En su habitual columna XL Semanal, el escritor español Juan Manuel de Prada se queja por la forma como los gobernantes han permitido una muerte indigna a muchos enfermos de coronavirus, «sin respiración mecánica, en la más sobrecogedora soledad, sin poder sostener la mano de un familiar» y sin nadie que los conforte en su tránsito hacia la otra vida.
[L]o que aún es más aberrante, sin poder recibir sacramentos ni consuelo espiritual alguno, para después ser arrojados al horno crematorio de forma casi clandestina y entregadas sus cenizas a sus familias del modo más deshumanizado concebible.
Recordando como los filósofos rechazaron a San Pablo en el Areópago de Atenas, de Prada afirma que este es el gran escándalo de la fe cristiana: la resurrección de la carne.
A los oyentes espiritualistas, esta resurrección que predicaba San Pablo debió de parecerles demasiado material; a los oyentes materialistas, demasiado espiritual; y a unos y otros, completamente inaceptable.
Lo mismo que sucede hoy, en que sigue habiendo espiritualistas dispuestos a creer en una supervivencia exclusiva del alma más allá de la muerte; y también materialistas dispuestos a aceptar la supervivencia de nuestro cuerpo, transformado en abono que alimente las plantas, o incluso reencarnado en cualquier animal.
El novelista español recuerda la doctrina de la Iglesia en cuanto a la resurrección en un cuerpo glorioso, que es una promesa mucho más digna que la que hacen los políticos que ofrecen el paraíso terrenal.
Quienes creen sinceramente en esta transfiguración de sus cuerpos no temen a la muerte, ni se desmoronan ante la enfermedad, ni sucumben a los reclamos publicitarios que los incitan a probar tal o cual experiencia, a viajar a tal o cual lugar, a votar a tal o cual demagogo que les promete chorradas irrisorias (y, por otro lado, inalcanzables en esta vida).
Simplemente, sabe que le basta aguardar pacíficamente su muerte para probar una vida incalculablemente mejor en la que, además, seguirá siendo la misma persona; o, dicho con más exactitud, la versión mejorada de la persona que ahora es, sin necesidad de pasar por el quirófano ni por la urna, sin necesidad de pasar por el aro del consumismo ni por el trasiego extenuante por el atlas.
Esta promesa la explica citando las palabras de San Pablo a los Corintios:
Se siembra corrupción y resucita incorrupción; se siembra vileza y resucita gloria; se siembra debilidad y resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual.