A lo largo y ancho de la historia de la humanidad se han verificado verdaderos milagros, acciones extraordinarias de Dios, obviamente dentro de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo (Ef 1, 22-23; Ef 4, 12; catecismo 669).
Pero también hay falsos milagros y hechos o fenómenos extraordinarios engañosos que se pueden verificar tanto dentro de la Iglesia como al margen de la misma. Eso sí, los pseudo milagros o hechos prodigiosos que se verifican siempre fuera de la Iglesia nunca son de fiar; por tanto nos alejan de Dios, y nunca deben atraer nuestra atención ni merecen nuestra consideración.
Los falsos milagros o los engañosos fenómenos extraordinarios o paranormales, tanto al interior de la Iglesia como los que se dan siempre fuera de la Iglesia, están relacionados, directa o indirectamente, con Satanás y/o los demonios. Estos ‘milagros’ buscan confundir a los fieles, deslegitimar verdades, alejar las almas de Dios.
Satanás siempre ha estado engañando al mundo con ‘milagros’ y señales portentosas; y a medida que más nos vamos acercando al final de los tiempos dichos engaños se van incrementando en número y en espectacularidad. A los ojos del ser humano esos portentos son verdaderos, pero la palabra de Dios nos dice que son mentirosos y/o falsos.
El ser humano, aun con la ciencia de hoy, no logra descubrir dónde radica el engaño de Satanás al realizar esas señales portentosas o cómo él las realiza para que el ser humano crea en lo que no debe o vea y experimente emociones que en realidad son mentira.
La Sagrada Escritura nos advierte que efectivamente habrá prodigios capaces de engañar y de hacer caer en el error (Dt 13, 1-2; Mt 24, 24; 2 Ts 2, 9; Ap 16, 14, etc.). Y si Dios afirma que esos prodigios son falsos es que es verdad, y por fe en su Palabra así lo debemos aceptar.
¿En qué error se incurre al creer en los falsos y engañosos prodigios? En el error de negar a Dios, o de que se crea que se está mejor lejos de Él; en el error de que toda concepción religiosa da igual o de creer que el único Dios vivo y verdadero se encuentra en cualquier pseudo religión; en el error de centrarnos sólo en las inquietudes terrenales o de darle primacía al cuerpo; en el error de creer que lo que propone, ofrece y concede el diablo terrenalmente es lo único que cuenta, lo mejor y lo que más conviene; en el error de prescindir de los sacramentos y de la mediación de la Iglesia para la salvación.
Y quienes se dejan seducir por el error, y en consecuencia se dejan engañar por el diablo, son personas cegadas por sus pasiones y criterios, que no buscan más que convencerse de que van por buen camino, aunque en realidad ese es el camino de la perdición.
Se les pide a los fieles sensatez para no caer en la trampa, pues la lucha es contra entes espirituales del mal (Ef 6, 12) que buscan la condenación de las almas a través de la concesión de ‘milagros’ para solucionar problemas terrenales o para conquistar fácilmente el mundo entero. “¿Pero de qué sirve ganar el mundo entero si se pierde el alma?” (Mt 16, 26).
Los fieles no deben, pues, ir, y menos fuera de la Iglesia, a la cacería de ‘milagros’ por curiosidad, o para utilizar a Dios con algún fin, o para tentarlo, o con la supuesta intención de creer más y mejor en Él o ‘sustentar’ la fe en Él. Quien así actúa, aunque la persona no sea muy consciente, corre el riesgo de sustituir a Dios, o de instrumentalizarlo, o de alejarse de Dios y, en consecuencia, de la salvación.
No hay que buscar los milagros del Señor, sino más bien buscar al Señor de los milagros. A Él se le busca no por un interés material (por lo que nos pueda dar terrenalmente) sino por lo que es Él en esencia y por lo que somos en Él y con Él. Debemos buscar a Dios para dejarnos llevar por Él a la salvación y para amarlo, hoy y siempre, pues Él nos ha amado primero.
