En declaraciones dadas a El Tiempo este sábado 25 de noviembre, el presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana, Mons. Óscar Urbina Ortega, se refirió a los retos para la Iglesia colombiana luego de la visita del Papa Francisco, y comentó el pronunciamiento de la 104 Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal «No nos podemos quedar parados«, en el cual se presenta una hoja de ruta para los católicos de nuestro país, en especial, frente a la implementación del Acuerdo con las Farc y las próximas elecciones de Congreso y Presidencia que se avecinan en 2018.
Mons. Urbina recordó las palabras del Papa Francisco al final de su visita a Colombia, para reclamar la «verdad» como eje de la reconciliación y la paz en Colombia. La reconciliación es el principal reto tras la visita del Papa, y se lograría a través de «la ‘cultura del encuentro’: tender puentes, superar los odios y fundamentalmente generar diálogo».
Frente a la polarización del país el presidente de la Conferencia Episcopal invitó a superar los resentimientos, recordando que el corazón de la política es el bien común, cuya raíz más profunda es la Caridad y apuntando la frase del Papa de que «no participar es lo mismo que lavarnos las manos».
Apuntó que la democracia era un «valor universal», al igual que la vida, la libertad y el bien común, que van más allá de los partidos políticos, que hoy nos atomizan, concluyendo que «con la corrupción todo es permitido, excepto esos valores».
Frente a iniciativas jurídicas que desfiguran la familia, atacando el matrimonio, núcleo que le concede estabilidad y solidez a la familia, ya que desde mediados de los años setenta han venido eliminando sus elementos esenciales: indisolubilidad, heterosexualidad y monogamia, Mons. Urbina hizo unos comentarios que no se pueden interpretar por fuera de la Enseñanza Tradicional de la Iglesia y que hacen eco a las palabras del Papa Francisco: «quien soy yo para juzgar«.
Frente a la pregunta de El Tiempo sobre lo que denomina «familias no normativas» (ideología de género), como las que se fundan sobre la homosexualidad y alteración de la identidad sexual (LGTBI), así como las que aceptan la poligamia bisexual (poliamor), Mons. Urbina respondió:
«Nuestra reacción frente a ese fenómeno es de respeto. Para la Iglesia la familia tradicional (papá, mamá e hijos) es la que Dios nos puso como espejo en su propia vivencia cuando vino a salvarnos a la Tierra, pero en ningún momento nosotros podemos aprobar o reprobar los fenómenos de nuestros tiempos. Por medio del diálogo y el encuentro se puede descubrir qué pasa en las personas, ayudarles a discernir sobre su vida y sus decisiones y uno llega hasta la libertad, por la que Dios y la Iglesia tenemos un profundo respeto».
La Iglesia católica ha enseñado de forma consistente que las conductas homosexuales son «intrínsecamente» malas, es decir, que en sí mismas son contrarias al orden natural y a la voluntad de Dios, así como que la familia tiene un «orden natural» que es posible conocer racionalmente y cuya negación o desconocimiento hace un grave daño al bien común.
En materia de homosexualidad siempre debe procurar distinguirse entre las identidades, las inclinaciones y las conductas. Las personas en sí mismas siempre son buenas por ser hijos de Dios. Por otro lado, las inclinaciones hacia el mismo sexo no son pecado si no son consentidas ni ejecutadas, a pesar de que sean contrarias a la naturaleza humana. Finalmente están las relaciones homosexuales, que son gravemente pecaminosas y dañinas para el bienestar de las personas que se involucran en ellas, porque no corresponden a la natural complementariedad que requiere un hombre de una mujer y viceversa, así como tampoco es posible que sean un acto abierto a una nueva vida.
Como recordaba recientemente el Card. Sarah en un artículo del Wall Street Journal, vivir la virtud de la castidad puede parecer imposible para la mentalidad del mundo contemporáneo, pero esa exigencia -y a la vez oportunidad de amar plenamente- es una parte integral del mensaje cristiano, y para todos los solteros, independientemente de sus inclinaciones sexuales, dicha virtud implica abstenerse de relaciones sexuales.
Imagen: Claudia Rubio / EL TIEMPO