Hemos escuchado que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, frase que nos recuerda que los padecimientos y sufrimientos han de tener su final, pero sí estos son frutos de una enfermedad o una anomalía, hay que intervenir.
La historia de un pueblo sometido por cuatrocientos años a la esclavitud es la vivida por los israelitas en Egipto, una vez padecieron aquella conocida hambruna -(Gn 41, 53-57)- se habían apostado allí, en tierra extranjera, en tiempos de José (Gn 42, 1-2. 45, 16-28) y por un poco de alimento en su momento, terminarían negociado su libertad por centurias, constituyéndose después en servidumbre y acostumbrándose a vivir como un pueblo oprimido (Ex 1, 6-22).
Semejante a ese pueblo en Egipto somos numerosos católicos en el mundo, hemos olvidado nuestros principios, valores y hemos ido borrando de la memoria en este nuevo Egipto, quiénes somos en realidad, desconociendo nuestra condición de hijos de Dios, de bautizados, de seres libres por la Sangre de Cristo, y hemos caído en una crisis de identidad que nos ha llevado a la realidad de mendigar a este mundo, el sobrevivir como esclavos de sus fábulas y pasiones, de sus caprichos, injusticias e indiferencia.
Así sucedió en el tiempo de Moisés, el pueblo olvidó su vocación a la libertad, y se le impuso vivir oprimido, como sucede en nuestro hogares o familias dónde acontece la esclavitud de las discusiones, maltratos, las divisiones, el mal genio, la amargura, los punzantes recuerdos dolorosos que condicionan el presente, las traiciones e infidelidades, los vicios y antivalores, las modas ofensivas y los actos contra natura que nos van consumiendo ante nuestra impavidez, pero todo esto parece ser normal para muchos católicos mientras exista qué comer, hay quienes confunden el bienestar y el desarrollo con el vivir bueno y no con el bien vivir, con el saber vivir.
En esta connivencia con situaciones adversas normalizadas, subyace una Imagen distorsionada de Dios, la osadía del creyente es tanta que intenta hacer compatible a Dios con este grado de miseria e injusticia, y por ello la creencia termina acomodándose a esas lamentables situaciones sin madurar a una auténtica espiritualidad que reclama la integridad y no admite divorcio entre fe y vida, sin embargo; la Fe en el auténtico Dios provocaría un camino de conversión, un camino de liberación de todos estos males, puesto que las estructuras y la sociedad cambia cuando cambia el corazón de uno.
Pienso en este momento en el escandaloso fenómeno que -en otrora en Medellín-, describe la obra; “la virgen de los sicarios”, relatando cómo aquellos anti-sociales se encomendaban a Dios y a la Virgen para cometer sus fechorías y asesinatos. Ese penoso ejemplo nos recuerda que sí la fe Cristiana auténtica no toca e ilumina la conciencia, es decir, la vida en concreto: entonces “nuestra fe está en el Dios equivocado”, esa No-Fe sí se convierte en opio.
Sin embargo, ese penoso caso del sicariato, respetando las proporciones no está lejos de la gente buena que no vive a profundidad su fe en Dios o que tiene una imagen errada de Él. En Bogotá, en el Barrio Teusaquillo, no pocas veces encontramos en la Parroquia Santa Ana, a jovencitas y parejas aferradas a la reja de ingreso, quizás pidiendo perdón o incluso el colmo de un procedimiento seguro, para luego salir a cometer un aborto violento en las siguientes calles dónde se encuentran más abortuarios que jardines infantiles, colegios o parques; la sangre de inocentes niños Bogotanos corre por las alcantarillas de la ciudad. Como bien ha expresado el papa Francisco; en esa zonas los padres contratan sicarios para eliminar sus hijos.
No podemos acostumbrarnos a tantas atrocidades, respondiendo con desidia religiosa, o indiferencia, y esa es la sacudida que ocasiona la fe, Moisés de joven lo fue sintiendo en el Corazón, su solidaridad con los hermanos y resistencia a esa esclavitud lo llevó a reaccionar con impulsividad asesinando un egipcio que maltrataba a un esclavo, hermano suyo hebreo ( Ex 2, 2) y, será otro hermano hebreo quién recordándole ese hecho equivocado lo hará pensar; «¿Es que pretendes matarme como mataste al Egipcio?» (v 14).
Moisés tendrá que aprender que la indignación sin Dios, siempre estará saturada de violencia y será necedad, razón por la cual como fugitivo huirá al País de Madián, viviendo como forastero en tierra extranjera, necesitado de una experiencia marcante de Dios que le haga sentirse un chamizo digno de encenderse en fuego, para luego sí poder iluminar donde existe tanta oscuridad.
El Libro del Éxodo nos recuerda que pasaron muchos años, y Moisés no olvidaba a su pueblo esclavizado que había querido ayudar mitigando su sufrimiento, mientras los Israelitas se quejaron de la esclavitud y clamaron, y los gritos de auxilio de los esclavos llegaron a Dios (v. 23–25). Moisés entendería que la gran empresa de la liberación de los hombres no se hace con torpeza e indignación desmedida, que la historia nos requiere como soldados de un ejército de Dios, sólo así aseguraremos el triunfo.