Espiritual Fe Razón

El falso dilema de la presunta oposición entre Misericordia y Magisterio

«La justa relación entre Misericordia y Magisterio implica reconocer y promulgar la Verdad sin desvirtuarla. Buscar la reconciliación, en las condiciones adecuadas, es requisito indispensable para alcanzar la plenitud de la Misericordia. No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas».

Presentación

Este artículo fue publicado con antelación bajo el título “Misericordia y Magisterio: sí hay caminos, ¡y muy bien definidos!”. Fue en el 2014, cuando comenzaban a sucederse y a hacerse notorias, desde el Solio Pontificio, las heterodoxas declaraciones de “Francisco” en materia doctrinal.

Lo ofrecemos hoy para su lectura y consideración, pues no sólo ha servido como punto y marco de referencia de otras publicaciones, sino como material de estudio y –estamos seguros– en el proceso de aprendizaje y de madurez de la persona que decida asumir con seriedad los contenidos de la Fe.

Citamos aquí –como referencia indispensable– un documento clave del Magisterio Pontificio y de la Iglesia, promulgado por el Papa Juan Pablo II: el “Vademécum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal”. En este apoyamos el sucinto análisis que ofrecemos, y sirve además para mostrar el contraste entre el Magisterio precedente y las enseñanzas actuales como ocurre, por ejemplo, entre “Veritatis Splendor” –y sólo por citar un ‘documento’– “Amoris Laetitia”; pero, más allá de la evidente contradicción que hay entre uno y otro textos, el abismo que separa al pensamiento y a la doctrina que los inspira, respectivamente.

Un breve extracto

«La justa relación entre Misericordia y Magisterio implica reconocer y promulgar la Verdad sin desvirtuarla. Buscar la reconciliación, en las condiciones adecuadas, es requisito indispensable para alcanzar la plenitud de la Misericordia. No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas».

Y una referencia

«La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible.
Esta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia».


Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, n. 102. SOBRE ALGUNAS CUESTIONES FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA.

* * *

Los hechos: ¿Se plantea un dilema real?

En enero del 2014, Francisco, refiriendo el ejemplo de una mujer que ha fracasado en su matrimonio, en el que también hubo un aborto, después de lo cual se ha vuelto a casar y “ahora vive en paz”, pese a que “el aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida”, termina diciendo: “Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?”, pregunta.

La Justa dimensión de una aparente “preocupación”

A Francisco le preocupa la ‘calidad’ de la interacción entre el confesor y el pecador, no tanto como una cuestión de temperamento, sino porque presume la existencia de un conflicto ético y moral que la atraviesa: la correlación entre el magisterio eclesial y la paz interior de los cristianos, el equilibrio entre la norma y la conciencia, la mediación que obra el magisterio de la Iglesia entre la Misericordia Divina y el Sacramento de la Reconciliación con Dios. ¿Ve una posible tensión entre una presunta rigurosidad de “la ley” y la debilidad o “imposibilidad” del pecador para sobreponerse a su situación particular? En el caso que cita, deja ver su preocupación por lo que diga o cómo proceda el confesor ante una persona en situación de unión irregular.

Acaso le inquieta que la Iglesia se haya comportado más como maestra que como madre, y el hecho de expresarlo ha puesto de manifiesto lo fina que podría ser –o parecer– la línea que separa lo justo de los extremos. Veámoslo.

Un falso dilema

Aunque esta solicitud pastoral es en principio natural y legítima, sorprende que haya dejado la pregunta abierta. En primer lugar, porque él mismo, ante cuestiones similares, suele responder que “sobre eso ya la Iglesia se ha pronunciado; y en esta materia, sí que ha sido Madre y Maestra, y lo ha hecho con bastante profusión. Y en segundo lugar, porque dicha solicitud no tiene por qué reñir con el acervo doctrinal.

Lo que inquieta y preocupa es el hecho de que, al dejar la pregunta abierta, se anteponga y prevalezca un falso dilema por encima del magisterio. Un supuesto dilema que, por lo demás, ha sido resuelto de manera coherente y superado magisterialmente por parte de la Iglesia: pues, tanto como una madre acoge y protege con ternura, también enseña y corrige con autoridad, y aún con severidad si se requiere, porque priman la custodia y la necesidad de salvaguardar el bien de los hijos: en este caso, su perfeccionamiento, su santificación y su salvación.

