Sin más preámbulos, nos hacemos eco de este extraordinario y muy lúcido escrito de Monseñor Héctor Aguer, Obispo Emérito de La Plata, Argentina, publicado en su blog de InfoCatólica, en el que denuncia sin ambages el nefando crimen del aborto, y se adentra en los aspectos médicos, éticos, biológicos, antropológicos y religiosos que implica.
Crimen abominable
El Concilio Vaticano II, por su índole y sus consecuencias, ha sido el acontecimiento eclesial más importante del siglo XX. Se ha hecho de él uso y abuso. En mi opinión -como lo escribí en otras ocasiones-, el Concilio son los textos, en los que se expresa la mente y la voluntad de los Padres Conciliares, aprobados prácticamente por unanimidad, y que, según lo ha enseñado Benedicto XVI, deben ser leídos a la luz de la gran tradición de la Iglesia.
Sin embargo, pareciera que después de medio siglo el Concilio hubiera caído en el olvido. Lo digo por referencia a un tema específico, de singular importancia en la Argentina de hoy, cuando el gobierno socialdemócrata, y seudoperonista, se ha empeñado en la legalización del aborto. Al escribir esta nota, la Cámara de Diputados de la Nación ya aprobó el proyecto de liquidación de los niños por nacer por 131 votos contra 117; después de esa media sanción debe pronunciarse el Honorable Senado. ¿Será el regalo de Navidad que esa mayoría de ateos bautizados, que constituye el gobierno, quiere ofrecer al pueblo argentino?
He comenzado aludiendo al Concilio porque he sido yo, un obispo emérito (o «demérito») el único que -y más de una vez- se atrevió a citar la sentencia de la Constitución Pastoral Gaudium et spes, número 51, pronunciada en el contexto en que se afirma que el amor conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana. Los Padres Conciliares enseñaron: La vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. En el original latino se lee, textualmente: Nefanda sunt crimina. Otros han apuntado a lo inoportuno del proyecto, o expresaron que su aprobación tornaría a la sociedad menos inclusiva. Comprendo; la cita conciliar suena brutal, con la brutalidad de la verdad en un mundo regido por el Padre de la mentira (Jn 8, 44). No parece conformarse a la «cultura del encuentro», según la cual hay que evitar semejantes afirmaciones. Pero posee una fuerza intrínseca que es capaz de sacudir las conciencias de los hombres y mujeres de buena voluntad.
La Iglesia de hoy se encuentra profundamente afectada por la llaga del relativismo, que enferma a fieles y pastores. Empero, hay lugar para la esperanza; muchos jóvenes están dispuestos a asumir lo que Rod Dreher, en su libro La opción benedictina, llama una estrategia para cristianos, en una nación postcristiana; el autor habla de Estados Unidos, aunque estoy seguro de que vale también para la Argentina.
Voy al asunto que me he propuesto abordar.
El Ministro de Salud de la Nación se ha descolgado recientemente con una sentencia inconcebible. Ha dicho que en el caso de una mujer embarazada no hay dos vidas -la de la mujer, y la del fruto de la concepción- sino una sola, la de la mujer; lo que lleva en su seno es un fenómeno. El ministro es bien conocido por sus opiniones, ya que ejerció ese cargo en dos oportunidades anteriores, en las cuales se destacó como entusiasta promotor del onanismo mediante el reparto masivo de condones. En aquella oportunidad lo critiqué públicamente, y con todo respeto. El reaccionó tratándome de «fanático» y «exaltado»; dijo: «Dios perdona todo, pero el Sida no perdona»; su alusión religiosa me permitió retrucar recordándole una elemental verdad catequística: «Dios perdona todo si nos arrepentimos, y prometemos enmendarnos, no si perseveramos cerrilmente en nuestro error». Dije error porque en el Nuevo Testamento griego pecado se dice hamartía, derivado de un verbo que significa marrar la meta, extraviarse. El pecado es una decisión errada de la voluntad, que adhiere a un objeto inconveniente. El ministro no pierde las mañas: ahora, para combatir el aburrimiento a causa de la cuarentena, ha recomendado el sexting. ¡Parece mentira! Es este un modelo eximio de la seriedad de la política argentina. Los lectores imaginarán el significado del neologismo inglés, que corresponde aproximadamente a lo que en la moral casuística se denomina «actos incompletos». Se supone que es médico, y especialista en sanidad. Aquí ha fracasado rotundamente en la gestión de la pandemia, sobre la cual se contradijo repetidas veces, y no pudo evitar infinidad de contagios y muertes. Ahora afirma que el fruto de la concepción no es una vida humana, sino un fenómeno, aunque no explica de qué. Según el diccionario, fenómeno equivale a apariencia, cosa extraordinaria y sorprendente, persona o animal monstruoso. ¿Se trata en su caso de ignorancia, o ideologizada mala fe? No puede negar que la embriología desarrollada durante el siglo XX ha establecido claramente que el «fenómeno» de la concepción es un ser humano, con un ADN distinto del de sus progenitores, y que ya desde el primer instante es varón o mujer. ¿Habrá oído hablar del profesor Jérôme Lejeune, y de sus estudios?
