Por: Jorge Valenzuela Ramírez, sobrino del Padre Pedro M. Ramírez
Son bien conocidos los hechos turbulentos que estremecieron al país entero el 9 de abril de 1948. En ese torbellino de pasiones emerge la figura del Padre Pedro María Ramírez, quien fue sacrificado en forma sangrienta por odio a la fe católica. Será reconocido mártir de Cristo y declarado beato de la Iglesia Católica por el Papa Francisco este viernes 8 de septiembre de 2017.
Las siguientes líneas buscan facilitar la reflexión sobre el sentido trascendente de la actitud y la conducta ejemplar del mártir a lo largo de los sucesos violentos de su pasión y muerte.
En primer lugar, se destaca su actitud de serenidad y autocontrol permanente en medio de los atropellos furiosos de los agresores. El saqueo del templo de Armero (Tolima), donde era párroco y el tumulto entró destruyendo muebles, imágenes y demás objetos sagrados, como lo narran testigos presenciales, acompañados de insultos y amenazas, no generó ninguna reacción de impaciencia ni indignación como era de esperarse, dado su temperamento fuerte y corajudo, sin miedo a los retos y peligros para su vida. Los testigos afirman que se mantuvo siempre sereno, sin gestos ni palabras duras o de reproche.
Su actitud fue desde el comienzo amable y aun acogedora con los agresores. Como los atacantes argüían que el cura tenía armas y bombas escondidas en la iglesia y en la casa cural, el Padre les abrió tranquila y amablemente todas las dependencias, armarios y cajones. Nada encontraron. Les dijo, entonces, en forma serena y amable: “¿Ven? No encontraron ni una aguja”.
Al mismo tiempo, su actitud revela una gran fortaleza y valentía al asumir el riesgo inminente de su muerte. Podía huir, pero no huyó. Todos los que lo rodeaban le urgían a que huyera, pero él se mantuvo firme en su puesto.
Un componente de esta actitud valerosa es la solidez y firmeza en sus convicciones que lo impulsaban a hacer lo que tenía que hacer, con independencia y aun en contra de la opinión de los demás que quizá lo criticaban. Un compañero sacerdote afirma: “murió como víctima de sus convicciones sacerdotales y de su empeño por la salvación de las almas”. La serenidad y la fortaleza de ánimo le propiciaron una actitud de protección y responsabilidad hacia las personas que dependían de él. Con diligencia buscó asegurar un refugio seguro para la empleada y las religiosas que trabajaban en el colegio adjunto y que, con él, también se hallaban en serio peligro de muerte.
La raíz y la fuente de su gran energía humana y sobrenatural se hallaba en su intensa vida interior, de permanente comunicación con el Señor. Era un hombre que se nutría y se fortalecía de una oración constante.
Finalmente, su actitud heroica se ve coronada con un gesto sublime de perdón por sus enemigos, cuando amacheteado cae al piso y agonizante rubrica con su propia sangre su última y única plegaria: “Padre, perdónalos. Todo por Cristo”.