraba constatar la complementariedad en la diversidad de caracteres, talentos, inquietudes, ¡hasta en la forma de relacionarnos con Dios, de vivir nuestra fe católica!
La razón, de fondo, era otra. Y así como decimos que la gracia no sustituye la naturaleza, me atrevería a afirmar que aquello que humanamente no terminaba de encajar entre los dos se debía sencillamente a que Dios nos llamaba a vocaciones y misiones diferentes. ¡Los planes del Creador superan los nuestros!
Un noviazgo se termina
Muchas preguntas, pocas respuestas; pensamientos y sentimientos encontrados merodeando el corazón. Después de todo el noviazgo es un adelanto del cielo, si lo vivimos como tal, incluso si al final termina la relación.
¿Por qué? Es simple: si el cielo es la felicidad plena, porque allí poseeremos nuestro mayor bien que es Dios y Él es amor 100%, quiere decir que el noviazgo es un adelanto de esta plenitud en la medida que es un entrenamiento del corazón en su capacidad de amar: algo así como un “entrenamiento funcional o gimnasio espiritual” en el que hombre y mujer aprenden a donarse mutuamente. Aclaro que “espiritual” no se refiere acá a la práctica de una religión, sino a las potencias superiores de toda persona humana de la inteligencia (o razón) y la voluntad.
[mks_pullquote align=»right» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]El noviazgo es una escuela de lealtad, castidad, paciencia, caridad, prudencia, sencillez y creatividad.[/mks_pullquote]
Puedo afirmar que este noviazgo fue un adelanto del cielo en mi vida, y no porque estuviera exento de diferencias, desencuentros o desilusiones, sino porque gracias a estas dificultades -precisamente- y a la motivación constante de corresponderle al otro brotaron de nuestros corazones diversas manifestaciones de amor, muchas de las cuales no nos creíamos capaces de hacer o que no sabíamos que podíamos hacer. El amor es creativo.
Entonces, ¿quién quiere “bajarse” de este cielo? ¡Sensatamente nadie! Sucede, sin embargo, que para que el amor crezca, pasando del enamoramiento a un amor cada vez más maduro, es necesario ir tomando decisiones dirigidas a “estar solo contigo” y “siempre contigo”, como diría el profesor Pedro Juan Viladrich, del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad de Navarra (España). Es decir, tomar la decisión de unirse en el Matrimonio, y si el noviazgo no apunta a esto, después de un serio discernimiento, lo sano es terminar.
Aun así, entre las razones por las cuales me negaba a aceptar la posibilidad de que nuestro noviazgo terminara, estaba el pánico a vivir nuevamente una “tusa”. ¿Enamorarme y proyectarme con esa persona para sufrir luego? Quizás es de los temores más comunes que nos están hermetizando el corazón, especialmente a las mujeres, porque sencillamente no queremos que el amor duela, menos cuando estamos inmersos en una cultura que privilegia el individualismo y el hedonismo, y archiva el sentido trascendente del sufrimiento porque ha olvidado a Dios. Si el dolor también embellece el alma, ¿a cuenta de qué nos permitimos rechazarlo?
Algo tenía claro, o al menos así se lo reclamaba a Dios en oración: “Señor, si tú nos cruzaste en el camino para que compartiéramos parte de nuestras vidas, si nuestra perseverancia fue gracias a tu presencia en nosotros y a la oración de tantas personas, si ambos te buscábamos sinceramente y tratamos de agradarte, a pesar de nuestras caídas y debilidades, ¿por qué la ruptura de la relación implicará la peor ‘tusa’?”. Humanamente -y eso hay que vivirlo- el desprendimiento cuesta, arranca lágrimas, pero creo que con la gracia de Dios la historia es otra.
También hay que considerar las circunstancias por las cuales se termina una relación. En mi caso, concluyo que Dios terminó tomando la decisión. ¿Quién va a “pelearle” a Él por un corazón que ha elegido desde la eternidad para que le siga más de cerca desde la vida consagrada, en este caso en el Sacerdocio? Lógicamente puede golpear más duro una ruptura por la infidelidad, el maltrato físico y psicológico, los celos, la desconfianza o porque sencillamente los novios prefieren su soltería y de modo pragmático deciden terminar. En cambio, qué madurez implica ponerle punto final a una historia de dos cuando reconocen que no son el uno para el otro.
Quizás el listón más alto de un amor humano de calidad, al que todos podemos aspirar -porque fuimos creados por el Amor y estamos diseñados para amar-, nos lleve a replantear nuestra mirada frente al noviazgo como una oportunidad única para enriquecer a la otra persona y dejarnos enriquecer. Somos conscientes de que es un camino de discernimiento y, como tal, puede llevar a la “puerta” del Matrimonio o puede dividirse para que cada uno continúe su propio camino. Si sucede esto último, ¿podríamos afirmar con tranquilidad que nos dimos y recibimos al otro sinceramente? Ojalá que sí.
Además, esa renovada mirada del noviazgo nos permite comprender por qué es una escuela de lealtad, castidad, paciencia, sabiduría, caridad, templanza, prudencia, fortaleza, sencillez y creatividad. Puede ser una auténtica escuela de virtudes.
Un matrimonio se salva
[mks_pullquote align=»left» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]El matrimonio es desafiante, ¡un auténtico signo de contradicción en nuestros tiempos![/mks_pullquote] Esta “tusa” o “San – pablazo” que he experimentado por el cambio de planes me ha permitido ratificar, por gracia de Dios, la belleza del amor humano y el anhelo en mi corazón del matrimonio. Recuerdo que en una de las sesiones de la investigación de noviazgo en la que participamos, la asesora me confrontó con la siguiente afirmación: “un noviazgo que se rompe es un matrimonio que se salva”. Abrí mis ojos y ella repitió: “sí, se salva un matrimonio”.
