Con toda seguridad sabes qué es una calavera. Y también, con toda seguridad, mirando una calavera nunca sabrás, salvo alguna excepción, a quién le pertenecía o cómo era esa persona en vida. Una calavera, por sí misma y a simple vista, nunca te dirá si esa persona era hombre o mujer, si era rica o pobre, si era una celebridad o una persona del común, si era una persona fea o atractiva, si era una persona culta o ignorante.
Una calavera, o un esqueleto, es lo que queda de algo que se ha valorado mucho, y casi siempre, de manera exagerada, aun por encima de lo que en realidad es lo más precioso. El ser humano valora lo que en el fondo es nada y caduco, e ignora lo que sí es de valor por su eternidad e incluso lo trata como algo insignificante o algo inexistente. ¿De qué estamos hablando? ¿Qué es lo más precioso, o tal vez, lo único precioso del ser humano? El alma.
Jesús nos dice que tenemos que “amar a Dios con todo el corazón, con toda el ALMA, con toda la mente” (Mc 12, 30). Y es que el ser humano es un compuesto de espíritu, ALMA y cuerpo, como nos lo confirma San Pablo (1 Ts 5, 23); o, que es lo mismo, alma espiritual, alma racional (mente) y cuerpo. Los seres vivos, especialmente los que se mueven, tienen un alma o un ánima, de ahí que se les diga seres animados (animales), aunque su ánima o alma sea irracional. Aquí en esta reflexión nos referiremos a nuestro espíritu como alma espiritual o simplemente como alma.
Nada de lo que creó Dios tiene tanta preciosidad como el alma. El alma es tan importante y de gran valor que por ella hay una guerra feroz desde la creación del mismo ser humano; una guerra entre Dios y Satanás. Por esto Satanás, a quien Jesús implícitamente lo llama el ladrón de almas (Jn. 10, 10), trabaja incansablemente para arrebatarle a Dios las almas, y busca que las almas se desconecten de su creador y se condenen.
El alma es el eje de la vida, en ella o con ella nos jugamos la existencia entera. El alma es el primer elemento constitutivo del ser humano que entra al cielo, a la vida eterna; en un segundo momento, al final de los tiempos, cuando se de la resurrección entraran los cuerpos.
Pero la parte más valiosa que tiene el ser humano es lamentablemente lo primero que él sacrifica por las cosas de este mundo. Nunca antes como hoy se ha visto una sociedad tan materialista, hedonista y narcisista, una sociedad exageradamente preocupada por la apariencia y por la aceptación ajena, buscando desesperadamente, en fin de cuentas, la gloria de este mundo.
Y para lograr estos objetivos el ser humano ha emprendido una carrera desenfrenada en la consecución del dinero, del éxito, del poder, etc.; incluso hasta el punto de ‘venderle’ el alma al diablo. No olvidemos que generalmente la consecución de la gloria de este mundo tiene como punto de partida el pecado, porque se desplaza a Dios y se descuida el alma (1 Tm 6, 9-10) y en consecuencia la salvación.
Jesús nos advierte del poder de Satanás mediante sus engaños; nos advierte, en consecuencia, de la seria posibilidad de perder el alma. Hay que tener miedo a perder el alma. “Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el ALMA; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición ALMA y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28). Para Jesús se puede perder todo menos el alma, y hablar de perder el alma es hablar de condenación o de perdición.
¿El hecho que alguien pueda conseguir y mantener la gloria del mundo, aunque sea de manera honesta, legal o lícita, eso le garantiza a alguien ser salvo o, al menos, ser más persona que cualquier otra persona, o simplemente ser feliz? De ninguna manera, todo lo contrario. Es más, la gloria de este mundo, no la llevaremos a la eternidad; después de la muerte corporal, de la muerte primera, todo eso se queda aquí.
La gloria de este mundo no le agrega nada a la vida del ser humano, y menos aun ante Dios. Es más, el ganar el mundo entero es causa de perdición: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16, 26).
Es muy complejo hacer entender esto al ser humano ya que él se apega fácilmente sólo a lo que ve y toca, y pone en ello su seguridad y confianza; el ser humano no cae en cuenta de que un billete es tan sólo un papel, un auto es tan solo una lata, una casa es tan solo un cúmulo de ladrillos. Lo que se acumula en la tierra no tiene ningún valor en la eternidad, en el reino de los cielos; todo eso dejará de existir en la eternidad.
Debemos pues volver nuestra mirada a Dios y permitirle que salve nuestra alma; si nuestra alma se salva se salvará nuestro ser en toda su totalidad. Hay que valorar lo que ha hecho Dios por nuestra salvación, y no menospreciarlo por andar, bajo engaños de Satanás, apegados a lo temporal aunque sea útil.
Recordemos que el precio de la salvación del alma no se pagó con oro o plata sino con la sangre del hijo único de Dios (1 Pe 1, 18-20). La materia es inútil, pero el alma es infinitamente valiosa. “Nadie puede redimirse ni pagar a Dios por su rescate; es muy cara la redención de su ALMA” (Sal 48, 8).
Esto convierte al alma en lo más valioso de la tierra. El valor que Dios le da al alma es incalculable, innegable e indiscutible. ¿Tú eres consciente del valor de tu alma?
