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“Los anales de la historia no refieren nada más acerca del hombre que, gracias al corazón de esta buena mujer, se redimió de tantos males. Pero con certeza debió haber sido el primero y el más agradecido de todos los devotos, al enterarse del origen y de la disposición de los recursos que lo libraron de su deuda, de la prisión y de todas las demás calamidades que éstas traían consigo”.
Este relato cuenta la historia y narra el origen de la devoción al Señor de los Milagros de Buga, a quien los devotos llaman cariñosamente “El Negrito” o “El Milagroso”. Lo hace un peregrino quien, de manera providencial, llega a la ciudad justo unos días antes de la Fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, cuya veneración está íntimamente unida a Él en toda Colombia, gracias a los Misioneros Redentoristas.
Relato de un peregrino
Martes, 20 de junio de 2017. Buga, Valle. Colombia. 2:30 p.m.
Hoy es un día para agradecer. Sí. Hoy completo un triduo de acción de gracias y de súplica al Señor de los Milagros de Buga y, de manera “accidental” –o tal vez Providencial–, a la Virgen del Perpetuo Socorro, cuya devoción han fomentado los Misioneros Redentoristas, a quienes les fue confiado el antiguo ícono original –que se hallaba un poco desgastado ante el paso del tiempo– por el Papa Pío IX el 11 de diciembre de 1865, con un encargo explícito:
“Denla a conocer al mundo entero”.
Y así lo hicieron. Una vez restaurado, y comenzando por Roma, se restableció la exposición del ícono para la veneración pública, a partir del 26 de abril de 1866. Diecinueve años después de que éste les fuera confiado, los Misioneros Redentoristas llegaron a Buga, en el año 1884.
Aquí les fue encomendada la Ermita dedicada al Señor de los Milagros, desde donde evangelizaron toda la región impulsando su devoción. Dos años después de haberse asentado en la ciudad, llega a ella en 1886 el primer ícono del Perpetuo Socorro, que es una copia auténtica del original restaurado y venerado en Roma.
Así que, como el próximo Domingo 25 de junio es la Fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, desde el viernes 16, a las 5:30 a.m., aquí en Buga, Valle del Cauca, el ícono es llevado en procesión todos los días durante la novena por las calles de alrededor de la Basílica mientras los fieles recitan el Rosario de Aurora.
Amanece justo para la celebración de la Santa Misa a las 6:00 a.m., y el templo rebosa de feligreses y de peregrinos provenientes en su mayoría de Antioquia y del Centro-Sur de Colombia.
Arriba y detrás del altar, en el “camarín” especialmente dispuesto para ello, protegido por un grueso cristal, reposa la imagen del Señor de los Milagros cuyo origen y devoción se remontan al siglo XVI, entre los años 1550 y 1560…
“El negrito”, como cariñosamente se refieren a él sus devotos, luce así después de que el Obispo de la época, en previsión de una devoción falseada por la superstición, ordenara la quema de la imagen.
Esta sólo sufrió algunos daños exteriores, pero suficientes como para haber dejado en ella las marcas propias del sufrimiento de “El Siervo de Yahweh” –como lo describe el profeta Isaías–, y oscureciendo la madera, quizá, más que por el fuego, por la interacción de éste, del calor y del aceite que la imagen comenzó a exudar, y con el cual se sanaron milagrosamente muchos enfermos, confirmando así el origen sobrenatural de la misma y llevando a los fieles a una devoción más madura y a una actitud de respeto y reverencia, muy superior a la simple curiosidad supersticiosa.
Pero tan dicientes y significativas como el hecho de la exudación del aceite, son las dos historias que concurren en la aparición de la imagen del Señor de los Milagros en la ciudad.
Precisemos antes que los “Buga”, sus antiguos pobladores, eran una tribu de ascendencia caribeña que penetraron al interior del país a través de los ríos, y se instalaron en las sierras y en los valles.
La primera historia, refiere el esfuerzo con el que una humilde lavandera indígena del lugar logró ahorrar setenta pesos para comprar una imagen del Señor Crucificado, que por entonces era muy difícil de conseguir y había que traer del Ecuador, en donde el arte sacro era profuso y reconocido por su belleza y calidad.