Se puede comprender la frase si pensamos en aquellos matrimonios que fracasan, porque precisamente el noviazgo se vivió solo desde el enamoramiento y no hubo tiempo para “desnudar” la realidad de cada uno y preguntarse -y preguntarle a Dios- si la otra persona era el verdadero complemento. Cuántos matrimonios se habrían salvado del mal menor de la separación o de la tragedia del divorcio (para los efectos civiles del matrimonio católico) si en el noviazgo hubieran terminado.
Y es que el matrimonio es un bien supremo de la sociedad y camino cierto de santificación, que infortunadamente algunos han decidido no recorrer o han desistido de hacerlo al pensar en el compromiso de vida que implica. Si la verdad es atractiva por sí misma, podríamos afirmar que el matrimonio recobra su atractivo cuando “vemos” con la inteligencia lo que realmente es: una vocación o llamado concreto a realizarnos en el amor, a través de la decisión libre y voluntaria de un hombre y una mujer de unirse para siempre en un proyecto común de vida, para apoyarse mutuamente y participar del don procreador de la vida en la apertura a los hijos y su educación.
Además, el matrimonio es desafiante, ¡un auténtico signo de contradicción en nuestros tiempos! Pareciera que hablar hoy de “ser una sola carne”, de la diferenciación sexual como presupuesto esencial de la complementariedad hombre y mujer, y de la unidad, indisolubilidad y fecundidad como rasgos esenciales de esta institución de orden natural, resultase cada vez más escandaloso en una sociedad que está desconociendo los principios de la naturaleza humana y pretende sustituirla por lo que considera “políticamente correcto”. La virtud es hoy motivo de escándalo.
Como sacramento, Jesús elevó y reconfirmó el matrimonio como camino de plenitud humana y de servicio a la comunidad, y al tiempo quiso ser “garante” de una relación per se imperfecta. ¡Cómo no estremecerse al caer en la cuenta de que Dios ha querido amar a un hombre imperfecto a través de una mujer imperfecta, y viceversa! Su primer milagro público, realizado en las Bodas de Caná, nos recuerda que cuando se ha agotado el vino de la paciencia, por ejemplo, Él está ahí para renovarlo. El amor es una decisión, y también un milagro.
El anhelo que hay en mi corazón por recorrer este camino solo puede corresponder al deseo del mismo Dios por realizar este plan, pero a su tiempo. Porque he visto de cerca el testimonio de muchos matrimonios felices y santos, llevando sus cruces juntos, creo y confío en que es posible vivirlo.
Un sacerdote florece
La diversidad de carismas y vocaciones en la Iglesia Católica se ejemplifica en el jardín de flores del que solía hablar Santa Teresita del Niño Jesús, donde cada persona humana es una hermosa flor que embellece, a su modo, “el metro cuadrado” de tierra en el que está sembrada. Resulta entonces que Dios ha querido la flor del Sacerdocio para Juan -como casi siempre lo llamaba-.
La vocación al sacerdocio, como a la vida religiosa y consagrada, es un “don y misterio”, en palabras de San Juan Pablo II. Es también una relación esponsal: entre cada hombre elegido y la Iglesia, a ejemplo de Cristo, y entre cada mujer elegida y su esposo, Cristo. Es un llamado a un corazón que fue diseñado con la forma del corazón de Jesús, en el sentido de que no se conforma con la exclusividad a una sola persona como lo implica el matrimonio, sino que anhela entregarse a todas las almas, a ejemplo de su Amado (de ahí la importancia del celibato).
La aceptación de la Voluntad de Dios en la vida de Juan, que como nos decía un amigo sacerdote nos traerá muchas bendiciones a cada uno y a nuestras familias, también es la aceptación de su Voluntad en mi vida. El “sí” de Juan a Dios, también es mi “sí” a Él. De hecho, en mi adolescencia tuve la fortuna de ofrecerle un período de mi vida al Señor, siendo su novia consentida, para preguntarle si me quería solo suya en la vida consagrada en el Regnum Christi. Su respuesta ha sido otra, y me hace feliz seguirlo en el camino que Él ha dispuesto.
[mks_pullquote align=»right» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]La vocación al sacerdocio es un “don y misterio”. Es también una relación esponsal.[/mks_pullquote] Desde las cuatro características del amor maduro entre un hombre y una mujer, que sabiamente describió San Juan Pablo II en la Teología del Cuerpo: fiel, libre, total y fecundo, aquel amigo sacerdote me compartió la siguiente lectura de los hechos: “no lo veas como una pérdida, sino como una relación que ha trascendido y ha dado fruto en una ofrenda de amor para Dios”. Ofrenda porque ambos renunciamos a seguir juntos por un bien mayor: la felicidad del otro, que siempre es la Voluntad del Señor.
Escuché alguna vez que todo amor humano genuino lleva a Dios. También puedo afirmarlo, lo he vivido. Mi mejor forma de agradecerle a Él, cuyos planes y tiempos son perfectos, es compartiendo esta historia.
“Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:
un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado;
un tiempo para matar y un tiempo para curar, un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;
un tiempo para llorar y un tiempo para reír, un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;
un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas, un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse;
un tiempo para buscar y un tiempo para perder, un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;
un tiempo para rasgar y un tiempo para coser, un tiempo para callar y un tiempo para hablar;
un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo de guerra y un tiempo de paz”.
(Eclesiastés 3, 1 – 8)
Foto principal: Del usuario «Ace Bonita» en www.flickr.com (http://bit.ly/2hbE1XL).
Gracias por este increíble articulo, su testimonio llena mi corazón de tranquilidad y Amor en Dios. Dios los bendiga!