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Examen de conciencia sencillo (1871)

El siguiente texto es un examen de conciencia sencillo transcrito del libro El paraíso hallado en las delicias de la eucaristía, publicado en España en 1871. Es una manera sencilla que tenían en la época de examinar la conciencia para posteriormente hacer el acto de contrición debido y la subsiguiente confesión. El fragmento es muy importante, tomando en cuenta que se trata de un libro antiguo que data de hace casi 150 años y que, aunque a algunos les pueda parecer ‘retrógrado’ por las cosas a las que considera pecado, no deja de perder actualidad porque la misma ley de Jesucristo es válida para todos los tiempos.

Modo fácil de hacer el examen de conciencia y prepararse a hacer también santa y provechosamente la confesión

Oración antes del examen

Oh, Dios sapientísimo, que escudriñáis los más recónditos secretos del corazón humano, y tenéis presentes todas las cosas, tened piedad de mi ignorancia, y dadme luz para que conozca mis culpas, y las manifieste, una por una, a quien ha recibido de vos potestad para atar y desatar, perdonándolas al que con fe y esperanza, y con corazón contrito, las descubre todas con sinceridad.

No permitáis, Señor, que la ignorancia me impida ver las muchas ofensas que os tengo hechas, ni mucho menos, que el rubor y la vergüenza que me causan mis pecados, anuden mi lengua al querer descubrir toda la malicia con que los he cometido: pues ya que no me ruboricé de ofenderos, no quiero avergonzarme de confesar que soy un gran pecador, indigno de vuestra piedad.

Dadme pues, Señor y Dios mío, una gracia que ilumine mi entendimiento, y me manifieste la malicia infinita que tiene la culpa, para detestarla, y me haga mirar a vuestra misericordia, para que, creyendo que vos sois mi Padre, y que me estáis esperando con los brazos abiertos para recibirme y darme el ósculo de paz, confiese con humildad que he pecado contra el cielo y contra vos, y alcance así vuestra misericordia por los méritos de Jesucristo, que con vos y con el Espíritu Santo vive y reina, Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Advertencia para el examen de conciencia

Aunque generalmente se acostumbra hacer el examen de conciencia recorriendo los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, y las obligaciones peculiares que tiene cada uno, parece más propio de las almas algún tanto internadas en el camino de la virtud, el reducir aquel a tres puntos, atendiendo que son tres los objetos, en los cuales, como en un centro, se encierran y concretan el principio y el fin de todas nuestras obras.

Dios, a quien debemos amar de todo corazón sobre todas las cosas; nosotros mismos, que debemos regular nuestras acciones según las prescripciones de la ley que tenemos grabada en nuestros entendimientos y corazones; y el prójimo, a quien debemos amar como a nosotros mismos, haciéndole todo el bien posible, no causándole mal alguno, no dándole mal ejemplo, ni siéndole ocasión de escándalo, y haciendo lo posible para que se salve. Son estos tres objetos.

Por consiguiente, todos los pecados van a parar a ser ofensa de Dios, o porque faltamos a su amor, o porque nos faltamos a nosotros mismos, no regulando nuestra vida por su ley, o porque faltamos al prójimo. Y como hemos escrito este libro principalmente para las almas que se hallan desprendidas de las cosas terrenas, y en cambio de unirse más y más a Jesucristo, ponemos también para ellas el siguiente método breve y fácil de hacer el examen antes de la confesión.

En orden a Dios

Debe examinarse cómo se ha amado a Dios, y si se le ha faltado amando con desarreglo a alguna persona, sea padre, madre, hijos, hermanos, parientes o amigos, pues todos estos amores tienen un límite, y en pasando de él, se falta al amor de Dios.

