El libro del Génesis nos narra que Dios creó todo cuanto existe, y lo que creó no solo era muy bueno sino que Él lo creó bien y lo creó todo en un orden especial; y finalmente, para coronar su magnífica obra, Dios creó al ser humano. La obra creadora de Dios terminó pues al séptimo día. Y esto lo profesamos en el credo cuando decimos: “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra…”.
¿Entonces qué fue lo que creó Dios? Dios, más que crear las cosas y crear la vida, creó un paraíso donde todo era armonía y entendimiento entre Dios y el ser humano, y entre el ser humano y la creación; y a la base de esa armonía había un circuito de amor emanado de Dios mismo que es amor.
¿Si dentro de lo que había creado Dios, llamado el paraíso “terrenal”, había personas buenas y cosas buenas en un lugar bueno, de dónde surgió el infierno? ¿De las manos de Dios, que es bueno y misericordioso, pudo salir algo tan lamentable como es el infierno? No. De Dios no sale nada malo.
El paraíso “terrenal” fue una realidad hasta que un ángel creado por Dios quiso destruir, y efectivamente destruyó, esa hermosa comunión entre Dios y el ser humano y entre el ser humano y la creación.
A partir de aquí, o de ese entonces, surge lo que hoy tristemente constatamos a lo largo de la historia humana hasta nuestros días: Injusticias, envidias, irresponsabilidades, disputas malsanas, afán desenfrenado e, incluso, ilícito de todo tipo de poder; convirtiendo nuestra realidad humana en un abismo de perdición, estupidez, miedo e inseguridades. Esta experiencia del mal, llamado infierno terrenal en el que vivimos, es un tenue y sutil anticipo y/o reflejo de otro infierno, y éste sí es eterno, que empezó a existir desde el surgimiento del pecado original.
Si bien es cierto que en la biblia leemos: “Id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), no por esto podemos afirmar que el infierno lo haya creado Dios.
Por tanto lo que empezó a existir después de que Dios concluyó su obra el séptimo día (el pecado, el sufrimiento, la muerte y el infierno) es obra del autor del mal, no es obra de Dios ni un castigo suyo. Dios no envía a nadie al infierno.
¿Qué entendemos por ese “lugar” real llamado infierno? ¿Cómo lo describiríamos? Es verdad que la imaginería popular no ayuda a comprender el infierno tal como es, pues nos hace pensar, por ejemplo, en un lugar feo lleno de fuego o en un lugar bien profundo bajo tierra.
Si el infierno lo entendemos así, o como una especie de campo de concentración eterno construido por Dios para vengarse de los ángeles caídos y de sus víctimas los pecadores, quienes ya han sido o serán condenados, estamos muy equivocados.
Aceptar y entender el infierno así resulta ser totalmente incompatible con lo que hemos dicho de Dios y de su creación.
Pero el infierno, como el cielo, no es un lugar geográfico o un lugar físico; el infierno es más una situación de aislamiento y lejanía de Dios, una situación donde falta el amor de Dios.
Tal vez la humanidad no ha entendido o no se imaginado lo gravoso o doloroso o triste o terrible que es no experimentar el amor de Dios por culpa de un autoaislamiento. ¿Si nadie te amara o, mejor, si actúas de tal manera que impides el amor de los demás en ti serías feliz?
En este sentido Satanás y sus demonios fueron expulsados de la presencia de Dios, fueron expulsados del amor de Dios o, mejor, ellos se autoexcluyeron; ellos mismos se buscaron esa situación, y este es el infierno. El infierno simplemente es estar fuera del cielo, del paraíso.
El cielo o el paraíso o la vida eterna es una unión perfecta, eterna y amorosa con Dios Trinidad. Por el contrario, el infierno, en su esencia, es la situación creada cuando se rechaza esa unión con Dios. Y esto fue lo que rechazó Satanás, y quiso involucrar a otros ángeles y al mismo ser humano ya condenado o que se irá a condenar.
El ser humano cuando rechaza la unión con Dios, obviamente manipulado por Satanás, está eligiendo para siempre existir lejos de Dios y es aquí cuando se entra en el infierno.
