Fe

¿Qué nos jugamos hoy?

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Escrito por Padre Henry Vargas

Muchos dirán que hoy nos jugamos el trabajo, el bienestar personal o familiar, la salud, el estatus o nivel de vida, una carrera profesional, etc.. Alguien más inteligente dirá que hoy nos jugamos el futuro.

Y es cierto, con nuestros actos, en el hoy de nuestra historia personal, nos jugamos el futuro. ¿Cómo quieres que sea tu futuro? Se supone que se quiere un futuro de felicidad.

Pero esto exige sacrificios, disciplina, un orden de cosas y, sobre todo, tener las cosas claras de lo que se quiere o de lo que realmente conviene. De manera, pues, que el futuro no admite ninguna improvisación, como tampoco el presente.

Pero nosotros los cristianos no creemos meramente en un futuro terrenal sino también, y sobre todo, en un futuro eterno. Es pertinente, pues, mirar más allá de la nariz y hacer muy bien las cosas; pero antes de hacerlas es necesario pensarlas, y pensarlas bien a la luz de la voluntad de Dios. Para quienes creemos en la eternidad, el tiempo presente es un tesoro, una verdadera riqueza porque en él está en juego nuestra situación en el más allá del tiempo.

Hay una parábola de Jesús que nos da luz a cerca de lo que hay más allá de la cronología en la tierra: la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). Esta parábola, como es obvio, no busca  poner en evidencia las injusticias sociales o la diferencia entre ricos y pobres; la parábola acentúa el juicio de Dios, en la eternidad, sobre la actitud ante las cosas.

El rico, indiferentemente de que su riqueza sea lícita o ilícita, que se dedica en este mundo a pasarlo bien, incluso de manera inmoral y despreocupándose de los pobres, verá tristemente cambiada su situación en la realidad eterna, su suerte en el más allá. El pobre, que en esta vida acepta serenamente su condición, sin quejas o resentimientos y sin odios ni hacia Dios ni hacia nadie, será recompensado en la eternidad con la gran riqueza que es Dios mismo.

El rico, para su desgracia, vive como si la eternidad no existiera; vive considerando la realidad terrenal como lo único que cuenta, lo único que vale. El pobre, para su bien, vive consciente de que el sufrimiento por falta de lo material es temporal, y aprovecha ese sufrimiento para relacionarse de la mejor manera con Dios; relación que no debe ser temporal. El pobre tiene puesta su confianza en la recompensa que Dios le dará en la vida venidera.

Al rico no se le recrimina el hecho de ser rico, suponiendo que su riqueza sea lícita, legal y honesta, sino el hecho de no ser misericordioso, ser egoísta e indolente, el no tener corazón para aquel que yace llagado a su puerta; se le reprocha que por la riqueza se crea mejor, y prescinda de los demás.

Jesús no viene a empobrecer al hombre, pero sí a que tome conciencia de que hay una riqueza verdadera y eterna, que es Dios mismo. Todos los bienes materiales son regalos de Dios; bienes que debemos usar en tanto cuanto nos llevan a Dios; y nos llevarán a Él si dichos bienes los usamos con rectitud, moderación, desprendimiento y en función de la caridad.

Al mismo tiempo, los bienes son medios para llevar una vida digna y para ayudar de diferentes maneras a los demás. Lo que Jesús recrimina es el apego a las riquezas, y el convertirlas en un fin y no como lo que son: un medio. Dios no quiere que a las cosas (dinero, comodidades, lujos, etc.) se les ponga el corazón, que no sustituyan a Dios ni a las personas ni a los bienes sobrenaturales.

Jesús nos invita a renunciar a los bienes, aunque se tengan. ¿Pero Jesús, al hacernos esta invitación, apunta hacia la carencia, la indigencia o está incitando a ingresar en el vacío y la nada? No, de ninguna manera. Jesús apunta más bien a conseguir una riqueza infinitamente mayor (Mt 6, 19-20).

Al igual que se entra desnudos a la vida, sólo se entrará “desnudos” en el Reino de los cielos; desnudos nacemos, “desnudos” renacemos. Sólo quien se ha despojado de la idolatría del cuerpo, de las riquezas, de las ambiciones, de los poderes, de las falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá entender mejor y disfrutar desde hoy de las riquezas del cielo.

Por otra parte, Jesús nos quiere libres para seguirlo y libres para actuar, no dependientes ni pendientes de las cosas del mundo; Dios no nos quiere nunca al servicio de la materialidad. Jesús no quiere que las posesiones posean el alma del ser humano.

La crítica de Jesús al abuso o mal uso de la riqueza se basa, efectivamente, en el poder absorbente que esa tiene. La riqueza quiere ser dueña y señora absoluta de aquél a quien posee. Por eso, Jesús pone en guardia sobre la condenación de quien pone su corazón en las cosas, pocas o muchas.

Al decir que Jesús consideraba las riquezas como relativas, no está diciendo que Él sea un defensor a ultranza de la pobreza o, menos aún, de la miseria en sentido material. A Lázaro no se le retribuye dándole el consuelo eterno por su condición de miseria o de abandono sino por su santa resignación, por su paciencia al estilo de Job.

Será muy difícil la salvación de aquel que haya vivido sólo para la riqueza, en función sólo de la riqueza, en contacto exclusivo con la riqueza, despreocupado del amor a Dios y al prójimo. Haría falta un verdadero milagro de Dios para que consiga la salvación (Mt 19, 23; Mc 10, 25; Lc 18, 25).