Sí hay caminos, y muy bien definidos

Está muy claro que no se puede ser madre sin ser maestra, y ser maestra es tal vez la función más claramente definitoria de la maternidad porque, así como se acoge y se engendra la vida en sí misma, también se hace para la Vida. Y esto mismo es lo que ocurre en el Sacramento de la Reconciliación, cuyos fundamentos son el arrepentimiento, la confesión y la penitencia; y sus frutos, la transformación personal y el cambio de vida. Sin propósito de enmienda, y sin la aceptación de que en mi vida haya algo qué enmendar, no puede haber reconciliación: ¿con quién y a raíz de qué si yo antepongo y erijo mi situación como criterio de Verdad?

De modo, pues, que entre la Misericordia de Dios y el Magisterio de la Iglesia, no sólo no hay sino que no puede haber discrepancia. Sugerirlo siquiera no sólo es audaz, sino que trae gravísimas consecuencias, pues induce al error, pone en entredicho el Magisterio Perenne e induce escrúpulos que vician –y por lo tanto constriñen– la conciencia de los fieles, que es el santuario en el que tienen lugar y se desenvuelven los entresijos de la relación entre lo más íntimo de la Persona y Dios, Su Creador.

A esto hay que prestarle pronta y adecuada atención, pues afecta directamente a la Virtud de la Religión, que es un deber de Justicia –dar a Dios lo que le corresponde–, y en términos muy sencillos se refiere a la forma de relacionarse el hombre con Dios, pero a la manera de Dios, que es Juez Supremo, y obviamente es más sabio, nos conoce y sabe lo que nos conviene, porque nos ha creado, y sabe de qué barro estamos hechos. Pero, sobre todo, porque es Él quien ha tomado la iniciativa para redimirnos. ¿De qué? De la esclavitud del pecado.

Por ello, ante tal presunción, es indispensable afirmar que, al contrario: hay caminos, ¡y muy bien definidos! Todos ellos han sido claramente expresados y explicados a través de un abundante y prolijo magisterio, en y desde Encíclicas como EL ESPLENDOR DE LA VERDAD”, “FAMILIARIS CONSORTIO”, “DIVES IN MISERICORDIA, hasta documentos como SEXUALIDAD HUMANA: VERDAD Y SIGNIFICADO o la Exhortación Apostólica “RECONCILIATIO ET PAENITENTIA”, entre muchos otros no menos importantes.

Pero hay uno en particular que, habiendo sido específicamente elaborado para responder a esta inquietud pastoral, resulta no sólo esclarecedor, esperanzador y fundamental, sino un camino seguro, que es el que invitamos a tomar: el Vademécum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal. Promulgado en 1997 por el Pontificio Consejo para la Familia, este documento ilumina los criterios y orienta doctrinalmente a los confesores y a los Directores Espirituales en dicha materia.

Acoger la Doctrina y el Magisterio para ejercer justamente la Misericordia

Y enfatizamos: “doctrinalmente”, porque no se puede invocar exclusivamente un atributo divino, la Misericordia, sin menoscabo del atributo correspondiente, la Justicia. Cuando así se hace, se prescinde del criterio doctrinal, enmarcando la cuestión en un relativismo moral, esto es, en una moral de situación, y reduciéndola a una ética de dilemas, de “casos límite”, que pondrían a prueba la aplicabilidad y, por lo tanto, la propia validez del Magisterio, como si los hechos, las circunstancias particulares, superaran y estuvieran por encima de la sana Doctrina, es decir, de la Verdad, del Señor mismo, que Es La Verdad y el garante de ella.

En este sentido, el magisterio y la pedagogía bimilenarios de la Iglesia no dan lugar a confusión. Con la misma coherencia, el vademécum recoge y sintetiza el abundante magisterio eclesial disponible, y lo hace para Guiar, Enseñar, Orientar e Instruir, como lo refiere San Pablo cuando dice que toda Escritura es útil para ello.