La segunda, es la historia de un hombre llevado a prisión por un piquete de soldados que pasó con él a orillas del río, junto a “la indiecita”, quien ante el barullo se enteró de que el arresto se debía a una deuda que alcanzaba exactamente los setenta pesos. Compadecida, ésta sacrificó el total de sus ahorros y pagó el monto, posponiendo para un plazo incierto el anhelo de su corazón…
Su verdadera devoción quedó así demostrada ante El Señor y refrendada como un testimonio de Caridad auténtica, pues con su acto de misericordia libró a este pobre no sólo de la deuda, sino de la prisión, del hambre y de la ruptura de su familia, en un tiempo en el que estas dificultades no sólo significaban la ruina del hombre, sino la pérdida de su dignidad y, con ella, de los más altos valores que constituían el cimiento estable de la sociedad.
Ambas historias fueron unidas de manera indisoluble con el sello de la Divina Providencia, pues ninguna de ellas se hubiera resuelto como lo hizo ni tendría sentido por sí misma sin la maravillosa y discreta irrupción de Dios en las vidas de estas personas y, a través de ellas, en el alma de la nación, cuando tiempo después, arrastrado por la corriente y sobre las aguas del Río Guadalajara –“Río de Piedras”–, llegó un crucifijo de madera, pequeñito, hasta la orilla en la que la indiecita lavaba las ropas.
Movida primero por la curiosidad, y luego sorprendida y aún casi sin poder creer que se trataba de un crucifijo, asustada, lo llevó a su casa y lo guardó bajo su cama, dentro de una caja de madera.
Cada vez que podía, lo contemplaba con el aliento entrecortado, sin acabar de comprender cómo la Providencia Divina ponía en sus manos esta diminuta imagen que, inexplicablemente, con el paso de los días, aumentaba su tamaño.
Al principio, durante las noches, comenzó a escuchar un ruido, y pudo establecer que provenía de la caja de madera, la que ella, ansiosa, se apresuraba a comprobar cada amanecer viendo cómo crecía, hasta que no pudo más contener su alma ante el prodigio, y fue a contárselo a un sacerdote.
Entonces, así como le ocurrió a ella, que ya no podía guardar más para sí semejante portento, la difusión de la noticia fue irreprimible, y ante la expectación y algarabía de los pobladores, por fin llegó al conocimiento del señor Obispo, quien dispuso poner orden mandando a quemar la imagen.
La historia no cuenta nada más acerca del hombre que gracias al corazón de esta buena mujer se redimió de tantos males. Con certeza debió haber sido el primero y el más agradecido de todos los devotos, al enterarse del origen y de la disposición de los recursos que lo libraron de la deuda, de la prisión, y de todas las demás calamidades que éstas traían consigo.
Quizás, y especialmente, al comprender el extraño privilegio que Dios le había concedido, no sólo como el beneficiario de la Providencia y de la Caridad Divinas –que ya eran bastante–, sino al permitirle ser pobre y verse rechazado, es decir, asemejarse a Él en el sufrimiento, sirviendo como ejemplo de la dignidad humana pisoteada que Dios viene a rescatar, y sobre la cual pedirá cuentas a cada uno al final de la vida, con las palabras: “Cuanto hicisteis a uno de estos más pequeños, a Mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 40).
Fue así como, ante la magnitud de los hechos, incluso con testigos cuyos testimonios reposan por escrito debidamente notariados, el Señor abrió el camino de esta devoción y dispuso que “La Ciudad Señora”, gracias a Él, y aún antes de su fundación definitiva, gozara de un sitial de honor en los anales de la Fe, y de este inmenso privilegio que habría de convertirla en el epicentro de las peregrinaciones y en el santuario más visitado de Colombia.
Sí. Hoy también es un día para agradecer al Señor y a la Santísima Virgen María por permitirme visitarles justo en estas fechas, y unirme a las súplicas de tantos miles de peregrinos que imploran Su Bendición.
Y como el hombre librado de tan grande mal por el corazón caritativo de una indígena que creyó en las Palabras del Evangelio, haciendo la Voluntad de Dios, yo también clamo a Dios me libre de mis angustias terrenas y me bendiga profusamente conforme a Su Corazón y a Su Infinita Generosidad.
Amén.
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