La cuestión del aborto posee diversas facetas, la primera de las cuales es estrictamente científica; es lo dicho. También implica una cuestión jurídica, con su base ética imposible de soslayar. En este ámbito se suele distinguir entre despenalización y legalización; me parece una distinción engañosa, porque si una conducta no está sancionada por la ley, puede cumplirse libremente, es legal. La dimensión psicológica surge evidente en lo que se llama síndrome posaborto. Quienes nos hemos sentado en un confesionario conocemos muchos casos de mujeres que se acusan reiteradamente de esa culpa, que ya ha sido perdonada, y a veces no resulta fácil devolverles la paz que han perdido. Lo psicológico y lo moral están intrínsecamente relacionados en la conducta humana, en la de las personas normales. La faceta sociológica se manifiesta en las concentraciones para reclamar la ley que habilite la liquidación de los niños por nacer; los rostros y las vestimentas muestran que se trata de una reivindicación de la burguesía. No se ven pobres en ellas; las mujeres pobres consideran una riqueza al hijito, por lo general independientemente del modo como ha sido concebido. Poseen el auténtico sentido de la vida humana. Da pena la posición abortista de los partidos de extrema izquierda, que no entienden a los pobres, y se suman a la estrategia de la burguesía.
Finalmente, es preciso decir algo sobre el costado político del asunto. Muchos lectores recordarán a Henry Kissinger, el norteamericano de origen judío – alemán, que fue Secretario de Estado entre 1973 y 1977, y que tuvo una influencia decisiva en la política internacional con su propósito de disminuir la población de los países pobres. Ese proyecto continúa siendo activo designio del imperialismo financiero internacional, protagonizado por Rockefeller, Soros, la ONU, la UNESCO, la Organización Mundial de la Salud, los diversos Comités de Población, el BID, el FMI, la Planned Parenthood o IPPF, la Trilateral Comission, y un poder cultural ubicuo y obediente. El gobierno argentino, presuntamente progresista, obedece a esa política, y recibe fondos para promover el aborto y la perversión sexual escolar. La Argentina es un país semidespoblado, con un territorio potencialmente rico y codiciable. El inefable Ginés ha dicho que si el «fenómeno» fuera un ser humano, el aborto sería un genocidio. Lo es, y él se anota en la lista de los aspirantes a genocidas.