Por Providencia Divina, la promulgación del Vademécum coincidió con el primer año, dedicado a Jesucristo, del trienio de preparación al Jubileo del año 2.000. Notemos cómo, para entrar al tercer milenio, la Iglesia ofrece los medios para hacerlo “en gracia” y para alcanzar la mayor de las Gracias, la indulgencia plenaria, el don total de la Misericordia Divina: una adecuada preparación pastoral y la “profundización catequística”, en cada diócesis y privilegiando los santuarios, “donde acuden muchos peregrinos y se administra el Sacramento del perdón con abundante presencia de confesores”.

Buscar la reconciliación, en las condiciones adecuadas, es requisito indispensable para alcanzar la plenitud de la Misericordia. Y para ello la Iglesia no escatima la catequesis y la pastoral necesarias, es decir, la formación doctrinal y la orientación correspondiente.

Vigencia de los Sacramentos, sin desvirtuarlos

Mediante el sacerdocio ministerial, es Jesucristo mismo quien absuelve al pecador arrepentido; pero, indefectiblemente, a cada uno le dice: “Vete en paz, y no peques más”. El encuentro –en el que es particularmente insistente Francisco– es necesario, pero no suficiente; y, aunque cada encuentro es muy personal, lo que prima no son las circunstancias, sino la libertad de cada persona: Jesús acoge a todos, pero no todos lo acogerán a Él.

Cualquiera sea la respuesta: el sí, el no o la indiferencia, cada encuentro transcurre de un modo distinto y no se resuelve de la misma manera, ni siquiera entre los que responden igual. Así por ejemplo, los apóstoles aceptaron y siguieron a Jesús, pero cada uno a su manera y desde su propia vocación. Y entre todos estos y la mujer samaritana, o la pecadora que le unge con perfume, hay una gran diferencia. También el joven rico, Pilatos y Herodes, entre otros, tuvieron su encuentro con Jesús, sin aceptarlo; del primero dice el evangelio que “Jesús lo miró con amor”, pero el corazón del joven no estaba dispuesto para seguirle. De modo que la Misericordia sólo puede ser fruto del encuentro con Jesús, si se le acepta.

Reconciliarse, ¿para qué? Para Seguir a Jesús, es decir, para VIVIR EN LA VERDAD

Se le acepta a Él y a Su Palabra de Salvación; por ello, aceptar implica seguirle en su doctrina y en la misión que nos propone. San Pablo distingue claramente, después del encuentro, entre la sana y la falsa doctrina. El encuentro con Jesús es, ante todo, un encuentro con La verdad. La Verdad plena, y la verdad de la persona sobre sí misma, que queda al descubierto. Y este encuentro supone una respuesta, un compromiso con Ella, con La Verdad, que se resuelve mediante su aceptación o rechazo. Por lo tanto, puesto que hay Verdad, necesariamente tiene que haber una doctrina que la indique y que conduzca infaliblemente hacia ella, porque el hombre descubre, luego del encuentro, que su vida ha transcurrido y se ha debatido entre mentiras.

Por eso la Verdad divide, porque es tan nítida y potente, que pone al descubierto la mentira y no deja más opción que el querer apartarse de ella. Pero de por medio va nuestra libertad, y Dios la respeta. Jesús es la Verdad, y el encuentro con Él es el hecho definitivo y determinante que lleva a la persona a desear y a procurar la Salvación o a rechazarla. Esta es la Verdad que la Iglesia custodia, anuncia y enseña.

El Vademécum, en ayuda de los confesores y de los fieles, para una adecuada Pastoral de la Reconciliación

Por ello es tan importante retomar el Vademécum, especialmente en este contexto. Destacamos algunas de sus más significativas afirmaciones pastorales y doctrinales, reconociendo el valor esencial, actual y oportuno de todo su contenido, incluidas las “Notas al final”, que recogen la doctrina e indican con mucha claridad cómo ésta no se puede adaptar a las circunstancias.

Lamentablemente, aún entre no pocos consagrados, hay un letargo que les hace suponer que “la realidad” supera a la doctrina, con lo cual, tal vez sin darse cuenta, están apostatando, pues niegan la validez y la eficacia misma del Evangelio y la de los Sacramentos; es decir, pierden la fe, y “se entregan a las novedades”, abandonando la Verdad que debieran profesar y enseñar.

