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Fue Aristóteles quien postuló que La Felicidad consiste en alcanzar el Sumo Bien, y que esto es posible mediante el ejercicio de la virtud, en el que se ponen en juego todas las facultades humanas, de manera especial y descollante la Razón.
Y fue Sócrates quien con humildad puntualizó ante sus coetáneos que él no era “Sophos” (sabio) sino sencillamente “Philo sophos” (amante de la Sabiduría); y para certificarlo, declaró: “Yo sólo sé que nada sé”, aforismo con el cual establecía el hecho de no creer que por su inteligencia lo conocía todo sino que, precisamente por ella, era consciente de lo poco o nada que sabía, lo que ya le distinguía con creces del resto de los mortales.
Pero la de éstos no es sólo una actitud estrictamente racional, sino ética: ella alcanza a comprender que la razón no lo es todo y se pregunta qué es lo que la modera para encaminarla hacia su fin y ordenar las acciones humanas de manera consecuente. Esta consciencia auto refleja no es un mero automatismo de la razón sino una clara expresión de la conciencia moral propia y exclusiva del hombre, que hoy muchos se empeñan en divorciar.
La sabiduría a la que se refieren estos dos padres de la Filosofía abarca desde la más encumbrada erudición hasta la búsqueda de la felicidad, es decir, el arte de vivir, que consiste en alcanzar una vida buena, y supone una conciencia clara sobre la vida en sociedad y la responsabilidad que nos concierne.
Sabemos que Grecia fue un Imperio Cultural, por los desarrollos y logros de Atenas; y Militar, por Esparta. Sin embargo, aunque Roma invadió y venció militarmente a Grecia, fue ésta la que literalmente “conquistó” culturalmente al imperio romano. Ambas comparten el honor de haber cimentado la Civilización Occidental, a la que se llegó y alcanzó su culmen gracias al aporte de las tradiciones judeo-cristianas, al martirizado testimonio y convicción de los Cristianos en la vivencia coherente de la fe, a la preservación de lo mejor de todo ello en los monasterios Benedictinos, y a la magnífica influencia y aportes de la Iglesia en la fundación y consolidación de las Instituciones que promueven y defienden la Dignidad de la Persona Humana.
Lo que somos y cuanto hemos alcanzado –como civilización y como personas–, se lo debemos a este proceso histórico. Volviendo a dichas raíces, podemos puntualizar algunos aspectos dignos de mención.
1 – El término griego “sophrosyne”, indica sensatez, mesura, templanza, discreción, sabiduría, castidad, prudencia, disciplina, moderación, autodominio. Platón creó un diálogo entre Sócrates y el joven Cármides en el que ambos buscan su verdadero significado. Entre todos los posibles, plantean los siguientes:
- Sensibilidad al pudor.
- Hacer cada uno lo que le es propio.
- Práctica del bien.
- Conocimiento de sí mismo.
- La única que de entre todas las ciencias tiene por objeto a sí misma y a las demás.
- Ciencia de la ciencia y de la ignorancia.
En síntesis, la “sophrosyne” consiste en hacer todas las cosas ordenada y sosegadamente.
2 – La Sindéresis, definida por la Real Academia de la Lengua como: «Capacidad natural para juzgar rectamente, con acierto». Y como «Discreción», a la que le da tres acepciones:
- Sensatez para formar juicio y tacto para hablar u obrar.
- Don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad.
- Reserva, prudencia, circunspección.
Por “sindéresis”, algunos proponen: saber qué decir y qué no decir, cuándo y cómo hacerlo. Saber cuándo hablar y cuándo callar. Esto es, equilibrio y oportunidad en la conversación y en el trato.
3 – Además de las cuestiones anteriores –de razón natural, y relativas a la felicidad y al arte de vivir para lograr una vida buena–, el Catecismo de la Iglesia Católica recoge en un apartado el tema de las virtudes, comenzando por las llamadas “virtudes cardinales”: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Y lo hace en la Tercera Parte, en un pasaje en el que deja claro que “La Vocación del Hombre” es “La Vida Espiritual”, es decir, aquella plenitud de la que habló Jesús cuando dijo que no había venido a abolir la Ley sino a perfeccionarla (Mateo 5, 17-19); y ello abarca tanto el orden natural como el moral.