Se examinará si, cada día al levantarse, da gracias a Dios por los beneficios recibidos, y le ofrece las obras del día a su honra y gloria, pidiéndole la gracia para obrar el bien y perseverar en él; si no hace cada día oración mental si se lo permitiesen sus ocupaciones, meditando en la pasión de Jesucristo; si antes de acostarse, no examina su conciencia, para enmendarse de los defectos cotidianos, y no se encomienda a Dios y la Virgen, para dormir santamente; si en las adversidades no tiene la debida resignación, conformándose con la voluntad de Dios; si hace las obras de Dios, como son el confesarse y comulgar, con negligencia o tibieza, por costumbre, o por respetos humanos; si se gloría en lo bueno que hace, y se alaba a sí mismo, o hace limosnas por miras humanas; si en los templos no ha asistido con reverencia, ni estado con decoro, presentándose vestido con poca honestidad, haciendo señas o gestos impropios de la casa del Señor; si no corresponde a las inspiraciones divinas; si no cumple los buenos propósitos; si no se dispone con actos de amor a recibir la sagrada Comunión, o no tiene todo el respeto y reverencia en el acto de comulgar, y después no da gracias debidamente; si ha hecho algún voto o promesa a Dios y a los santos, y no lo ha cumplido; si ha permitido que en su presencia se hable mal de la religión y de sus ministros, y no lo ha impedido, pudiendo hacerlo; si ha tenido dudas sobre los misterios de la fe, o ha desconfiado de su salvación, o de la misericordia divina.

También se examinará, si toma el nombre de Dios en vano; si pronuncia los nombres de Jesús y de María por risa o chacota; si para afirmar o negar alguna cosa, jura sin necesidad; si no descansa del trabajo los días de fiesta; si no los santifica oyendo la Misa con devoción; si no cuida de que la oigan en su casa los hijos, criados y demás que estén a sus órdenes; si no emplea esos días en obras de caridad, pudiendo hacerlas; si va en ellos a los teatros u otras diversiones profanas. Examinará por fin cómo cumple con sus devociones, especialmente, en el rezo del santo Rosario cada día a la Virgen y demás santos, y sobre todo al Santo de los santos Jesucristo, a quien verá si hace alguna visita en la Eucaristía, y cuántas veces a la semana, y con qué devoción.

En orden a sí mismo

Examinará cómo cumple con sus obligaciones respectivas. Si es padre o madre de familia, cómo ama a sus hijos; cómo los educa; cómo vigila para apartarlos de las malas compañías, y no dejarlos asistir a diversiones peligrosas, y para que los maestros los eduquen en el temor de Dios y en la doctrina cristiana. Si es maestro, cómo enseña, y lo que enseña; si mezcla malas doctrinas con las buenas; si no aparta a sus discípulos del camino del vicio; si gana su salario, no cumpliendo concienzudamente con sus deberes. Si es mercader, cómo se conduce en el comercio; si lleva más de lo justo en las ventas, o da menos en las compras; si da dinero a premio, llevando más de lo que la ley o la costumbre buena y sana permiten; y si vende y compra en los días festivos. Si es juez, cómo ha administrado justicia; si ha examinado bien las causas; si ha hecho favor con injusticia, si ha mirado mal al pobre, a la viuda desvalida; y si ha pronunciado sentencia, sin pesar bien las materias. Examinará el hijo de familia cómo se ha conducido con sus padres, maestros y mayores; si no les ha obedecido, si se ha mofado de ellos o los ha escarnecido; si ha eludido su vigilancia, y ha ido a parajes malos entre malas compañías; si no ha acatado sus órdenes, y las de los demás mayores de edad, dignidad, y gobierno, ni respetando a los reyes, a los sacerdotes, y sobre todo, a los Obispos y al Vicario de Cristo. Se examinará también qué libros lee, en qué pasa su vida, y con qué clase de personas se trata. Examine además cada cuál cómo se conduce en el uso de los sentidos; si ha mirado a cosas que no son honestas; si ha dicho palabras impuras, frases equívocas; y si en ello ha habido escándalo, y si no se ha respetado a sí mismo en sus acciones, o ha faltado a otra persona, abusando de ella para perdición del alma de los dos. Verá asimismo, si gasta lujo inmoderado y superfluo, empleando más dinero que lo que le permiten sus haberes, o pasando de los límites de su clase, estado y condición; si en el vestirse no ha tenido el recato necesario, o ha faltado a la modestia, o ha usado afeites para hermosearse. Examínese también, si se ha dejado llevar de la vana curiosidad; si ha perdido el tiempo en visitas inútiles; si ha comido por gula, o bebido más de lo justo; y si se ha deleitado pecaminosamente en el uso de las cosas. También verá si se ha impacientado interiormente, si lo ha manifestado con voces o con frases descompuestas; si es terco en sostener su parecer; si es soberbio, altivo, orgulloso, y desprecia a los demás por no creerlos tanto como él; si por su causa se ha roto la paz y la armonía en la familia, o entre los amigos, y parientes; con todas las otras cosas que pertenecen a la represión de los sentidos corporales, y a la mortificación de las potencias interiores del alma, y si ha cumplido con los ayunos de la Iglesia, o faltado a la abstinencia.

