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“Las cosas santas se tratan santamente”, dice el Libro de la Sabiduría (Cap. 6, versículo 10). Esta verdad nos la han enseñado, con palabras y con su ejemplo, muchos santos sacerdotes; y lo hacían nuestros padres y abuelos. Estas mismas palabras, maduradas y recogidas por la tradición oral, también han sido expresadas de diversa manera por la sabiduría popular. En las Sagradas Escrituras aparecen como un mandato y como una invitación frecuente. Al respecto, Jesús recomienda claramente “no arrojar las perlas a los cerdos”… (Mateo 7, 6).
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En la práctica, ocurre que hoy día no sólo no tenemos una idea clara sobre qué es lo Santo, que perdimos el sentido de lo Sagrado, sino que no sabemos cómo tratarlo y ni siquiera se nos ocurre que haya algo o alguien digno de respeto y reverencia. La informalidad nos tomó la delantera hasta el punto de la chabacanería: hemos perdido la compostura, la noción del orden, de lo adecuado y de lo inadecuado, de que “todo tiene su tiempo bajo el sol” y de que “hay un momento para cada cosa” (Eclesiastés, capítulo 3).
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En el ámbito civil, dicho orden está regido por la urbanidad, aunque parezca que haya sido devorado por la informalidad. En el ámbito Sagrado lo está por la Liturgia, y rigen algunas prescripciones y rúbricas concretas que corresponden, unas, a quien preside la celebración, y otras, a quienes participan en ella. Observar las buenas maneras de acuerdo con el lugar, la situación y las circunstancias, como parte y adecuada expresión del comportamiento humano y social, es lo que llamamos compostura, cualidad que San Juan Bosco enaltecía bastante entre sus jóvenes y a la que consideraba como una virtud.
La Santa Compostura es aquella que nos corresponde guardar durante las celebraciones religiosas, y expresa el amor que tenemos por lo que celebramos y por Aquel a quien se lo ofrecemos: Dios.
Por ello, desdicen mucho –y duelen bastante– ciertas actitudes y posturas. Por ejemplo: permanecer sentados, estirados, con los brazos extendidos sobre el espaldar o, aún, descalzos y con los pies desnudos sobre el reclinatorio; no arrodillarse cuando corresponde; adelantarse a recibir la comunión, o hacerlo de lado por la parte de adelante, evitando la fila. También: luego de comulgar, ocupar un puesto diferente… Podríamos hablar del vestuario, de las conversaciones, de la falta de recogimiento en momentos como la Consagración, la Paz, la adoración a Jesús Cordero de Dios, la Comunión…; de los celulares encendidos y sonando; de los niños a los que se les deja que jueguen, corran y griten a sus anchas por el templo… Del desconocimiento de las fórmulas y respuestas precisas.
Y así podríamos descender a detalles que demuestran ligereza en nuestros actos, falta de consideración hacia el prójimo, e irreverencia hacia el Señor, Nuestro Dios, presente en las especies consagradas de pan y vino. Y todo ello habla de nuestro amor. Es nuestro grado de amor hacia Dios el que habla, mientras Dios nos habla de Su Amor sin límites, renueva el misterio de su entrega y de su sacrificio, nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan… (Plegaria Eucarística, que resume el pasaje de Los Discípulos de Emaús: Lucas 24, 13 – 25). El suyo es, en gran medida, el Amor no correspondido.
Duele cuando nosotros, los laicos, hacemos todo esto. Y duele cuando los Ministros se han resignado a que sea así; o, peor aún, cuando son ellos mismos los que cambian las fórmulas, las reducen, u omiten partes esenciales de la Liturgia. Si perdemos la compostura, perdemos la manera de expresar nuestro amor y nuestro respeto al Creador y al prójimo.
Los fieles tenemos derecho a que se nos celebren adecuada y dignamente los Sacramentos; de modo especialísimo, la Sagrada Eucaristía. Pero también tenemos el deber de respetarlos y hacerlos respetar. Y los celebrantes, el de observar la disciplina de los Sacramentos, sin anteponer criterios personales ni sustituirlos con formas no aprobadas por el Magisterio. La Liturgia nos ayuda, a todos, a adorar en Espíritu y Verdad.
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