Lamentablemente la gente no recuerda que tiene un alma, y si lo recuerda una de dos: o ignora su valor o la valora pero cuando ya es demasiado tarde, cuando se pierde en la muerte segunda: la perdición, la entrada en el infierno (Ap 2, 11; Ap 20, 6; Ap 20, 14). ¿Y cuál es esta muerte segunda? Es la separación eterna, aun desde este mundo, de Aquel que ofreció gratuitamente la salvación en la cruz.
Ahora bien, muy probablemente la gente no piensa o no cae en la cuenta del hecho de que existir es ya un gran milagro de Dios. Pero hay un milagro aun más espectacular, y es que una persona es quién es y no otra, es un ser único e irrepetible. Existían millones de posibilidades de que, en tu lugar, naciera de tu madre otra persona, pero naciste tú. Dios te ha creado como un ser muy especial, y en el cielo tienes reservado un lugar que nadie ocupara por ti. Dios te quiere en casa, no frustres en tu vida el proyecto de Dios para ti.
La vida es una realidad a término fijo, se va y se va muy rápido. ¿Pero mientras tienes la posibilidad de vivir en este mundo has pensado, seriamente, en qué gastas todo el tiempo de tu vida, o cómo aprovechas el milagro de haber nacido? ¿Viniste a este mundo o existes sólo para comprar cosas, para satisfacer necesidades, o para enriquecerte materialmente o enriquecer a otros? No. La cuestión más cierta es que tú no compras las cosas de este mundo con dinero, las compras con el tiempo de tu vida, con la vida que gastaste para obtener dicho dinero. No tiene sentido gastar la vida por cosas inferiores y de menor valor que la vida, y la vida eterna. Dios te ha creado para cosas grandes, trascendentales y eternas, es decir para Él mismo.
Ten en cuenta, además, que el tiempo de tu vida ‘invertido’ en tus afanes terrenales es un tiempo perdido y no se repone, se pierde totalmente. La única manera de no perder el tiempo es trabajar por anticipar la eternidad gloriosa del cielo.
La vida es como una burbuja; ¿una vez que estalla qué queda? Nada. ¿Te vas a pasar la vida entera en función de pagar cuentas, deudas, servicios públicos y se te acabe la vida en esto? Dios no te ha creado para el mundo, te ha creado por Él y para Él (Col 1, 16), es decir, para la vida eterna. Dios no te ha creado para ser rey o reina de este mundo durante unos años.
Los objetivos de la vida para la gran mayoría son normalmente triunfar a toda costa, hacerse ricos, famosos, llenarse de materialidad o de mundanidad. Y todo eso es una gran insensatez, y peor aun si todo se logra de manera inmoral, entre otras cosas, porque la vida te pasará después una factura muy cara. Y en otros casos, yéndonos al otro extremo, hay personas que sólo se limitan a sobrevivir, a tener solo un pan y un techo asegurados. Y con esto ya se dan por satisfechos, por realizados y no piensan en nada más.
Es claro que tú tienes necesidades básicas que cubrir; pero ojo con las necesidades creadas, inventadas y accesorias que te quieres echar a la espalda. Sí. Tú tienes necesidades básicas qué atender pero si dejas que dichas necesidades se conviertan en la razón de ser de tu vida estas perdido(a).
Aquí se está haciendo apología de la sobriedad, a saber vivir, a poner un límite con lo necesario, a no perder de vista la meta eterna a la que hay que llegar. Tú no ha sido creado(a) para ir por el mundo comprando cosas, unas para acumularlas y otras para tirarlas, y entre tanto irlas cuidando o casi idolatrando. Si vas por el mundo de manera errónea la vida se te va yendo; e incluso la vida se te va también incluso mientras aprendes a vivir.
Muchas veces ha pasado que las personas adquieren cosas y más cosas y no tuvieron el tiempo de usarlas o de ‘disfrutarlas’. Una cosa aun más preocupante es que la persona totalmente distraída en la administración de las cosas y en medio del estrés que esto genera descuidan las personas, los seres queridos, entre los cuales pueden estar los amigos de verdad. No se invierte tiempo de calidad en esas personas, y es un tiempo cada vez más escaso.
El tiempo invertido en las personas, a partir de los afectos lícitos, morales y honestos, es parte fundamental de la existencia en este mundo, y ese tiempo no se pierde. Lo que se haga, ante Dios, con el tiempo en relación con los seres queridos es parte de lo que nos llevaremos al más allá.
Las relaciones humanas requieren tiempo, tiempo humano, tiempo cordial, y lo que se construye con las personas y a favor de ellas es fundamental en la vida. Como dicen los aimaras: “Pobre es el que no tiene comunidad”; pobre es el que no tiene familia y amigos con quienes compartir la vida.
Entonces respondiendo a la pregunta con la cual se le da inicio al presente artículo, uno nace a este mundo y está en él para vivir, y mientras se vive ir entrado desde nuestra temporalidad a una eternidad de gloria en la presencia de Dios. Uno nace para darle gloria a Dios mientras se vive. “Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna…” (1 Tm 6, 12).
P. Henry Vargas Holguín.