En orden al prójimo

Se examinará si tiene odio o rencilla a alguno; si le desea algún mal; si se alegraría si le sobreviniese alguna adversidad; si no ha perdonado alguna ofensa; si ha juzgado temerariamente a alguno, o sospechado mal de él; si ha descubierto los defectos de alguno; si ha murmurado, y delante de quiénes, y de cuántas personas; si ha mortificado a alguno con palabras mordaces; si ha revelado los secretos o publicado las cosas ocultas; si ha dado escándalo, haciendo o diciendo cosas malas delante de otros, leyéndoles malos libros, enseñándoles malas doctrinas, o apartándolos del bien obrar; si ha meditado alguna venganza, y si la ha ejecutado; si ha tomado lo ajeno, o lo ha deseado, entrando aquí todos los deseos malos que se hayan tenido acerca de las personas y de cosas.

También se examinará, si ha dejado de hacer bien a los pobres, pudiendo y teniendo con qué; si ha impedido que otros lo hagan; si en el bien que ha hecho, no ha tenido intención recta, si ha despreciado o insultado a algún desvalido; si no ha usado la corrección fraterna, cuando alguno ha obrado mal delante de él ofendiendo a Dios; si ha dado buen consejo a quien lo había menester, y si lo ha dado malo; si ha aplaudido a alguno por acciones malas; y si ha entrado en ligas y convenios malos; por fin, verá todo aquello, que haya podido decir o hacer con perjuicio del prójimo y escándalo de las almas.

Después de hecho el examen, recogido interiormente y puesto en la presencia del Señor, arrojará ante sus divinos pies todos sus pecados, y dirá con dolor de haberle ofendido la siguiente oración, y podrá hacer los actos de fe, esperanza y caridad.

Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, único mediador entre Dios y los pobres pecadores, aquí tenéis al más ingrato de todos estos, pues he despreciado los innumerables beneficios, que me hicisteis al sacarme de la nada, y los infinitamente mayores que me dispensasteis, cuando os dignasteis morir por mí en la cruz y dar vuestra vida, porque no incurriese yo en la muerte eterna. La muchedumbre de mis pecados me tiene espantado, y su gravedad y enormidad me llenan de horror, considerando que ni soy digno de mirar al cielo, ni mucho menos tengo mérito alguno para que me perdonéis. Pero, o dulcísimo Jesús mío, Redentor mío, esperanza mía, consuelo de mi corazón afligido, vuestra misericordia es infinita, y excede al número de mis pecados, más que los cielos y la tierra juntos a un solo grano de las arenas del mar; así, yo no dudo arrojar este peso de culpas, que tanto me agobia, a vuestras sagradas plantas, para que me perdonéis, Señor, y quede borrada para siempre mi iniquidad. Pésame una y mil veces de haber ofendido a vuestra bondad infinita, y lleno de dolor, os prometo no volver a pecar jamás, y os pido la gracia para manifestar a vuestro ministro todos mis pecados, y no volverlos a cometer, y para hacer frutos dignos de penitencia, llorarlos toda mi vida, y perseverar en vuestro amor hasta la hora de mi muerte. Amén.

Fuente

  • Don Fray Jacinto María Martínez y Sáez, El paraíso hallado en las delicias de la eucaristía, o sea, piadosas meditaciones para prepararse a recibir la santa Comunión y dar gracias después de ellas, tomadas de la Sagrada Escritura y de los escritos de los Padres de la Iglesia y doctores místicos. Imprenta de la viuda de Aguado e hijo, Pontejos, S. Segunda Edición. Madrid, 1871. Págs. 410-418.
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