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¿Qué más implica el perdón cristiano?

Cada cristiano, en virtud de la ley de la caridad y/o del amor que Jesús ha promulgado y nos ha dejado en herencia, está más que invitado a perdonar siempre (Mt 18, 21-22) y sin condiciones las ofensas. Y no solo eso sino también a no alimentar odio hacia quien nos ha hecho mal y a orar por esa persona para que se convierta. Esto hace parte de la condición que Jesucristo pide para seguirlo: el negar el propio punto de vista humano (Mt 16, 24).

Todo esto, evidentemente, no es fácil; como tampoco viable, según la lógica humana. Pero es posible porque el Evangelio no está sustentado sobre una lógica y una justicia conmutativa humanas sino que las supera  ya que su base es la misericordia.

Puede suceder, y los casos no son hipotéticos, que para perdonar de todo corazón, como el evangelio nos manda (Mt 18, 35), sea necesario que pasen meses e incluso años.

Y no solo eso, es posible que quien haya recibido una ofensa muy grave no logre nunca ni olvidar ni conceder el perdón, por más que se esfuerce a librarse del resentimiento que el daño sufrido haya causado en dicha persona. Si pasa esto es porque se excluye la ayuda de Dios, no se le permite actuar. Es que con los solos esfuerzos humanos no logramos hacer la voluntad de Dios, no logramos perdonar, no logramos ser felices. Perdonando, además, el cristiano está llamado a ser libre.

Jesús no exige que olvidemos (que suframos de amnesia), no pide que las injusticias queden sin castigo humano, ni que erradiquemos totalmente el dolor. Simplemente Él pide que perdonemos por más difícil que sea. El cristiano deberá estar lleno o pleno del espíritu de caridad, que no deberá regatear nada a favor del prójimo así como se busca el propio bien.

Incluso el perdonar es requisito o condición tanto para rezar con propiedad el Padrenuestro, como también para acercarnos dignamente a recibir el perdón de Dios en el sacramento de la confesión.

El Señor nos manda no solo a perdonar sino también a ir más allá: amar a los enemigos, sin dejarnos engañar por ellos. ¿Cuál ha de ser, pues, la actitud del cristiano ante el enemigo o ante la persona antagónica? No resistirle, no atacarlo; no por cobardía, debilidad o complicidad con el mal, sino para “vencer el mal con el bien” (Rm 12, 21).

Jesucristo nos exhortó además a estar en guardia ante los hipócritas, como los fariseos, que desde fuera son todo gentileza y cortesía, pero por dentro son lobos rapaces que pretenden devorarnos (Mt 7, 15).

Como norma de nuestro comportamiento Él no nos indicó solamente la ley de la caridad y/o del amor, sino también la norma de la prudencia, la sensatez que no son actitudes contrarias a la caridad. Bien lo dice Jesús: “Seáis prudentes  como las serpientes y sencillos como las palomas” (Mt 10, 16).

Sencillos sí, tanto como para estar cercanos a los demás, ser dignos de confianza, evitar los conflictos y a ser comprensivos y tolerantes; pero también prudentes sin caer en el error  de convertirnos en el hazmerreír de la gente.

Por otra parte, Jesús decía: “Al que te golpea en una mejilla, preséntale la otra…” (Lc 6, 29).

Con esta actitud Jesucristo quiere que seamos capaces de desarmar al agresor, que no nos vayamos contra él, pero sí contra la agresión. Y una cosa es perdonar y esforzarse a no guardar rencor, y otra cosa es el dejar de tomar las debidas medidas para que la ofensa se repita y nos sigan dañando injustamente.

Por instinto no se ama a quien nos ha hecho algún mal; es contra esta manera de actuar que arremete Jesús y nos lleva a anteponer su voluntad a través de la nuestra para concretar nuestras decisiones.

Si el mundo nos enseña que la lógica es querer sólo a los buenos o a los que nos caen bien, Jesús nos enseña que esa lógica queda, con su enseñanza de palabra y obra, sin vigencia y desactualizada; es por esto que un discípulo suyo debe caracterizarse por superar su propio instinto para decidirse a amar.

