Colaboración de ILVA MYRIAM HOYOS CASTAÑEDA, Doctora en derecho de la Universidad de Navarra y experta en derecho de familia.
Una acogida no es una mera bienvenida. Es un acto de hospitalidad en el que se recibe a un visitante con gozo y alegría, se le reconoce su dignidad y se adhiere a él.
Durante cinco días acogimos al Papa Francisco en las calles, los parques, las plazas, los lugares públicos de cuatro ciudades colombianas y al hacerlo privilegiamos nuevos espacios de evangelización: geografías humanas y tierras sufrientes que se constituyeron en nuevos lugares de encuentro, que el mismo Papa denominó “escenarios humanos” de “la Colombia profunda, la que se ve en las calles”. De ahí que sea tan importante, así nos lo dijo, “callejear, callejear la fe, callejear la vida”.
Algunos colombianos tuvimos el privilegio de acoger al Papa en la calle y al frente de su casa en Bogotá, en la Nunciatura Apostólica. Allí fuimos, así haya sido por unas horas, guardianes, custodios, porteros, servidores de sus puertas. Unas puertas, como él mismo lo reconoció ante algunos integrantes del Hospital de Campo, que “fueron abiertas [en el Jubileo de la Misericordia] y siguen abiertas”. En las puertas de su casa, que con tanto celo custodiamos, nos agradeció a quienes nos animamos a pasar por ellas y así entrar a su casa, pero también expresó su agradecimiento por aquellos “que miran [las puertas] de lejos y quieren entrar y no saben cómo [hacerlo]”.
Fuimos hospitalarios con el Papa amigo, pero Francisco nos ganó en hospitalidad, porque nos abrió las puertas de su casa y nos comprometió a ser los custodios, los porteros, los guardianes, los servidores de la casa del Señor. El Papa nos hizo conscientes de que “somos los custodios y los servidores de la Puerta de Dios” y que esa puerta es Jesús, quien dijo: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos” (Jn 10, 9). Esa puerta está siempre abierta para no excluir a nadie, porque todos y cada uno de los seres humanos podemos pasar por ella.
Resultó enriquecedora esa doble condición. Como custodios, porteros, servidores guardianes y hospitalarios fuimos invitados, nada más ni nada menos que por el dueño de casa, a traspasar las puertas y a entrar por ellas. Y como invitados se nos dio confianza no sólo para acoger, sino para ser acogidos, porque “la hospitalidad resplandece en la libertad de la acogida”. Así de acoger pasamos a ser acogidos en la casa del Señor. De mirar a ser mirados. De escuchar a ser escuchados. De abrazar a ser abrazados. De cuestionar a ser cuestionados. De amar a ser amados.
Pues bien, eso que vivimos en la Nunciatura Apostólica fue también una vivencia en toda Colombia, porque Francisco nos llamó a cada uno de los colombianos, a todos, sin distingo alguno, a los católicos y a los no católicos. Nos llamó y golpeó en la puerta de nuestro corazón y como Jesús glorificado nos pidió permiso para entrar. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y él conmigo” (Ap 3, 20). Él también nos dijo que “Colombia tendría que abrir sus puertas como las abrió este hospital de campo”. Nos llamó y le abrimos la puerta de Colombia, así nos convertimos en los custodios, los vigilantes, los guardianes, los porteros de la puerta de nuestra patria, la misma que traspasamos como caminantes para dar “el primer paso” en y por Colombia.
Sentimos la presencia de Francisco y lo acogimos, al hacerlo él también nos acogió y generamos una conexión espiritual que nos devolvió la confianza como pueblo y por eso pudimos expresar sin temor alguno nuestra alegría.
El Papa unió esa “conexión espiritual” con la respiración. En el avión que lo transportó de regreso a Roma y en las declaraciones que dio a los periodistas que los acompañaron en su viaje, expresó que en Colombia “la gente quiere ‘respirar’”. Sí, es verdad, queremos respirar un aire distinto, no contaminado. Un aire limpio, un aire sano. Y hay que reconocer que durante los días que estuvo en el país respiramos con el Papa, a quien tuvimos delante de nuestros ojos. Lo hicimos de manera acompasada, con el ritmo fundamental de la vida, el que nos da el compás para vivir, con alegría y gusto interior. Como pueblo de Colombia, que “es pueblo de Dios”, y junto al Papa “respiramos con Cristo”, recibimos el Espíritu que da vida. La cercanía de los colombianos con Francisco y de Francisco con el pueblo de Colombia fue una auténtica necesidad de vida, una “respiración orante” y una “oración respirante”.
En su último mensaje, en Cartagena de Indias, santuario de Pedro Claver, nos recordó que “Jesús nos pide que recemos juntos” y nos exhortó para “que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales, diversas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor”. Una clara llamada para que como colombianos procuremos sonar simultáneamente y de manera acorde para respetar en nuestra patria el valor de los tiempos, de los sonidos y de los silencios, sólo así podremos oxigenarnos y respirar aire puro.
Colombia no acogió al Papa Francisco por ser el más importante líder mundial de la actualidad, ni por su condición de Jefe de Estado, ni por ser un guía moral, ni por ser un hombre carismático, ni por ser una figura pública, ni por ser amante del fútbol, ni por ser un latinoamericano admirado en todo el mundo, ni por ser argentino, ni por ser un anciano con espíritu juvenil. Todo ello es cierto en Francisco, pero esas no fueron las razones para que se haya generado esa “conexión espiritual” entre él y el pueblo de Colombia. Lo acogimos como Vicario de Cristo, como sucesor de Pedro, como Obispo de Roma y en esa acogida vivimos plenamente el Evangelio, porque en esta tierra sufriente, así como en Judea, “una gran muchedumbre del pueblo (…) vinieron a oírle y a ser curados de sus enfermedades” (Lc 6, 17).
Sí, millones de colombianos, como él también lo expresó, “una inmensa comunidad, que está llamada a convertirse en una red vigorosa que congregue a todos en la unidad”, nos acercamos también para oírlo, para estar cerca de él, para tratar de tocar su sotana, para rozar sus manos, para mirar su rostro, para encontrarnos con su sonrisa, para dejarnos acariciar con su ternura, para dejarnos sanar, para curarnos de nuestras enfermedades y para recibir su bendición. Sí, le reconocimos como Pastor de toda la Iglesia Universal y fuimos tocados por la fuerza y la autoridad que da el Espíritu. Así el Papa parece haberlo percibido, porque nos vio como “un pueblo noble que no tiene miedo a expresarse como siente, no tiene miedo a escuchar y hacer ver lo que siente”.
Para vivir la plenitud de la gracia, que ha transformado nuestro corazón, no podemos dejar que estos días se recuerden como unos meros días festivos, bonitos días llenos de alegría. Para seguir acogiendo al Papa entre nosotros y renovar la consolación espiritual de él recibida comprometámonos a hacer vida su mensaje, pero también a responder a esa continua petición que nos hizo: “Por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí”.
Imagen: El Espectador.