Los abortistas, que desconocen -no quieren aceptar- la complejidad del asunto, descalifican a la Iglesia Católica reduciendo la cuestión a la dimensión religiosa. En este punto, digamos francamente que los cristianos evangélicos han actuado con coherencia y firmeza. Las declaraciones de ACIERA, la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina, han sido mejores que algunas intervenciones católicas. Pero sí, el aborto implica una cuestión religiosa. En primer lugar, el precepto «No matar», que procede de la Torá hebrea, vale decir, de la Revelación del Antiguo Testamento, y que en régimen cristiano encuentra confirmación y ampliación. Pero algo más: el Mesías de Israel, y Salvador de todos los hombres, Nuestro Señor Jesucristo, fue un niño por nacer, engendrado virginalmente por María Santísima; es Dios y hombre verdadero, como reza la verdad central de nuestra fe. Fue un embrión, un feto, luego un paidíon, un niñito, un bréphos, según leemos respectivamente en los Evangelios de Mateo y de Lucas (cf. Mt 1, 8. 9. 13. 14. 20. Lc 2, 12. 16). Este sustantivo, bréphos, en el griego clásico, designa al niño ya desde el seno de su madre, y luego en su tierna infancia. Este misterio nos mueve a contemplar con devota admiración el hecho de la generación humana, y el silencioso crecimiento de la nueva criatura en el seno materno, desde el instante de la concepción. El Hijo eterno de Dios quiso nacer en el tiempo como nacen los hombres, solo que fue engendrado sin intervención de varón, por la acción del Espíritu Santo.
Otro elemento de orden religioso: según la Biblia, la sangre inocente derramada reclama una intervención punitiva de Dios. En el relato arquetípico del fratricidio consumado por Caín, que abre el camino para la entrada violenta de la muerte en el mundo, se pone en boca de Dios: La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo (Gn 4, 10). Jesús asumió esa verdad en su invectiva contra la vanidad y la hipocresía de los escribas fariseos, al anunciar que ellos perseguirían hasta la muerte a los apóstoles que les enviaría. El texto del Evangelio de San Mateo señala una acumulación terrible: Así caerá sobre ustedes toda la sangre inocente derramada en la tierra, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que ustedes asesinaron entre el santuario y el altar (Mt 23, 35). No me parece arbitrario aplicar estas realidades bíblicas a la oportunidad siniestra que vive nuestro país; resulta patético confrontarlas con la algarabía manifestada por tantas jóvenes ataviadas con símbolos verdes en la Plaza del Congreso, al votarse la ley. ¡Si hubieran pensado en la sangre de los niños abortados!… El texto citado de San Mateo concluye: Les aseguro que todo esto sobrevendrá a la presente generación (Mt 23, 36). Una generación, la nuestra, que ya carga sobre sí abundantes desgracias. Hablo así porque pienso que la palabra evangélica ha sido pronunciada para siempre, y tiene una permanente actualidad.
La premura por obtener la sanción de una ley que legitime lo que eufemísticamente llaman «interrupción voluntaria del embarazo», y sobre todo el número fantástico que aducen de abortos clandestinos, prueban el fracaso de los intentos de asegurar una educación sexual escolar, que ya viene aplicándose desde hace años, con responsabilidad de varios gobiernos. También, desde hace años, me he ocupado del tema, al que asigno una valencia deseducativa que se integra en la decadencia de una cultura, que ha perdido el sentido de la naturaleza y de la auténtica humanidad del hombre. Estos atentados han sido impuestos por leyes que numerosos expertos consideran inconstitucionales: la Ley nacional 26.150, y en la Provincia de Buenos Aires una norma local, la Ley 14.744. Este segundo instrumento fue votado en 2015, sin discusión en la Legislatura, con un conjunto de otras disposiciones, y promulgada también en un «paquete». Pretende imponer la «educación sexual integral», desde el nivel inicial hasta el último año del ciclo secundario; según ella, hay que asegurar a los educandos una docena de «derechos sexuales», entre ellos, el derecho al «placer sexual», y se ha de formarlos para que elijan libremente la orientación sexual. Semejante abuso contraría a la Constitución Provincial sancionada en 1994, que establece en el artículo 199 que los escolares bonaerenses han de recibir «una educación integral, de sentido trascendente, y según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia». Los lobbies LGBT, con la complicidad de los políticos y de los funcionarios judiciales han impuesto sus convicciones y prácticas en nombre de la no-discriminación.