Entonces hay que ser extremadamente prudentes y saber discernir lo que no es de Dios para evitar el engaño y no alejarnos de Él.
Hay que verificar qué prodigios o milagros sí son de Dios, y cuáles no; y para esto está la autoridad legítima de la Iglesia. Los únicos pastores que Jesús, el buen pastor, puso al frente de su Iglesia son los apóstoles y sus sucesores, los obispos.
Recordemos que hay gente que se hace pasar por ‘pastores’, gente que se autodefine como ‘pastores’, obviamente sin serlo, gente de la que hay que desconfiar “Porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo. Y no es maravilla porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11, 13-14).
Los charlatanes y mercaderes de la fe siempre manipularán las escrituras, especialmente el evangelio, adaptándolas a sus propios intereses.
Y esos falsos siervos continuamente recurren a lo espectacular para que la gente no dude de ellos ni los investigue ni rechace sus mensajes; pero el árbol malo siempre dará malos frutos por más que quiera hacerlos pasar por frutos buenos.
Estos falsos siervos de Dios siempre estarán irrespetando la voluntad de Jesucristo con sus doctrinas e interpretaciones erróneas, pero los fieles “no deben ser niños a los que mueve cualquier oleaje o cualquier viento de doctrina y a quienes los hombres astutos pueden engañar para arrastrarlos al error” (Ef 4, 14).
Y ahora respondamos la pregunta que encabeza el presente artículo. ¿Para qué sirve un milagro? En el caso que la Iglesia conste la legitimidad de un milagro, haya sido pedido a Dios o concedido por Él de manera autónoma, hay que saber qué mensaje nos quiere dar Él.
Un milagro verdadero sirve para dar a conocer o confirmar dogmas que la simple razón no podría entender o aceptar. En este sentido están los milagros de Jesús; estos milagros fueron realizados para aceptar su divinidad y, como tal, aceptar su misión a favor del género humano.
Jesús les dice a los judíos, que si no quieren creer en sus palabras, deben creer en sus obras (Jn 14, 11). Es el caso del milagro de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 42); Jesús declara que este milagro servirá para dar a conocer a Jesús como el ÚNICO enviado de Dios.
Un milagro, que de ser confirmado por la Iglesia como obra de Dios, puede reforzar la fe o aumentarla pero no es para fundamentarla; el fundamento de la fe no está en los milagros. La fe está basada en Jesús; está basada, pues, en la verdad. Jesús dijo: “Quien es de la verdad viene a mí” (Jn 18, 37); y el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad (Jn 16, 13-15), se posó el día de Pentecostés, en la Iglesia naciente. Es la fe lo que importa ante los ojos de Dios: “Dichosos los creen sin haber visto” (Jn 20, 39).
La fe cristiana consiste en creer en Dios Trinidad y punto; y creer en Dios es aceptarlo, aceptando a su hijo muy amado Jesús, el Señor, quien es la palabra divina hecha persona, y como tal Él es “el camino, LA VERDAD, y la vida” (Jn 14, 5-6). Hay que creer en Dios para salvarnos, y para salvarnos es imprescindible hacer la voluntad de Dios. ¿Y cuál es esta voluntad? La salvación está en la total y perfecta fidelidad a Dios en Jesucristo por la acción del Espíritu Santo, no en los milagros, aunque sean realmente legítimos. Un buen cristiano está obligado a creer en los dogmas de fe, no en milagros.
De manera pues que para creer no hay que ir tras milagros. Y aquí recordemos el reproche que hace Jesús: “Si no veis señales y prodigios no creéis” (Jn 4, 48); es que nosotros los cristianos no creemos por lo que vean nuestros ojos sino por la fe, “pues caminamos por fe, sin ver todavía” (2 Co 5, 7).
Quien cree en Dios en verdad no pide ni necesita milagros, y quien no quiere creer no hay milagro que valga. Para quien ama a Dios de verdad no le es necesario confirmar su fe con milagros, pues Dios, en Jesús, es digno de credibilidad.
P. Henry Vargas Holguín.