Invitamos particularmente a los sacerdotes a leerlo completo y a estudiarlo en profundidad, para el correcto y eficaz ejercicio de la cura de almas mediante el sacramento de la confesión y la dirección espiritual. Dado el bien que hará en cada uno y el que propiciará entre el pueblo de Dios, hay que difundirlo, con insistencia y persistencia, entre otros sacerdotes y a los Obispos.

No podemos arriesgar la salvación a una especie de apuesta en la que, en nombre de la Misericordia, se apacigüe la predicación, es decir, nos hagamos cómplices del silenciamiento de la Verdad mientras la mentira avanza a través de falsas teologías, o de las ideologías, disfrazada de “derechos” e imponiéndose mediante leyes.

APARTES:
  • Cristo continúa, por medio de Su Iglesia, la misión que Él ha recibido del Padre. Él envía a los doce a anunciar el Reino y a llamar a la penitencia y a la conversión, a la metanoia (cfr. Mc 6,12).
  • La «ley de la gradualidad» pastoral, que no se puede confundir con «la gradualidad de la ley» que pretende disminuir sus exigencias, implica una decisiva ruptura con el pecado y un camino progresivo hacia la total unión con la voluntad de Dios y con sus amables exigencias.
  • Resulta por tanto inaceptable el intento –que en realidad es un pretexto– de hacer de la propia debilidad el criterio de la verdad moral. Ya desde el primer anuncio que recibe de la palabra de Jesús, el cristiano se da cuenta que hay una «desproporción» entre la ley moral, natural y evangélica, y la capacidad del hombre. Pero también comprende que reconocer la propia debilidad es el camino necesario y seguro para abrir las puertas de la misericordia de Dios.
  • La Iglesia considera como uno de sus principales deberes, especialmente en el momento actual, proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado de modo excelso en la persona de Jesucristo. El lugar por excelencia de tal proclamación y realización de la misericordia, es la celebración del sacramento de la Reconciliación.
  • «La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia» (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 6 de agosto de 1993, n. 102).
  • «Sería un gravísimo error concluir… que la norma enseñada por la Iglesia sea de suyo solamente un “ideal”, que deba adaptarse, proporcionarse, graduarse –como dicen– a las posibilidades del hombre “contrapesando los distintos bienes en cuestión”. Pero ¿cuáles son las “posibilidades concretas del hombre”? ¿Y de qué hombre se está hablando? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la posibilidad de realizar la verdad entera de nuestro ser. Ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Si el hombre redimido sigue pecando, no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de sustraerse de la gracia que deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, si ha caído en el pecado, siempre puede obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» (Juan Pablo II, Discurso a los participantes a un curso sobre la procreación responsable, 1 de marzo de 1984).
  • «Reconocer el propio pecado, es más –yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad– reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios (…). Reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, hacer propia la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre (…). En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al “conocimiento de sí mismo”» (Juan Pablo II, Exhort. post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 13).
  • «Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: “Sí, el Señor es rico en misericordia”, y decimos asimismo: “El es misericordia”» (ibid., n. 22).
  • «Cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, la conducta moral no depende sólo de la sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal. En la regulación de la procreación no les está permitido a los hijos de la Iglesia, apoyados en estos principios, seguir caminos que son reprobados por el Magisterio, al explicar la ley divina» (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 51).
  • En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social…» (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 14).
  • «Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi. Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias» (Juan Pablo II, Exhort. post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 29).
  • «La pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi Predecesor: “No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas”» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 33).
  • “Por ello, la llamada ‘ley de gradualidad’ o camino gradual no puede identificarse con la ‘gradualidad de la ley’, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para diversos hombres y situaciones.
  • «En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor» (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 8 de agosto de 1993, n. 104).
  • Para los sacerdotes «la primera incumbencia –en especial la de aquellos que enseñan la teología moral– es exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio.
  • Conocéis también la suma importancia que tiene para la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen del mismo modo. Por esto renovamos con todo Nuestro ánimo el angustioso llamamiento del Apóstol Pablo: “Os ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir” (1 Corintios 1:10).

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