Casi todos los días nos enteramos por los medios de comunicación que en algún lugar del mundo ha pasado alguna desgracia o algún evento trágico de origen natural. Es indudablemente el problema más angustiante de aquellos que el ser humano pueda afrontar.
¿En el caso de las tragedias o desastres naturales, en las que se ve claramente que el ser humano es ajeno, es posible encontrar una explicación que no niegue a Dios y a su divina providencia?
Aquí estamos hablando de algo que sucede, e incluso tiene que suceder, independientemente de la voluntad humana, y contra lo cual normalmente no podemos hacer nada.
De hecho no depende del ser humano que, por ejemplo, las erupciones volcánicas o los terremotos sucedan y destruyan ciudades enteras. ¿Pero cómo explicar estos hechos? ¿Cómo conciliarlos con la providencia de Dios que todo lo dispone para el bien de todas sus creaturas?
Ante estos interrogantes hay que decir, antes que todo, que estas catástrofes no son la regla, sino la excepción. Si todos estos fenómenos llaman la atención de la humanidad es precisamente porque son la excepción.
Nos olvidamos de Dios en la normalidad de la vida y en la armonía de la naturaleza, pero sí lo recordamos para negarlo o para hablar mal de Él ante los desastres naturales.
Nadie se maravilla de ver caer la suave lluvia para fecundar los campos, pero sí todos se escandalizan o se sorprenden cuando, alguna vez, la lluvia cae de tal manera que inunde y arrastre lo que encuentre a su paso. En este caso, como en otros, nos sorprendemos, haciéndole mala cara a Dios, ignorando que, más de una vez y de alguna manera, la mano del ser humano está detrás de muchas tragedias.
Aunque el conocimiento que tenemos de la naturaleza es incipiente e imperfecto, es necesario responder a la anterior pregunta diciendo, antes que todo, que Dios no está al origen ni del dolor, ni del sufrimiento que los desastres naturales puedan causar; es decir, Dios no está detrás de ninguna clase de mal.
“Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, (cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1). Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:
«Porque el Dios todopoderoso […] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3)” (Catecismo, 311).
Dios no deja de ser lo que es ni deja de amar a la humanidad, solo porque Él ha querido su obra de la creación en constante dinamismo; es por esto que el planeta tierra lleva a cabo sus procesos, que le son propios. Dentro de esos procesos está el asentamiento de la tierra y/o su estabilización. Los terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, etc., hacen parte del proceso que se evidencia más sobre todo en las zonas geológicas más “jóvenes”.
Se trata de algo necesario, aunque la ciencia todavía no logre entender el por qué y/o el cómo de esos procesos o cuándo tendrán que terminar. Quizás llegue el día en el que la ciencia satisfaga más claramente y con exactitud nuestra curiosidad. Incluso con los avances y con los años se demostrará de que todo se trataba de un bien universal.
Llegará incluso un día en que la ciencia y la humanidad estarán en condiciones, en el mejor de los casos, de prevenir los fenómenos naturales en modo tal de evitar el mayor daño posible, si es que no podrá dominarlos o al menos controlarlos. Esto hace parte del querer de Dios que no solo le dio al ser humano la potestad de dar el nombre a cada ser creado sino que también le dijo que tenía que ser su señor: “Someted la tierra y dominadla» (Gén 1, 28). Lastimosamente el ser humano no ha entendido bien esta misión dada por Dios.
El asentamiento o el acomodamiento del planeta tierra implica modificaciones, rupturas, cambios aunque esto signifique el sufrimiento de algunos seres afectados. Cuando en este sacrificio se ve perjudicado el ser humano, quedamos sacudidos y dudamos de Dios.
“Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71)” (Catecismo, 310).
Ahora bien, se nos olvida que muchas veces las tragedias se dan porque, por ejemplo, el ser humano es imprudente: construye en lugares inadecuados, o no sabe construir, o no prevé futuras consecuencias de sus improvisaciones o errores que en su momento pasó por alto, ya sea por descuido como por ignorancia.
El relato bíblico de la creación nos dice que Dios no ha creado de la noche a la mañana cuanto existe. El libro del génesis nos dice que Dios hizo su obra durante siete días (Gen 2, 2), y esto implica un orden, un progreso, una sucesión de hechos. Dentro de este contexto puede encajar el dinamismo de la creación antes mencionado.
“La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección:
«Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, «alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiéndolo todo suavemente» (Sb 8, 1). Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Hb 4, 13), incluso cuando haya de suceder por libre decisión de las criaturas» (Concilio Vaticano I: DS, 3003)” (Catecismo, 302).
P. Henry Vargas Holguín.
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