Ya sabemos que el ser humano después de su creación cometió un pecado, pecado conocido como pecado original. ¿Pero por el pecado original, y sus consecuencias, Adán y Eva no debieron pedir perdón? ¿En caso de que sí hubieran pedido perdón a Dios, ellos mismos no debieron haber reparado las consecuencias del pecado con una penitencia? ¿Y en caso que hubieran hecho esa reparación, dicha penitencia no hubiera sido suficiente?
¿Necesariamente Jesús debía encarnarse para que las cosas volvieran a ser como eran antes del pecado original? ¿Dios no había podido alcanzar el mismo objetivo de otra manera?
Antes que todo debemos recordar que el primer ser humano que Dios creó, Adán-Eva, era perfecto, sin pecado. Tenía una relación perfecta con Dios y tenía además la oportunidad de vivir para siempre; pero todo esto lo perdió porque, al dejarse tentar, desobedeció a Dios (Gn 3, 4-6) cayó en pecado.
¿Y cuáles fueron las consecuencias del pecado original? ¿Qué perdió el ser humano? El pecado, enseña el Concilio de Trento, dejó al hombre bajo el influjo del Demonio. El pecado dañó, pues, profundamente toda la naturaleza humana, despojándola de su integridad y de su santidad, inclinándola al mal (la concupiscencia de la carne), ofuscando la razón, trastornando gravemente las sensaciones, pasiones y sentimientos, debilitando la voluntad. Sacó al ser humano de un ámbito paradisíaco haciéndolo mortal. Al mismo tiempo la creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gn 3, 16-19), quedando la creación entera sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 20-21).
Y Dios permitió que la situación de pecado y la nueva realidad creada, sus consecuencias, fueran transmitidas a la descendencia de Adán y Eva (Rm 5, 12). Dios no podía impedir los estragos derivados del pecado como tampoco podía pasar por alto el pecado o ignorarlo como si nada hubiera pasado, así sin más (Sal 89, 14-15; Rm 1, 21-24).
Es claro que el arrepentimiento de nuestros progenitores, junto a la posible penitencia que ellos hubieran podido hacer, no podía por sí solo reparar adecuadamente la ofensa que se le hizo a Dios, como tampoco podía reparar la ruptura que se creó en la relación con Dios y tampoco podía subsanar los daños o las consecuencias que ellos mismos se autoinfligieron y trasmitieron a sus descendientes.
Una situación similar sería, por ejemplo, un niño muy travieso que en un descuido del padre entra al automóvil, enciende el motor y choca el vehículo aparatosamente no solo causándose graves heridas, con sus respectivas secuelas de por vida, sino también ocasionando graves daños al vehículo de su padre y también a bienes de terceros. ¿Con que el niño llore arrepentido y pida perdón es suficiente? No. ¿El niño puede reparar los daños? Tampoco. ¿El niño deja de ser amado por su padre a pesar de todo? No. Le toca al padre repararlo todo, hacerse cargo del hijo y poner en orden todo.
Entonces Dios, en su infinito amor, no dejó abandonados a su suerte a Adán y Eva y a su descendencia sino que además sintió compasión por ellos que se encontraban cautivos de una situación triste y desgraciada (Jn 3, 16-17).
Naturalmente Dios podía perdonar el pecado original, considerándolo como algo que no hubiera pasado. Pero es que se generó una ofensa, una cuestión no ideal y una violación de la justicia; una situación que debía ser reparada.
Dios como ama a la humanidad buscó el medio más apropiado y necesario para ello, restableciendo de nuevo la comunión con el ser humano aunque ciertas consecuencias quedaran.
¿Y cuál sería ese medio más apropiado? Habría tres posibilidades:
1.- Que Dios se hubiese contentado con lo que le pudiera ofrecer el ser humano para reparar la culpa. En este caso brillaría la misericordia divina, pero parcialmente la justicia. Es que las consecuencias del pecado tienen una gravedad infinita y, por tanto, la satisfacción o reparación humana nunca sería la adecuada ya que sus actos no tienen valor infinito.