El infierno es perder la capacidad total de amar a Dios y de ser amados por Él. Viendo así el infierno, como una situación individual, se puede comprender que el infierno no ha sido creado por Dios, sino por las mismas criaturas (el diablo y sus demonios al igual que los seres humanos son creaturas).
El infierno es, pues, el distanciamiento, ya sea temporal ya sea eterno, de Dios. En este sentido el diablo, sus ángeles y las almas engañadas por él han sido víctimas de una propia iniciativa.
La triste situación del mundo a lo largo de la historia y lo que trágicamente se ve en tantas personas con nombre propio, tanto en el pasado como en el presente, nos puede facilitar el comprender que podemos sufrir mucho cuando dejamos de amar a Dios, con todo lo que esto implica, y cuando no nos dejamos amar por Él. Hay que recordar y entender que las malas acciones, los pecados, tienen sus consecuencias funestas, como efecto natural, no por castigo de Dios.
El pecado sólo genera un sufrimiento, y el infierno es ese mismo sufrimiento elevado a la máxima potencia. El infierno es un “lugar” a donde se llega esclavizados, es la última consecuencia del pecado, es la negación del paraíso.
¿Dónde radica la consecución del cielo o del infierno? Todo está en el ejercicio del libre albedrío, aquí está la clave de todo. No es casualidad que, en el relato bíblico de la creación, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal hayan sido puestos “en el medio” del Jardín del Edén (Gn 2, 9); esto para poner en evidencia la posibilidad de elegir con libertad a Dios (la vida) o, sin libertad (engañados), elegir el pecado y la muerte al estar al margen de Dios y su sabiduría.
Por eso el infierno o lugar de condenación no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que Él es solo misericordia. Él no puede querer sino la salvación del ser humano y a través de él la salvación de la creación entera: “Habrán cielos nuevos y tierra nueva” (Is 65, 17; Ap 21, 1-5).
Es la criatura la que se cierra al amor de Dios. La condenación consiste precisamente en que el hombre sufre hoy y sufrirá eternamente cuando se aleja definitivamente de Dios por decisión propia (Lc 13, 28; Mt 8, 12; Mt 13, 49-50).
Prueba de esto lo encontramos en el sufrimiento o en el infierno que, en la parábola del Padre misericordioso, el hijo menor de éste experimentó yéndose de la casa del Padre (Lc 15, 14-16); y lo vemos de manera más trágica cuando alguien es expulsado a las tinieblas donde hay llanto (Mt 22, 13).
Creemos que a Dios le importa nuestra libertad, pues “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1); Por tanto Dios ve nuestra libertad como algo muy serio, pues en ella se basa el amor: Dios nos quiere libres para amar y libres para seguir a Jesucristo. Quien ama y sigue a Jesucristo es libre y libremente se aleja radical y permanentemente del infierno.
¿Puede acaso haber un amor que no se apoye en la libertad, y la libertad en la verdad? No, no lo hay. Como Dios quiere, para nuestro bien, nuestro amor, nos quiere libres; Él está dispuesto a respetar nuestra decisión hasta el final: hasta sus últimas, y eternas, consecuencias.
Quien ama a Dios lo hace desde la libertad; sólo ama a Dios quien es libre, no quien está forzado a eso por algo. Y si es libre opta de manera consciente por cumplir los mandamientos, que es la única manera de amar, pues “quien ama cumple la ley entera” (Rm 13, 8). Véase también Ga 5, 14; Jn 14, 21. Y Dios, en virtud de justicia, salva a quien le ama y se deja amar permaneciendo en su amor.
Nadie ama a Dios por miedo; se ama a Dios porque Él es amor; Él es amor no temor. Quien teme no conoce el amor perfecto. El amor perfecto echa fuera el temor, pues hay temor donde hay castigo. Dios no quiere imponerse, no quiere imponer su amor ni nos impone que lo amemos a la fuerza; de lo contrario el amor de Dios hacia nosotros no es verdadero, como tampoco sería verdadero el amor nuestro a Dios.
El que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16). Cuando el amor a Dios alcance en nosotros su perfección miraremos con confianza el día del juicio.
P. Henry Vargas Holguín.