“En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: ‘¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada’. Pero Él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: ‘Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros’. Respondió Él: ‘No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Mt 15, 22-24
«A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: ‘No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Mt 10, 5-6
En estos textos Jesús dice que la misión, tanto la de Él como la de los apóstoles, está dirigida a las ovejas perdidas de la casa de Israel. ¿Pero cuáles son las ovejas perdidas de la casa de Israel?
Para entender este asunto es necesario relacionar las profecías del Antiguo Testamento con sus cumplimientos en el Nuevo Testamento.
Y para esto es necesario hacer un repaso de la historia sagrada. Recordemos que Dios le hace a Abraham la promesa de que su descendencia será numerosa y que todas las gentes de la tierra, por la fe de Abraham, serán bendecidas (Gn 15, 5); pero dicha promesa pasa por Isaac y Jacob (Gn 17, 19; Gn 25, 33).
Y Jacob toma el nombre de Israel, quien tiene doce hijos (Judá, Rubén, Gad, Aser, Neftalí, Manasés, Simeón, Leví, Isacar, Zabulón, José y Benjamín), que con sus familias conforman doce tribus (Gn 35, 10; Gn 35, 22), las doce tribus de Israel.
Luego, a raíz de una sequía, las doce tribus de Israel emigran y se establecen en Goshen (Antiguo Egipto), pero más tarde fueron esclavizadas por los egipcios (Gn 45, 18; Ex 1, 1-13). Moisés saca de Egipto al pueblo elegido de Israel (Ex 12, 37-41) e Israel entra en la tierra prometida (La tierra comprendida entre el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates -Gn 15, 18-21-), y allí se establece (Jos 5, 11-12).
La nación se consolida y se expande durante el reinado del Rey Salomón (1 R 4, 21). Tras la muerte de Salomón le sucedió en el trono su hijo Roboam, quien optó por gobernar aún con más dureza que su padre (1 R 12, 1-15). Tal forma de gobernar provocó una insurrección que finalmente derivó en la división del reino en dos naciones enfrentadas (1 R 12, 16-21): al sur quedaría Judá, con tres tribus (Judá, Benjamín y Leví) y al norte Israel, conformada por las nueve tribus restantes (Rubén, Simeón, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón y José). Pero la tribu de José se dividió en dos grupos liderados por Efraín y Manasés, quedando un total de diez tribus.
La nación del norte es conquistada por los asirios en el año 722 A.C., y sus gentes y/o sus descendientes son dispersados por todo el imperio (2 Re 17, 6).
Con el paso de los siglos, dispersados entre otras naciones y asimilados a sus respectivas culturas, los descendientes de las diez tribus originales que ocupaban el reino del norte perdieron no solo su memoria e identidad sino que también no volvieron, como pueblo, a la tierra de Israel; hoy a aquellas diez tribus esparcidas por el mundo y olvidadas en el tiempo se les conoce como “las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Posteriormente Dios, por medio de los profetas, denomina a los descendientes de Israel como la Casa de Israel (Jr 5, 11) y les promete que no los dejará dispersados en el olvido (Jr 33, 14) y que, sin importar cuán lejos hayan sido dispersados, Él ungirá a un elegido a quien le asignará la misión de ir a buscarles (Ez 34, 23-24).
De manera, pues, que la historia de la casa de Israel estuvo marcada por la espera del Mesías prometido. Y si la casa de Israel recupera su identidad (se convierte de sus malos caminos, consecuencia de su contacto con las naciones en las que estuvo dispersada -Pr 1, 23-) y acepta al elegido del Señor Dios, Él la regresará a la tierra que dio a sus padres (Jr 23, 3-8). Ese día las dos casas (la casa de Israel y la casa de Judá) ya no serán dos naciones, sino una sola (Ez 37, 22).
Muy importante en la espera del ungido, fue la voz de los profetas que anunciaron los tiempos mesiánicos. Sin embargo, no fue fácil armonizar las voces de los profetas para tener una noción clara y única sobre el mesías. El profeta Daniel, por ejemplo, hablaba del Hijo del Hombre, un legislador que impusiera a la fuerza la ley, “a quien todos los pueblos, naciones y lenguas respetarían, y cuyo dominio sería eterno porque su reino no tendría fin” (Dn 7, 14). Pero, por el contrario, Isaías habla de un servidor sufriente “despreciado y evitado de la gente… curtido en el dolor” (Is 53, 1).
Y llegó el elegido o el rey o el ungido de Dios (Mesías en hebreo o Cristo en griego) de la profecía en la divina persona de Jesús de Nazaret.
Pero como muchos de sus contemporáneos, incluyendo la casi totalidad de la casa de Israel, escogieron o prefirieron erróneamente, de entre las nociones sobre el mesías, la noción más gloriosa, como la del profeta Daniel, entonces no aceptaron a Jesús de Nazaret como Mesías; es que ellos habían pensado que Él restauraría el reino de Israel de modo inmediato y a la manera humana (Lc 24, 21; Hch 1, 6), comenzando por expulsar al imperio invasor y opresor.
Y hoy en día las dos casas siguen a la espera de ese mesías con criterios humanos, aunque el apóstol San Pablo les dice, sobre todo a la casa de Israel:
«Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado».
Hch 2, 36
Esta situación obligó a dos cosas: Obligó a releer las escrituras y aceptar que “era necesario que el Mesías padeciera”, como les explicó Jesús a los discípulos de Emaús (Lc 24). Y obligó a Jesús a anunciar que a Israel le será quitado el reino y entregado a otro pueblo (Mt 21, 43), la Iglesia. La Iglesia es el nuevo Israel (Fil 3, 3; Rm 2, 28-29; Col 2, 11-12).
Los escritos del texto griego del Nuevo Testamento nos permiten entender por qué llaman ‘ekklesía’ al nuevo pueblo de Dios (el nuevo Israel), así como su referencia a la Iglesia de Dios. San Pablo habla a menudo de ‘Iglesia de Dios’ (1 Co 1, 2; 10, 32; 15, 9; 2 Co 1, 1; Ga 1, 13), de este modo destaca la continuidad entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, hasta el punto de llamar a la Iglesia de Cristo el ‘Israel de Dios’ (Ga 6, 16).
El Evangelio según San Juan indica que Jesús vino primeramente a la Casa de Israel y a la Casa de Judá, pero al no recibirlo como Mesías (Rm 9, 30-33; 10, 21; 1 Tes 2, 16), Dios llamó a los gentiles a formar parte de una nueva alianza.
Y esa nueva alianza se sella en la Cena del Señor (anticipo de su sacrificio en la cruz), que constituye una forma espiritual, ceremonial y visible de evidenciar que la Iglesia ahora es el pueblo de Dios y se constituyó en el nuevo Israel.
Por tanto la gratuita elección que antes hizo Dios de Abraham, Isaac, Jacob, tiene ahora su continuación en el resto de Israel y en los gentiles. Parte de los cristianos son los descendientes de Abraham (Rm 4, 11. 13-16; Ga 3, 16) y, por tanto, herederos. Son hijos de Abraham todos los que se justifican por la fe (Rm 4, 11-17).
En consecuencia, Abraham tiene una tercera generación de hijos. «No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo» (Ga 3,28; 6,15; Ef 2,16-18; 1 Cor 12,13; Col 3,11). Desaparecen todas las diferencias de raza, país y cultura. «No hay distinción alguna, pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús» (Rm 3, 22 ss.; Ga 2, 15-18).
La Iglesia es ahora la institución salvífica querida por Dios. Jesús, el Cristo o el ungido o el mesías, es quien desde hace dos mil años ha estado rescatando a las ovejas perdidas o dispersas del pueblo o de la casa de Israel (Mt 1, 21).
A esas ovejas perdidas y rescatadas de entre las naciones gentiles donde habían sido esparcidas y que han aceptado al ungido de la profecía el mundo se les llamó cristianos (Hch 11, 26), pero en realidad son la casa de Israel (Za 8, 13).
Estas ovejas o miembros de la casa de Israel están siendo congregados o unificados a medida que aceptan el Evangelio y se hacen cristianos, sirviendo al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Estos israelitas son unificados por Jesús primero en el orden espiritual, y la tierra prometida ya no será física o terrenal sino la realidad del cielo. Ellos son recogidos espiritualmente a medida que se unen a la Iglesia, pues la Iglesia es el nuevo pueblo de Israel. Y a través de la Iglesia llega a todas las gentes del mundo la bendición de Dios (la redención).
Fotografía del encabezado: Infocatólica.com
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