Hay otra cosa a tener en cuenta en el actuar del cristiano. El evangelio nos dice que Jesús no se fiaba fácilmente de la gente y de sus impulsos o euforias. “Jesús no se fiaba de ellos, pues los conocía a todos y no necesitaba pruebas sobre nadie, porque él conocía lo que había en la persona» (Jn 2, 24b-25).

El no fiarse de los demás no es un juicio condenatorio, sino que es una actitud de prudencia al tener una visión objetiva, correcta y completa de lo que son los demás; se trata en definitiva de saber relacionarnos con los demás por aquello que son.

Tener presente objetivamente sus defectos y no solamente sus virtudes, se les hace un bien, porque al ver ellos que no se les pedirá nunca aquello que no puede dar se verán obligados a hacer un examen de conciencia sobre su propia existencia para que cambien; y nosotros además guardaremos la debida distancia para evitar que nos hagan un posible daño.

Como ya hemos visto y sabemos, el evangelio, que nos ordena de manera contundente a perdonar las ofensas, nos dice también que podemos y debemos solicitar la reparación por las ofensas y daños recibidos.

Jesús habla de esto concretamente cuando dice: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos» (Mt 18, 15-16).

Jesús por tanto nos autoriza a pedir la debida reparación por las ofensas recibidas, interponiendo, si es necesario, la presencia de unos testigos.

Previendo la resistencia de la persona ofensora, Jesús agrega que «Si les desoye a ellos, hay que decirlo a la comunidad» (Mt 18, 17a). Que si luego esa persona tampoco reacciona de la manera correcta o no actúa sea considerada una persona pagana (Mt 18, 17b). 

Es ésta la praxis que Jesús nos aconseja. Respetarla y obedecerla es de buenos cristianos.

Y aunque toque guardar distancia del  hermano o hermana que nos ha ofendido, incluso para evitar más ofensas o sufrir malos momentos, es necesario no sólo no odiar a esa persona sino también, y sobre todo, buscar la manera de llevarla por el camino correcto.

Si estamos obligados a amar a los enemigos (Lc 6, 27) con mayor razón debemos amar a aquellos hermanos en la fe que se han aprovechado de nuestra sencillez, paciencia y caridad, porque son nuestros hermanos, hijos del mismo Padre que está en los cielos (Mt 5, 45).

El mundo no cambia para bien con cobardías, apariencias ni superficialidades. Y como Jesucristo quiere que el mundo cambie por esto Él quiere, a su imagen y semejanza, que sus discípulos sean también radicales; pero que sea una radicalidad sana, equilibrada, permanente, prudente, con caridad y bien fundamentada; es la radicalidad de los santos.

Parte de esa radicalidad del cristiano está en no desplazar el mensaje de Cristo para actuar según la lógica humana, y así complacer al mundo.

Jesús quiere  que desactivemos esos impulsos permanentes de venganza, esas ganas de desquitarnos contra quien nos ha hecho daño; Jesucristo quiere que devolvamos bien por mal, a no permitir que este mundo siga convirtiéndose en un campo de batalla. Es que el ser humano  busca por su instinto, la venganza y el desquite; y si no ayudamos, aprendiendo de Jesucristo, a eliminar esto favorecemos la destrucción.

La venganza no restaura el bien, ni el orden ni favorece la justicia; como tampoco garantiza la reparación que debe venir de la parte que ha causado el dolor y la ofensa, etc.; la venganza sólo ahonda en las heridas propias y ajenas y deja una sensación tremenda de insatisfacción. Lo único capaz de sanar una herida es el perdón y el amor y a eso es a lo que nos llama Jesús.

El buen cristiano tiene que acabar con la espiral de violencia; no permitir que él sea continuador de sufrimiento, dolor, caos y muerte.

Dios no pide nada imposible pues no impone sobre nuestros hombros cargas insoportables. Pero todo es posible sólo con su gracia si nos mantenemos fieles a Él.

P. Henry Vargas Holguín. ���0-�W

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