Fe

¿El infierno niega o no el amor de Dios?

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Escrito por Padre Henry Vargas

Alguien me decía que si Dios quiere que todos los seres humanos se salven (1 Tm 2, 4), si Él es amor (1 Jn 4, 8) y no es vengativo, si nos ha redimido sacrificándose en la cruz, si no condena (Jn 3, 17; Jn 12, 47), si no quiere que nadie perezca (2 P 3, 9) o no quiere la muerte ni temporal ni eterna del pecador (Ez 33, 11), entonces no debería existir el infierno.

¿Cómo conciliar pues la misericordia de Dios con la existencia de una realidad tan trágica y eterna como es el infierno? La clave está en la justicia divina, Dios es justo. Dios dará a cada uno lo que le corresponda como fruto de sus obras (Mt 13, 49-50; Jn 5, 29; Rm 2, 6-8).

Primero que todo debemos conocer el por qué del infierno y/o el para qué de su creación. El infierno fue creado por Dios para Satán o diablo y sus ángeles (Mt 25, 41) después de la conocida rebeldía (Catecismo, 391-392).

Y en segundo lugar, este mismo destino también es para quien mantuvo terrenalmente, incitado por el mismo Satán, una relación rebelde con Dios. El infierno es para quien deja este mundo sin la gracia santificante por una decisión personal, voluntaria y, de alguna manera, consciente.

“La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’…” (Catecismo, 1035).

Dios, muy a su pesar, permite al pecador que llegue al infierno. Es que ningún ángel o ser humano es arrojado al infierno si no se lo ha merecido o se lo ha buscado. Y merece estar en esa situación, que en fondo se ha conquistado, cuando el pecador persevera por siempre en su equivocada o mala disposición en relación con Dios.

Si Jesús afirmó que con la perseverancia (en la vivencia constante de la voluntad divina) se salvan las almas (Lc 21, 19), pues también existe otro tipo de perseverancia, una perseverancia negativa o equivocada, con la que se condenan las almas: la perseverancia en el mal, o en el pecado o manteniendo una constante y creciente distancia de Dios.

Es pues claro que Dios no envía a nadie al infierno, sino que es el ser humano mismo quien, muy engañado por el padre de la mentira (Jn 8, 44) a lo largo de toda la vida, decide actuar a espaldas de Dios, rechazando una relación de comunión con Él, rechazando su gracia y su misericordia.

Como tampoco “Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final…” (Catecismo, 1037).

Es por esto que la Iglesia considera al infierno como una situación de autoexclusión. “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” (Catecismo, 1033).

Ahora bien, cuando el apóstol San Pablo dice que Dios quiere que nos salvemos (1 Tm 2, 4) está diciendo simplemente que la voluntad Divina es el “querer” salvar o salvar lo salvable, no que Dios quiera obligarnos a salvar.

El reino de Dios, el cielo, Jesús nos lo muestra como un banquete, como una fiesta a la que estamos invitados a asistir pero con un traje adecuado –la gracia- (Mt 22, 11); fiesta a la que nadie nos puede obligar a asistir, ni siquiera Dios; Dios no impone la salvación, no nos obliga a estar donde no queremos estar o no vemos la necesidad o la importancia de estar.

Un ejemplo de esta autoexclusión lo encontramos en la parábola del Hijo Pródigo. Recordemos que cuando el Padre recibe con un abrazo al hijo menor y prepara en su honor una fiesta, el hijo mayor, a pesar de que el Padre lo llama, se autoexcluye de la celebración con argumentos propios de la lógica humana o con criterios mundanos (Lc 15, 28a).

La parábola no dice que el Padre obligue al hijo mayor a entrar a la fiesta. Por un resentimiento el hijo mayor se queda afuera de la casa del Padre, el problema es que ese resentimiento sea permanente y el hijo mayor muera en esa actitud. El hijo mayor no es capaz de aceptar que el Padre sea amoroso con su hermano menor. La bondad y la misericordia del Padre son evidentes ante sus ojos pero su corazón no es capaz de aceptarlas a favor de su hermano como tampoco a favor suyo.