El contexto cultural, como en el caso del aborto y de la regulación inmoral de los nacimientos, es decisivo: un individualismo anárquico en la concepción de la persona humana, que resulta desligada de sus vínculos esenciales, pone el acento en la expresión de la subjetividad y valora exageradamente toda autoexpresión creativa como paradigma de conducta. Cada uno tiene derecho a elegir para sí un estilo de vida libre y abierto, que no admita trabas. Se rechaza toda idea de límite, regulación o prohibición en la búsqueda del placer, y en el ejercicio de la función que lo brinda; además, se desconoce, mitiga o elude toda referencia a valores objetivos, universales y permanentes, respecto de los cuales el hombre debe ser educado y autoeducarse en la responsabilidad. San Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae habló de una idea perversa de libertad, violatoria del orden de la naturaleza, y del auténtico bien de la persona humana; en tales actitudes se expresa una antropología reductiva, incapaz de comprender el complejo unitario y viviente que es el hombre. Este fundamento filosófico inspira tanto el intento de dominar despóticamente el cuerpo y sus funciones cuanto el materialismo vitalista.
Otro elemento del contexto cultural que voy describiendo es la inflación desmesurada y antinatural de la problemática relativa al sexo, como si nada en la vida actual pudiera escapar de la motivación o a la finalidad sexual. Así cunde entre muchos adolescentes y jóvenes, desde los años más tempranos, la curiosidad o la obsesión por el placer como un fin en sí mismo. En esa reducción fisiologista de la sexualidad el amor es, a lo sumo, un ingrediente afrodisíaco, no el medio de un encuentro personal. La diversión de los chicos suele ser un ejercicio ritual en sitios donde no falta el alcohol, y muchas veces la droga; los medios de comunicación dan cuenta regularmente de los «femicidios» que se cometen a la salida de esos «boliches». Podría extenderme en el análisis de este asunto, que ha de tomarse en cuenta cuando se trata del aborto; este es el último recurso al que puede apelarse cuando fallan los «cuidados».
Una recta educación sexual, que sea un elemento positivo para la plasmación de la personalidad, implica un problema teórico: la comprensión de lo específico de la sexualidad humana, que si bien no debe enfocarse exclusivamente «desde arriba», desde una racionalidad dominadora presuntamente capaz de manejar a su arbitrio el torrente biológico expresado en la libido, tampoco ha de enfocarse -como se hace habitualmente- «desde abajo», desde la animalidad, como si no se diferenciara específicamente de la sexualidad de los bichos inferiores. Debido a la participación recíproca de espíritu y materia, que se conjugan en la dimensión sexual, y se unifican en ella, todo lo biológico se encuentra bajo el imperativo metabiológico del espíritu. La libertad asegura la integración personal, la luminosa felicidad que es propia de la vida sexual rectamente orientada.
Concluyo retornando al tema que es el objetivo principal del presente artículo. En estos días se reclama el reconocimiento de un derecho a liquidar a los niños por nacer. Ese nefando delito nunca puede ser un derecho. Por lo contrario, el derecho humano primordial, base de todos los otros, es el derecho a la vida, a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido engendrado; más aún, el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral que favorezca el desarrollo de la propia personalidad. El aborto es un triste fenómeno, una forma de desesperación. Además no es posible dejar de señalar la mendacidad del gobierno: afirman que se realizan varios millares por año de abortos clandestinos (han llegado a fantasear quinientos mil), y pretenden transformarlos en legales, seguros y gratuitos; ¿cómo podría asumirlos un sistema sanitario destruido, al borde del colapso?
Mis últimas palabras van dirigidas, con respeto y aprecio, a los señores Senadores que se reconocen católicos. Un criterio fundamental afirma la conexión entre el orden legal y el orden moral. Cuando en ámbitos y realidades que implican exigencias éticas insoslayables se proponen decisiones legislativas y políticas contrarias al orden natural y a los valores cristianos, la conciencia bien formada no puede adherir a ellos, y contribuir de ese modo a la deshumanización de la vida social y de las instituciones que deben resguardarla. Corresponde que con sinceridad y valentía se opongan a los grupos ocultos de poder que se valen de una concepción relativista e inmoral de la democracia, para instaurar un desorden subversivo contra la dignidad de la persona humana. Los acompaño con mis oraciones.-
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Para apoyar el trabajo de R+F puedes hacer un aporte único o periódico con cualquier tarjeta débito o crédito: