Colaboración de Ilva Myriam Hoyos Castañeda, Doctora en Derecho por la Universidad de Navarra y experta en derechos humanos.
Desde las primeras horas de la presencia del Papa Francisco en Colombia con sus gestos, con su alegría vivificada, con la simpleza, pero a la vez, con la profundidad de sus palabras, con la autenticidad de su personalidad, con la espontaneidad de su estilo comunicativo, con la capacidad de sorprender, con su gran temple, con su misticismo profético, con su actitud interior de fe generó confianza y esperanza, que se vivió de una manera original, en las calles, en la plazas, en los parques, en los más variados espacios públicos y en los más íntimos recintos sagrados. En esos lugares privilegiados por la presencia vivificante del Espíritu se renovó la alegría, que fue desbordante, natural, expresiva, sedienta de Dios, buscadora de la verdad y deseosa de caricias.
Uno de esos emotivos encuentros fue el que se vivió en la tarde-noche del 6 de septiembre de 2017, al frente de la Nunciatura Apostólica en la ciudad de Bogotá, en el que el Papa pronunció sus primeras palabras en Colombia. Se trató de una acogida, de carácter festivo y musical, a ritmo de rap y de cumbia, con jóvenes del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron), entidad fundada por el sacerdote salesiano Javier de Nicoló, que atiende niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad social, vida de calle y de indigencia. Después de escuchar a dos jóvenes que le dieron la bienvenida al Papa, de sentirse acogido con la música de un país fiestero, recibió algunos regalos, entre ellos, una ruana, entretejida por los jóvenes con sus propias manos, que Francisco no dudo en ponerse de inmediato, tal vez para protegerse del frío de su primera noche bogotana, pero también para protegerse de los diversos y distintos fríos de esta Colombia biodiversa.
En este ambiente festivo, Francisco al hablarles, les agradeció, ante todo, la alegría y el camino que se han animado a realizar, eso, así les dijo, “se llama heroísmo” y hasta “los más chicos pueden ser héroes, los más jóvenes vienen engañados o se equivocan, se levantan y son héroes y van adelante”. Les invitó a seguir adelante. A renglón seguido afirmó que no se deben dejar vencer ni engañar. De ahí la exhortación, para que cada uno en la situación que le corresponda, no se deje engañar ni pierda la alegría. El eco colectivo de las palabras dirigidas a los jóvenes, pero recibidas a todos los colombianos, esa noche fue: “No se dejen vencer, no se dejen engañar, no pierdan la alegría, no pierdan la esperanza, no pierdan la sonrisa, ¡sigan así! (…). No se dejen robar la alegría”; frases que repitieron los medios de comunicación y fueron tendencia en las redes sociales.
[mks_pullquote align=»left» width=»300″ size=»20″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]Así, si el caído pudo ir más allá de su propio umbral imaginario, también otros pueden ir más allá de lo meramente humano.[/mks_pullquote]La invitación fue, más que a tener alegría, a ser alegres, porque Francisco captó, interiorizó y vivenció la problemática de esos jóvenes, porque, a pesar de que ellos u otros jóvenes e incluso otros adultos y hasta ancianos, hayan caído y de que, en sus almas y también en sus cuerpos estén laceradas las heridas de vivir en la calle, pueden ser “héroes”. Y exaltó el heroísmo, el ir más allá en su actuar de aquello que considera lo normal, porque al mirarlos, al escucharlos, al dejarlos estar cerca a cada uno de ellos, les reconoció su dignidad y les llamó “héroes”. Así, si el caído pudo ir más allá de su propio umbral imaginario, también otros pueden ir más allá de lo meramente humano.
Ser alegres es mucho más que tener alegría porque aquello que se tiene puede perderse, en cambio lo que es ahí está, así permanezca oculto o no se manifieste externamente. Tener alegría es algo pasajero. Ser alegres es una propiedad inherente al ser humano. El primer mensaje estaba delineado: Heroísmo y alegría. Ser mensajeros de la alegría es ser héroes hoy en día, es llevar, a pesar de las dificultades, consigo la alegría y el entusiasmo.
[mks_pullquote align=»right» width=»300″ size=»20″ bg_color=»#1e73be» txt_color=»#ffffff»]La palabra “guerra” el Papa la reservó para evocar lo que produce: “miedo” y la utilizó sólo en cuatro oportunidades, primero en el encuentro con las autoridades del Estado colombiano y después en el encuentro con los Obispos de Colombia.[/mks_pullquote]La invitación a vivir la alegría la reiteró durante su estadía en Colombia y la hizo constante con la expresión: “No tengan miedo”, que también pareció una forma de dar continuidad al mensaje del Papa Juan Pablo II, y con la fuerza de estas palabras invitó a no tener miedo “al futuro”, a no tener miedo de salir de sí mismos para amar, a no tener miedo “de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente”, a no tener miedo “de migrar de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, a no tener miedo “de haber fracasado”, a no tener miedo “de alzar serenamente la voz” para denunciar el espejismo del narcotráfico, a no tener miedo de “tocar” la carne del hermano, a no tener miedo de “arriesgar juntos”, a no tener miedo de pedir y ofrecer el perdón, a no tener miedo de “la renovación”, a no tener miedo “a esta tierra compleja”. En fin, a no tener miedo de enfrentar las causas de la violencia, a no tener miedo del esfuerzo que implica la paz y a no tener miedo de asumir el compromiso de la reconciliación.
Cualesquiera de estos miedos inmovilizan el caminar, debilitan el cuerpo, paralizan el corazón, aumentan la ansiedad por los resultados, desalientan el alma, anulan la libertad, impiden mirar al futuro, truncan la esperanza, nublan la mente, afean los rostros, deforman la sonrisa, aumentan las reacciones quejosas y alarmistas, acrecientan los temores y las desconfianzas, apagan la luz de la esperanza, excluyen al otro, llenan de tinieblas el ambiente, visibilizan la fragilidad de los vínculos, aíslan a los vulnerables y excluidos, amargan la existencia, encierran a los seres humanos en sí mismos e impiden a los hombres y a las mujeres estar abiertos para hacer el bien.
Y es que el miedo está emparentado con la guerra. La palabra “guerra” el Papa la reservó para evocar lo que produce: “miedo” y la utilizó sólo en cuatro oportunidades, primero en el encuentro con las autoridades del Estado colombiano y después en el encuentro con los Obispos de Colombia. En ambas ocasiones citó a Gabriel García Márquez, primero en su Discurso de aceptación del premio Nobel (1982) y después en Cien años de soledad, al decir con él que “ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte” y al recordar uno de sus míticos personajes, repitió con él: “No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla” y glosó: “Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay más bajo de nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos”. Y volvió a citar al Nobel escritor: “No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola palabra bastaba: miedo”.
Sí, miedo. Francisco reconoció que no era necesario hablar en esta tierra del miedo, “raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda”, porque dio por supuesto que algunos colombianos o que el pueblo de Colombia en alguna época de su historia lo había sentido. Y alentó a los jóvenes, a los Obispos, a aquellos que han reconocido y acogido a Jesucristo, al pueblo colombiano, a los antioqueños, a las víctimas, a quienes han hecho daño a tantas personas en esta tierra herida, a las familias y en general a toda Colombia, a no tener miedo, porque los miedos no vienen de Dios ni Jesús los alienta.
El coraje moral que se requiere para combatir el miedo, el antídoto necesario para enfrentarlo es pedir al Espíritu la gracia de la alegría, “signo del corazón joven, del corazón que ha encontrado al Señor”, que unifica todo y que permite la generosidad en la entrega y el servicio. Para gozar de esa alegría, que es de la esencia del Evangelio, “hay que permanecer en Cristo para vivir en alegría”. Éstas fueron sus palabras en el gozoso encuentro del Papa con sacerdotes, religiosos, consagrados, seminaristas y sus familias, realizado en la ciudad de Medellín, el 9 de septiembre. A todos los colombianos, desde las sufridas tierras de Antioquia, nos alertó a reconocer que el mal espíritu de la tristeza, se apodera del alma y que angosta las perspectivas ante la vida y también hace perder la alegría. Pero también recordó que para el cristiano la alegría tiene que ser contagiosa y “ser el primer testimonio de la cercanía y del amor de Dios”, que hará posible el encuentro con los demás, por la presencia vivificante del Espíritu.