Es significativo que el Catecismo desarrolle y explicite el tema de “LAS VIRTUDES” en el acápite correspondiente a “LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA” (CIC 1803), y que comience fijando su sentido con un texto de San Pablo:
“Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Filipenses 4, 8).
Precisa aún más:
“La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas”.
Y cita:
«El objetivo de una vida virtuosa
consiste en llegar a ser semejante a Dios».(San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).
En cuanto a las características de las virtudes humanas, el Catecismo (No. 1804) dice:
“Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena”.
Y concluye:
“El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien”.
Al entrar a hacer la respectiva distinción de las virtudes cardinales, el Catecismo (No. 1806) comienza por la Prudencia, indicando:
«La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo.
La ilustra con sustento bíblico escriturístico:
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“El hombre cauto medita sus pasos” (Proverbios 14, 15).
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“Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 Pedro 4, 7).
Aquí llama poderosamente la atención cómo es el propio Apóstol Pedro quien amonesta a los fieles instándoles a “ser sensatos y sobrios para darse a la oración”. Porque –como siempre lo ha enseñado la Iglesia– la vida de la gracia no consiste en un apasionamiento obsesivo; la fe no es un “fideísmo” que prescinde de la razón.
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Fideísmo
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Doctrina filosófica según la cual solamente a través de la fe y la revelación divina es posible conocer los principios metafísicos, éticos y religiosos que son inaccesibles a la razón.
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El fideísmo es la doctrina, profesada por algunos religiosos, de que a Dios no se puede llegar por la razón, sino solamente a través de la fe.
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El Catecismo vuelve a situar la virtud de la Prudencia en relación con la razón natural y la “recta ratio”, es decir, con la sabiduría inherente al ser humano:
«La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia la que guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar».
4 – En línea con todo lo anterior, está la relación entre Fe y Razón. La magnífica Carta Encíclica “Fides et Ratio” (“Sobre las Relaciones entre Fe y Razón”) del Papa Juan Pablo II, desarrolla y enfatiza lúcidamente la necesidad de una razón iluminada y asistida por la fe.
Comienza afirmando:
“Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella”.
Citando la exhortación «Conócete a ti mismo», nos dice que ésta fue
“esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como «hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Nada de esto riñe con la enseñanza de la Sagrada Escritura y de Jesús, quien al menos en dos momentos se refiere a ese íntimo grado de conciencia sobre sí mismo. Uno es aquella parte del pasaje del “Hijo Pródigo”, de quien afirma luego de contar la miseria a la que llegó: “Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!” (Lucas 15, 17). El otro es cuando dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22, 39; Levítico 19, 18; Mateo 19, 19).
Finalmente, para quien desee vivamente adquirir la Sabiduría que le permita “saber vivir” y vivir rectamente, le invitamos a asumir las palabras con las que se abre dicha Encíclica, y a hacer la Oración de Salomón (tomada de la Liturgia de las Horas) en la que le pide a Dios: “Dame la Sabiduría”.
«La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».
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Cántico: Sabiduría 9, 1-6. 9-11
Antífona: “Mándame tu Sabiduría, Señor, para que me asista en mis trabajos”.
DAME, SEÑOR, LA SABIDURÍA
“Os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente… ningún adversario vuestro”. (Lc 21, 15).
Dios de los padres y Señor de la misericordia,
que con tu palabra hiciste todas las cosas,
y en tu sabiduría formaste al hombre,
para que dominase sobre tus creaturas,
y para que rigiese el mundo con santidad y justicia
y lo gobernase con rectitud de corazón.
Dame la sabiduría asistente de tu trono
y no me excluyas del número de tus siervos,
porque siervo tuyo soy, hijo de tu sierva,
hombre débil y de pocos años,
demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes.
Pues aunque uno sea perfecto
entre los hijos de los hombres,
sin la sabiduría, que procede de ti,
será estimado en nada.
Contigo está la sabiduría conocedora de tus obras,
que te asistió cuando hacías el mundo,
y que sabe lo que es grato a tus ojos
y lo que es recto según tus preceptos.
Mándala de tus santos cielos
y de tu trono de gloria envíala
para que me asista en mis trabajos
y venga yo a saber lo que te es grato.
Porque ella conoce y entiende todas las cosas
y me guiará prudentemente en mis obras,
y me guardará en su esplendor.
Antífona: “Mándame tu Sabiduría, Señor, para que me asista en mis trabajos”.
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