El rico Epulón pone su riqueza al servicio de su sensualidad e intemperancia; Lázaro pone su pobreza al servicio de su esperanza. Jesucristo, con esta parábola, nos enseña que en la eternidad –si no ya en el mismo tiempo presente- Dios hará justicia y retribuirá a cada uno según sus obras (Rm 2, 6; 1 Co 3, 8; Col 3, 24; Ap 22, 12).

Jesús llama bienaventurados a los pobres (Mt 5, 3), y al decirlo Él está llamando felices a quienes son desprendidos interiormente, aquellos que ponen toda su confianza sólo en Dios, porque todo lo esperan de Él. Un pobre para Jesús es el que tiene el corazón vacío de mundanidad, ambiciones y afanes por tener lo que le sobra al ser humano.

El reino de los cielos es de quienes no esperan la solución de sus problemas sino solo en Dios. La pobreza evangélica es expresión de que se quiere el alma vacía para llenarla de Dios, como también de que no se busca apoyo humano para prescindir de Dios.

Pero la bienaventuranza de la pobreza evangélica no excluye a los ricos. Cuando se dice que Jesús alaba la pobreza – el mismo fue pobre- o que prefiere como amigos a los pobres no se está diciendo que Jesús discrimine o excluya a los ricos o que ellos tengan una condenación garantizada por el hecho de ser ricos.

Jesús, enemigo de toda discriminación, no iba Él a crear una discriminación más. En realidad, Jesucristo no mide a los hombres por lo económico sino por su condición de personas. ¿Cómo no lo iba a hacer así si es Dios mismo? Eso sí, Jesús les pide a los ricos hacer ajustes en la vida personal si lo quieren seguir y si se quieren salvar. El evangelio nos presenta varios casos en que Jesús acepta a los ricos; es el caso de Zaqueo.

Zaqueo prácticamente nace de nuevo (Lc 19, 1-10), cambia de vida y se salva; cosa que no hizo el rico Epulón. El rico Epulón tenía que aceptar la invitación de Dios al convite de la fraternidad y no hacer oídos sordos, como sí lo hicieron los egoístas y descorteses que estaban invitados al banquete del reino y prefirieron sus asuntos y cosas para no ir a dicho banquete (Lc 14, 15-24).

Es un error pensar que la vida terrenal tiene que ser un ascenso hacia la fortuna material pensando que se gozará de ella en el más allá.

Jesús se hizo pobre para enriquecernos (2 Co 8, 9), ésta sí es la riqueza que debemos tener y mantener. ¡Qué diversos son los bienes que Él nos alcanzó! Él nos consigue la verdad, la libertad, la tranquilidad de no tener ansiedades, la paz del corazón, el perdón y, sobre todo, nos da un gran tesoro: el Cielo. Y por ese Cielo es necesario vender lo que se tenga y así comprarlo (Mt 13, 44-46). ¡Es la mejor inversión en vida!

¿Se condenarán sólo los ricos y se salvarán sólo los pobres? Se salvará -rico o pobre- el que haya dado de comer, de beber, el que haya consolado al enfermo, el que haya tenido piedad con sus hermanos; en definitiva, se salvará quien ha amado a Dios en el prójimo. Y se condenará -rico o pobre- el que haya negado lo que se es o lo que se tiene, mucho o poco, a los demás (Mt 25, 31-46).

La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro ha de iluminar nuestra vida terrenal para que aceptemos y entendamos que hoy nos jugamos la eternidad; que nuestros actos de hoy tienen sus repercuciones eternas.

Es decir, el pensamiento del mundo futuro nos conducirá a ser justos y solidarios en el mundo presente, a vivir con sinceridad el mandamiento de la caridad. Es importante no desaprovechar cualquier circunstancia, por más simple que sea, para realizarla a favor de la caridad, caridad que debe ser cada vez más perfecta.

Nuestra condición de cristianos no nos debe alejar del mundo sino que nos pone en medio del mundo y de sus reglas para hacer lo que Jesús hizo. Trabajar y hacer el bien, desde la fe, es también nuestra tarea. La fe, y en consecuencia el seguimiento de Jesús, es un compromiso espiritual y concreto. Jesucristo nos enseña cómo vivir mejor la fe en lo concreto para ganar la vida eterna.

Vivimos y nos jugamos desde ahora nuestra eternidad. Todo lo que hacemos, todo lo que decidimos aquí y ahora tiene valor para la vida eterna. El tiempo terrenal, nuestro aquí y ahora, es el gran regalo de Dios para encontrarnos con Él cara a cara en la eternidad; es nuestra oportunidad para quitarnos lo que nos sobra. Dios nos encomienda a personas, nos confía bienes y trabajos; su providencia nos pone ocasiones para transformar la vida ajena y así la nuestra en un maravilloso peregrinar hacia Él.

Las cosas de este mundo son medios para hacer el bien, para seguir las inspiraciones del alma hacia la Verdad, para hacer bello el mundo y nuestro entorno, es oportunidad para nosotros darnos y transformar el mundo, con nuestras manos, palabras y vida entera.

Tenemos una vocación y en consecuencia una misión formada de muchas y pequeñas misiones. Dios nos entrega su obra y nos ofrece ser partícipes de la historia de salvación. Podemos acoger y poner nuestro granito de arena para la edificación hoy de la felicidad eterna tanto nuestra como ajena.

P. Henry Vargas Holguín.

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