Francisco no dejo de reconocer la urgencia de “anunciar el Evangelio de la alegría”, de renovar el encuentro personal con Jesucristo de dejarse encontrar por Él, de aceptar que el don de la alegría se vive de manera diversa en todas las etapas y las circunstancias de la vida, incluso en las más duras. Éste fue, precisamente, el anunció del ángel a los pastores de Belén: “No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). De esta buena nueva no queda excluido nadie, la alegría del Evangelio es para todos los pueblos, también para el pueblo de Colombia.
Esta nueva noticia es El Evangelio, no la ley escrita ni un código de doctrinas ni preceptos, sino, como Francisco lo expresó en su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium (2013), el don interior del Espíritu Santo, que nos es dado a través de la fe. Se trata de la fuente viva de toda verdad salvífica y de toda doctrina moral. El camino hacia la alegría de vivir, o sea, hacia una vida lograda, plena, feliz, también hacia la vida eterna, está delineado por quien es el Camino, la Verdad y la Vida: Jesucristo.
“La Alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Éstas son las primeras palabras de la citada Exhortación Apostólica, cuyos ecos se hicieron presentes en las intervenciones del Papa en Colombia, y en la que también afirmó: “Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. Ésta es la razón para que la alegría no sea pasajera, sino que sea la expresión del amor del Padre que ha sido encarnado en su Hijo, fundamento de la alegría.
Si la alegría que, como todo bien es difusiva, se renueva y se comunica en el encuentro con el otro, si la alegría se arraiga y se desarrolla en la comunicación, en el reconocimiento del prójimo y si “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35), hay que “primerear”, acompañar, fructificar, festejar, involucrarse y atreverse a ser más alegres en el día a día. El imperativo es, por tanto, celebrar cada paso los frutos en el camino de la vida, hacer la vida festiva.
En definitiva, el primer mensaje de Francisco para esta tierra, de muchas maneras herida, fue la de ser apóstoles de la alegría. Ese apostolado no resulta fácil, exige, para lograrlo, implorar la gracia para que las adversidades de la Colombia actual no le quiten a cada colombiano la alegría de vivir y que esa alegría de haber vivido unos días con el Sucesor de Pedro no se guarde para sí, sino que cada uno la comparta con su prójimo. Esto implica ser creativo, cambiar estilos y modificar el lenguaje, con signos más positivos, con palabras más esperanzadoras y con renovado significado para el mundo actual, con una actitud más comprensiva, pero no por ello menos firme, sincera y realista. Porque el odio y el rencor también se alimentan con las calumnias, los celos, las difamaciones, las envidias y son una forma de dejarse robar la alegría, de perder la esperanza, de caer en el pesimismo, en el fatalismo, en la desconfianza.
También quedo claro desde esa noche del 6 de septiembre que para ser artesanos de la paz y forjadores de la reconciliación no se debe estar triste ni desalentado, ni impaciente ni ansioso, ni malgeniado, ni con cara de estampita, ni tampoco actuar como pesimista quejoso, ni desencantado con rostro de vinagre, sino que se debe estar alegre, dichoso y gozoso.
Es hora de asumir, cada uno en su interior, el reto de proclamar, pero también de vivir el Evangelio de la Alegría, cuyo peregrino con sus gestos, sus actitudes, sus palabras y sus silencios, vino a proclamar con el Apóstol Pablo: “¡Alegraos siempre en el Señor! Insisto: ¡Alegraos!” (Flp 4, 4-5), y que por ninguna razón perdamos la alegría y que con la fuerza del Espíritu podamos decir: ¡No nos dejemos robar la alegría!
Imagen: Uniminuto Radio