2.- Que Dios le perdonara al ser humano de manera gratuita la culpa, sin exigirle ninguna reparación. De este modo habría brillado igualmente la misericordia de Dios pero desaparecería su justicia.
3.- Que Dios perdone al ser humano, pero exigiéndole la satisfacción proporcionada. Pero esto solamente podía ser posible siendo una divina persona la que reparara. Es aquí entonces cuando Dios piensa en la Encarnación de Jesús. ¿Cuándo? “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo… con el fin de pagar la liberación” (Gal 4, 4-5).
La segunda persona de la Santísima Trinidad se hace hombre para que así un Hombre-Dios, pudiera reparar y a la vez darle a esa obra de reparación el valor infinito que se requería.
Dios es infinito y eterno y una ofensa hecha a Él, con el correspondiente perjuicio hacia el ser humano, tiene una gravedad infinita y eterna. En consecuencia sólo una persona infinita y eterna, como era precisamente Jesucristo, podía con un acto de amor restituir a Dios el honor que con el pecado humano se le negó, y al ser humano restituirle la esperanza de salvación.
Si por tanto la ofensa debía ser adecuadamente reparada, esta reparación debía ser obrada solo por una persona divina, una persona que uniera de nuevo y perfectamente la humanidad con la divinidad.
Por tanto, según los designios divinos, la segunda divina persona de la Santísima Trinidad se encarnó en la historia humana con un fin específico: redimir la humanidad.
Pero antes de seguir adelante preguntémonos qué es redimir o que significa la palabra redención. La palabra redención hace referencia a la acción y al efecto de redimir. El verbo redimir tiene un doble significado: Librar o liberar a una persona de una obligación o de una situación penosa o de un dolor. Y conseguir la libertad de una persona o sacarla de la esclavitud mediante el pago de un precio.
En este segundo sentido la palabra redención significa, etimológica y literalmente, ‘comprar de nuevo’. La redención es, pues, el pago que se debe realizar para que un cautivo o un esclavo pudiera obtener la libertad.
¿Y en qué consiste el rescate? El término rescate, en la Sagrada Escritura, implica un precio justo que se paga (Nm 3, 46- 51) por una liberación: se libera a alguien o se recupera algo (Ex 21, 30). El precio a pagar es equivalente al valor de aquello por lo que se paga.
El verbo comprar, pues, se usa como un sinónimo del verbo redimir; y quien paga realiza una obra de redención.
¿Y quién hace dicho pago? ¿El mismo cautivo o esclavo? Seguro que no, nadie puede pagar por sí mismo al estar prisionero, sin tener nada a su disposición.
¿Y entonces quién paga para liberar al ser humano del domino de Satanás? Ya lo sabemos: Jesucristo. ¿Y Él cómo realizó esa redención o rescate de la esclavitud del pecado? ¿Cómo pagó Él por nosotros? Sencillo: Jesús “entregó su vida para rescatar a todos” (1 Tim 2, 6). “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28; Mc 10, 45). Él es el Salvador (Lc 1, 69), haciéndose Él mismo nuestra redención. Jesús “nos ha hecho agradables a Dios, santos y libres” (1 Co 1, 30).
El verbo redimir, pues, aparece en el Nuevo Testamento, y aparece como sinónimo de salvación. El Nuevo Testamento usa la palabra redención para indicar lo que Jesús hizo por nosotros. Jesús nos redimió o rescató sacándonos del nuevo orden de cosas que instauró el pecado original. Jesús al redimirnos nos devuelve la gloria de Dios: “Pues todos pecaron y a todos les falta la gloria de Dios. Pero Él, en forma gratuita les regala perdón y santidad a raíz de la liberación (redención) que se cumplió en Cristo Jesús” (Rm 3, 23-24). Nos libera o rescata del dominio de la muerte eterna.
