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La Era del Fin: un péndulo entre el desarraigo y la apostasía…

Reloj en espiral 1

Se agota «el tiempo de las naciones», que caen una a una rendidas…

Tal vez debamos –si es que aún podemos– escapar.
Pero no hay dónde esconderse. No hay refugio seguro.

Quizá, como el Hijo Pródigo, alcancemos a reconsiderar el Amor del Padre, y a volver a Él,
dispuestos y decididos a retornar al amor primero.

La postmodernidad trajo consigo, además de la renuncia a la razón y del imperio del absurdo, una extraña forma de desarraigo a la que –tomando prestado el lenguaje teológico de la Iglesia– llamaremos «Hermenéutica de la Ruptura». Una forma de ver y de entender la vida sin referencia al origen, a la raíz, a la pertenencia, a la propia cultura. Paradójicamente, con el pretexto del respeto al origen, a las raíces y a la cultura autóctona o “ancestral”.

En la misma línea van, en España, tendencias ideológicas y políticas que, en nombre de las “comunidades autonómicas”, lo único que están logrando es romper la cohesión, la identidad nacional común, el patrimonio nacional y, así, desarraigando, dejando sin piso a los ciudadanos y desmembrando el país.

Pero no sólo allá. En nuestra América “Latina” lo viene haciendo el “indigenismo”, aunque ya no al son de las quenas, zampoñas, tambores y flautas que evocan el vuelo de los cóndores andinos, sino al ritmo de las ideologías liberacionistas que se han esforzado en legarnos una “Teología de la Liberación”, un “Credo Latinoamericano”, una Misa “Campesina”, un Nadaísmo criollo, un “Hasta Siempre” al Che, una “Mula Revolucionaria” y, por si acaso, un “Métale a la marcha métale al tambor métale que traigo la revolución”.

También, desde hace algunas décadas, algunos misioneros recorren el mundo con un extraño mensaje:

«Baja a Dios de las nubes, llévale a la fábrica donde trabajas; quita a Dios del retablo y grábale dentro de tu corazón; saca a Dios de los templos, donde le encerraron hace tanto tiempo; déjalo libre en las plazas y llévale también al mercado del pueblo…».

Sí, una torre de babel teológica: una plomada que oscila de manera pendular dentro del único recinto de la Iglesia…

A este variopinto panorama no le hacía falta nada –o al menos eso pensábamos algunos–, hasta cuando fue convocado el Sínodo de la Amazonía que debutó por anticipado con toda su parafernalia de “pachamamas”, canoas o piraguas capitaneadas por ídolos y llevadas en hombros para entronizar a éstos en los templos: chamanes y desmanes para desquiciar lo poco que aún queda en pie de la Disciplina Litúrgica y Sacramental.

Pues sí, señores: a lo que asistimos es a un adoctrinamiento en toda línea y a un suicidio en toda regla. Y no sólo cultural, sino humano. Se agota “el tiempo de las naciones”, que caen una a una rendidas a las ideologías, postradas a las idolatrías, vendidas a las herejías y sometidas a las tiranías. Es el fin escatológico pronosticado: no “el fin de los fines”, sino “el fin de los tiempos”.

Tal vez debamos –si es que aún podemos– escapar. Pero la pandemia lo impide. No hay dónde esconderse. No hay refugio seguro. A donde vayamos, nos perseguirá el virus. Quizá, como “el profeta del nadaísmo” –que enamorado de Angelita encontró una luz y abandonó su antigua causa–, tal vez podamos encender un “Fuego en el Altar”.

O como el hijo pródigo, que entró en sí mismo, quizá nosotros alcancemos a reconsiderar el Amor del Padre y a volver a Él, dispuestos y decididos a retornar al amor primero: al amor fecundo, que engendra, que abraza y que bendice. Y, como Agustín, alcancemos a exclamar:

«Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva. Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí».

San Agustín, “Las Confesiones”.

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