Y esta autoexclusión puede ser ocasional y/o temporal, pero  también puede ser gradual y permanente (el efecto dominó); en éste segundo caso la persona inexorablemente se encamina paso a paso al infierno y, a la larga y cuando menos piense, llegará como oveja ingenua, sin darse cuenta, al matadero.

Démonos cuenta, pues, que para encaminarse la persona al infierno o para entrar a él no es cuestión necesariamente de ser alguien generador de iniquidad (Mt 13, 41), de ser un ser malévolo, o de vivir en función del mal sino también es negligencia y/o despreocupación por la propia salvación viviendo en situación permanente de pecado, sobre todo grave o mortal, aunque a los ojos humanos no haya nada reprochable, algo que, incluso, puede ser aplaudido por la lógica humana o la lógica o parámetros del mundo.

De manera pues que quien a lo largo de la vida, por ejemplo, no acepta la lógica de Dios (Is 55, 8; Mt 20, 12-15), quien es del mundo (Jn 15, 18-19), quien no construye la vida sobre la roca –Jesús, la piedra angular- (Mt 7, 24-25), quien vive sólo en función de satisfacer necesidades –y peor aun satisfacer necesidades creadas- (Mt 4, 1-10), quien no gasta la vida por Jesús y por su evangelio (Mt 10, 39), quien con hechos contradice su fe (Jn 3, 18), quien no se siente amado por Dios y por tanto no recurre a los sacramentos y, sobre todo, quien no reconoce su pecado (Mt 12, 32), es un potencial y firme candidato a entrar definitivamente en el infierno pues, viviendo en pecado –sobre todo el grave-, la persona se aleja de Dios con las tristes y dolorosas consecuencias. Y aquí está el infierno: estar lejos del amor de Dios aunque la persona no perciba este sufrimiento que puede ser temporal y eterno.

Es que hay errores trascendentales, errores que marcan o definen a la persona, errores que deciden sobre la vida, errores que una vez son cometidos ya no hay vuelta atrás.

Para entender el asunto pongo 3 ejemplos muy elementales: Un vehículo, un edificio y el examen estudiantil más decisivo.

El vehículo. Una cosa son pequeños descuidos reparables y otra son graves y prolongados descuidos irreparables. Si el dueño, por ejemplo, en vez de ponerle combustible llena el depósito con agua o nunca le cambia el aceite simplemente el automóvil quedará destruido o inservible para siempre.

El edificio: Quienes participan en la obra creen que lo han hecho todo bien, pero si el edificio se derrumba por sí solo o colapsa fue porque se construyó mal. Una vez el edificio queda convertido en escombros ya no hay nada que hacer.

El examen escolar. Del estudiante depende que el examen sea aprobado o no. Cuando un estudiante pierde un examen muchas veces le achaca la culpa al profesor: “Ah, es que el profesor me reprobó”. Pero ya sabemos que la realidad no es ésta, el profesor no le reprobó; el estudiante se reprobó a sí mismo al no estudiar o al no estudiar lo suficiente para aprobar el examen. Una vez perdido ese examen trascendental se perdió todo: tiempo, esfuerzos, dinero, etc.

Pues de la misma manera pasa en relación con la salvación. Dios no nos condena. Respeta nuestro libre albedrío. De nosotros depende si a lo largo de la vida nos prepararnos para el examen final o si seguimos tan tranquilos esperando superarlo al último segundo sin si quiera tocar un libro.

Cuando Dios nos crea, nos crea para que nos salvemos, y por esto Él no sólo ha puesto dentro de nosotros unas leyes que debemos conocer sino que además nos mandó a su Hijo para enseñarnos cómo respetarlas (Mt 7, 13-14; Lumen Gentium, 48) y, como si fuera poco, también para redimirnos, ofreciéndonos su gracia; pero Él no puede hacer nada más ni quiere hacer algo más si nosotros no queremos colaborar.

P. Henry Vargas Holguín.

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