La Sagrada Escritura dice que la sangre de Jesús fue el precio que se pagó como rescate (1 Pe 1, 19). Jesús paga por nosotros ofreciéndose a sí mismo en el altar de la cruz. “Pues en Cristo, la sangre que derramó paga nuestra libertad y nos merece el perdón de los pecados” (Ef 1, 7).
“Así como mediante la desobediencia de un solo hombre [Adán] muchos fueron constituidos pecadores, así mismo, también, mediante la obediencia de la sola persona (Jesús) muchos serán constituidos justos” (Rm 5, 19).
La Sagrada Escritura afirma que la humanidad fue comprada; todos hemos sido “comprados a un gran precio” (1 Co 6, 20; 7, 23). Ese precio es la sangre de Jesús, con la cual Él compró “para Dios a hombres de toda tribu, de toda lengua, pueblo y nación” (Ap 5, 9b). Por tanto ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, le pertenecemos a Jesús. Y después del pago viene la liberación. El sacrificio de Jesús paga por nuestros pecados (Hb 9, 15), nos libera del pecado y nos perdona (Col 1, 14).
La vida que Jesús entregó en sacrificio o su sangre derramada en el altar de la cruz restituye, aunque ciertas consecuencias queden, lo que nuestros primeros progenitores perdieron, y le hicieron perder a su descendencia (1 Cor 15, 21-22). Cuando Jesús estaba en la cruz, gritó antes de morir “¡Todo está consumado!” (Jn 19, 30). La deuda quedó saldada completamente. Cristo la pagó por nosotros.
La finalidad propia de la encarnación de Jesús es cancelar o “quitar el pecado del mundo” (Jn 1, 29), algo completamente necesario para que el ser humano pueda realizar la unión filial con Dios. Esta unión es, como ya intuimos, el objetivo último del plan de Dios (Rm 8, 24).
¿Pero por qué tuvo que haber derramamiento de sangre y la muerte en todo esto? En la religión o tradición judía ocupa un lugar importante la justificación, el perdón de los pecados, no sólo del individuo (Lev 4, 32-35) sino del pueblo en su conjunto (Lev 16, 15-16).
En ambos casos dicho perdón llega a través del rito de la sangre. El derramamiento de la sangre de un animal es un ritual y signo para obtener el perdón de Dios, con especial énfasis en el segundo caso, en el que se borran los pecados de todo el pueblo.
Es obvio que aquí hay que hacer una transposición, la transposición de la sangre de los corderos o machos cabríos a la del propio Jesús. «Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Hb 9, 11b-14).
¿A quién le paga Jesús por rescatar a la humanidad? A Dios Padre (1 Jn 2, 1b-2). Jesús asumió toda la realidad humana degradada por el pecado, la hizo suya (Jn 18, 14), y la ofreció voluntaria y conscientemente al Padre. “El Padre me ama porque yo mismo doy mi vida… Nadie me la quita, sino que yo mismo la voy a entregar” (Jn 10, 18).
“Él mismo subiendo a la cruz cargó con nuestros pecados” (1 Pe 2, 24). Jesús ofreció al Padre sus sufrimientos y su muerte en nuestro favor, para nuestro perdón: “En sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5). “Nadie tiene más amor que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Pero la redención no es un “acto mágico”, algo exclusivo de Dios, pues el ser humano también debe hacer voluntariamente su parte: dejarse redimir, recibir los beneficios de la redención, caminar hacia el reino de los cielos, ser agradecido con Dios y con Jesús, su redentor, recibir sacramentalmente la gracia santificante y mantenerla. Para esto, Jesús nos pide tan solo seguirlo y escucharlo.
Era sumamente conveniente que el Verbo Encarnado tuviese también, junto a la condición de redentor, la condición de maestro y de revelador del Padre Dios. Era necesario que la nueva ley de amor que debía restablecer la armonía y la amistad entre Dios y el ser humano, una relación Padre-hijo, viniera anunciada o pregonada por el mismo hijo de Dios destinado a ser nuestro hermano.
P. Henry Vargas Holguín.