El mundo secular insiste en plantear un dualismo entre razón y fe, en el que la primera sería “luz” e iría acompañada de razonamientos y demostraciones fácticas sobre los distintos fenómenos naturales, teniendo a la duda como base y al escepticismo como actitud predominante; la fe sería lo propio de un mundo oscuro, en el que prevalecería una especie de visión ‘mágica’ o ‘mítica’ del mundo que se expresa mediante ritos y en el que la actitud predominante sería la ignorancia.
Lo máximo que se le concede al ámbito religioso es la reducción a un sistema “ético”, al que cada cual –en su ‘sagrada’ individualidad y subjetividad– tendría derecho como una opción ‘respetable’, ante la cual no cabe más que una resignada condescendencia.
Pero contrario a la visión secularista, quienes admiten que más allá de la materia hay una realidad y un espacio de conocimiento metafísico, propio del ser, no las encuentran opuestas, sino complementarias.
La correlación entre Razón y Fe involucra distintas variables. Una de ellas es la inteligencia, atribuida a un selecto grupo de personas que la ejercen mediante la profesión intelectual. En este orden de ideas surge y cabe, con plena legitimidad, la posibilidad de que un creyente también la ejerza, aplicándola a su fe como ámbito propio de reflexión.
Pero en este caso, el punto de partida no es la razón considerada en sí misma como la fuerza prevalente, sino la fe como luz y condición de posibilidad para su cabal ejercicio. Se aborda así una cuestión que para muchos quizá parezca insulsa, particularmente cuando se plantea en términos de una intelectualidad ‘católica’, pero que en realidad es relevante y de la mayor trascendencia. ¿Por qué?
Por dos razones: porque el ámbito de lo católico comprende literalmente todo lo que cabe abarcar con respecto a lo divino y a lo humano; y, sobre todo, porque sin un pensamiento auténticamente Cristiano es imposible una Sociedad Cristiana, mucho menos –en palabras del Papa Juan Pablo II–, una “Civilización del Amor”.
En el marco del racionalismo, la ‘verdad’ sería un corpus teórico o conceptual que debe realizarse mediante una ‘praxis’ presuntamente ‘transformadora’. En dicho orden, las relaciones humanas se estructuran en términos de duda y escepticismo ante la ‘realidad’, y las sociales bajo parámetros de sistematicidad y organicismo, ciencia y pragmatismo, funcionalidad y eficacia. Su ideal es el de una ‘sociedad’ aséptica, individualista, subjetivista y relativista, en la que la primacía de los ‘derechos’ del individuo no tiene más referente que el presunto límite en el que “empiezan los ‘derechos’ de los demás”.
¿Quién regiría allí? Ciertamente no las personas ni las instituciones que median en sus relaciones naturales, sino un aparato funcional capaz de ordenar las relaciones mediante un orden supra social. Y este es el Estado, entendido no como el cuerpo mediador entre los hombres, sujeto al derecho natural y de gentes, sino en el que se invierten las relaciones sujetando a sí a las personas y limitando las libertades ‘democráticas’ que predica, cuando no despojándolas de ellas en la práctica, como hemos visto acontecer en los regímenes dictatoriales y comunistas, y ahora con ocasión de la última pandemia.
En el margen opuesto tenemos a la sociedad cristiana, única y verdadera condición de posibilidad de una auténtica “Civilización del Amor”. En primer lugar, porque sus categorías esenciales son Verdad y Vida. Luego, porque sin un referente de fe, es imposible el Amor, ya que “Dios es Amor”: ama, y todo cuanto crea y lo que hace obedece a una perfecta Voluntad de Amor, incluso cuando corrige. Al crearnos a Su Imagen y Semejanza, esto es, como parte de un orden sobrenatural, pero puestos en la cima de un orden natural, nos confirió una naturaleza y una finalidad propias, únicas, constituyendo así un orden humano y, por lo tanto, moral.
De allí que, sin un pensamiento cristiano, es decir, sin tal referente, aunque el amor exista o –mejor dicho– subsista en el corazón del hombre por efecto del acto Creador de Dios, permanecería obscurecido, encapsulado e impedido para manifestarse plenamente. Se reduciría a una entelequia, a una simple idea (esto sí propio de un falso intelectualismo), a una ideología o a una utopía. No cumpliría lo que en la filosofía de Aristóteles se considera el “fin u objetivo de una actividad que la completa y perfecciona” (RAE).
Por su ineficiencia sería ineficaz y, por lo tanto, irreal, que es lo que ocurre hoy en nuestra sociedad. Sí, porque aunque en ella –al menos en la América Latina, e incluso en Norteamérica, en cada una a su manera– abunda una permanente referencia y un constante recurso a ‘Dios’, es un hecho constatable que en estas sociedades las personas han acabado distorsionando la idea y, en consecuencia, la realidad de Dios.
Allí donde cada quien vive ‘a su manera’ no sólo se ha inventado su propio “dios”, sino que se ha erigido en tal, se ha hecho ‘dios’ de sí mismo: ha creado su propia ‘religión’ basada en una falsa ‘fe’. Dicho de otro modo: ha promulgado su propia ‘constitución’ y, a partir de ella, su correlativo código ‘moral’. Se cumple así lo dicho por el profeta:
Esta falsa fe conduce necesaria e inevitablemente a una falsa relación, es decir, a una falsa ‘religión’, adulterada: suave en el lenguaje, pero dura en el corazón; compasiva por fuera, pero fría y sin caridad real. No sería más que una extraña forma de compasión emotiva, una infundada ‘filantropía’ igualitarista que, en lugar de querer combatir el mal, lo que busca es erradicar la conciencia del mismo, mientras el individuo vive sujeto a él bajo otras y distintas formas.
Sin un referente a la verdadera fe, es imposible un auténtico “logos”, una completa ‘luz de la razón’. Mucho menos un “Teo-Logos”: una adecuada comprensión de la realidad Divina, del Orden Sagrado, de la Magnificencia, de la Omnipotencia, de la Bondad, del Amor de Dios y, muchísimo menos, de Su Palabra y de Sus Mandamientos, de su Primacía.
A lo que ello conduce es a la negación de un Orden Moral, de un auténtico orden humano y, por lo tanto, de un legítimo ‘Orden Social’, el cual se reduciría a un caos institucionalizado, a una degradación y a una decadencia que lo harían poco perdurable.
Sin Dios no hay amor, ni humanidad y, mucho menos, un hombre capaz de amar. Sin fe, la razón se ahoga en sí misma. Volviendo a Juan Pablo II, diríamos que no tendría lugar, ni razón de ser, su apuesta ‘antropo – teo – lógica’: su afirmación de que “El hombre es capaz de Dios”. Obviamente, no por sí mismo, sino por la propia Gracia de Dios.
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