La gratitud ante la bondad de Dios y el conocimiento de nuestra miseria perdonada, es lo que nos lanza a vivir en continua intercesión por los demás, sí Cristo ha abierto para nosotros un horizonte de esperanza, de liberación; entonces seamos sus testigos. No dudemos de la Misericordia Divina que no nos da por perdidos.
La Palabra siempre impulsa al movimiento, lanza al cristiano a salir de sí mismo, a superar las excusas y justificaciones que lo atan: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 8, 18-22). Esta disponibilidad al llamado sigue el movimiento con el que Dios ha salido –descendido- en nuestra búsqueda (Jn 3,16), nos ha buscado en lo profundo de este mar oscuro y frío para rescatarnos.
Así el católico está llamado a descender a las llanuras de la vida después de todo momento intenso de encuentro con el Señor en la montaña (la oración), para proponer relaciones vitales en el entorno que reflejen al Cristo compasivo que le hizo la vida saludable y libre, debemos dar de lo contemplado sin demoras porque la humanidad entera sufre y gime expectante; “la ansiosa manifestación de los hijos de Dios”. (Rom 8, 19)
Santa Faustina en su Diario nos ayuda a captar la profundidad y la razón de ese movimiento descendente de Jesús en el diálogo del Señor con el alma pecadora que ha reconocido el lugar hondo en el que ha caído, Jesús le dice:
“Mi misericordia es más grande que tu miseria y la del mundo entero. ¿Quién ha medido Mi bondad? Por ti bajé del cielo a la tierra, por ti dejé clavarme en la cruz, por ti permití que Mi Sagrado Corazón fuera abierto por una lanza, y abrí la Fuente de la Misericordia para ti… Jamás rechazaré un corazón arrepentido, tu miseria se ha hundido en el abismo de Mi misericordia. ¿Por qué habrías de disputar Conmigo sobre tu miseria? Hazme el favor, dame todas tus penas y toda tu miseria y Yo te colmaré de los tesoros de Mis gracias”.
DSF. 1485
Cuando llegamos a esta conciencia personal de nuestra propia miseria y reconocemos el fondo de dónde fuimos rescatados por Misericordia, hacemos propio el sentir del salmista que se experimenta tratado inmerecidamente con tanta bondad:
“Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”.
Sal.102
La Misericordia que nos ha puesto en vías de conversión, que nos rescató de la perdición, concediéndonos nuevas oportunidades, debe lograr en el cristiano un corazón agradecido porque el Señor es Compasivo y Misericordioso, lo ha sido con nosotros y lo puede ser con tantos que han pecado como nosotros; la gratitud ante la bondad de Dios y el conocimiento de nuestra miseria perdonada, es lo que nos lanza a vivir en continua intercesión por los demás, sí Cristo ha abierto para nosotros un horizonte de esperanza, de liberación; entonces seamos sus testigos. No dudemos de la Misericordia Divina que no nos da por perdidos.