Recuerdo hace ya varios años una homilía de un sacerdote al sur de Bogotá, en ella iluminaba su enseñanza con una imagen bastante común, algo así decía; “a muchos nos pasa, a veces cuando veo una película o una novela quisiera sentirme ese héroe que ayuda, el que lucha por un amor, el que libera a otros de la tiranía, el que surge, en fin; quisiera ser ese que influye en el cambio».
Esa imagen que nos es cercana trae consigo un doloroso condicionamiento; la TV y el CINE nos condenan a ser simples soñadores, a ser incautos espectadores de esas historias, a quedarnos amarrados a la silla, no pocas veces nos roban muchas horas aparcados en el sofá.
Algo así experimentamos los católicos pero por nuestro frágil querer, hemos caído en la mentira de que debemos ser simples espectadores del destino que pretende decretar la muerte de Dios, el oscurecimiento de la razón y la perdida de la fe, espectadores de la tragedia de la corrupción, del debilitamiento de la familia, del invierno demográfico -hasta en la propia Iglesia-, de la indiferencia, de la tiranía contra la vida humana por nacer y las ofensas contra la naturaleza y la sexualidad humana: cuando lo propio es qué estamos llamados a ser protagonistas de la acción liberadora que Dios ofrece a esas realidades como respuesta. «Aquí estoy Señor, envíame a mí», debe ser nuestra disposición de fe y vida.
Los católicos no estamos llamados a ser resignados espectadores sino protagonistas como lo fue Moisés. Dios no quiere ver sin el hombre cuanto lo oprime en este mundo sino que lo hace a través de la mirada del hombre y lo mueve a reaccionar haciéndolo su aliado, por eso dice:
“he visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos de los egipcios, a sacarlos de esa tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa…” (v 7-9) pero deja clara su pedagogía y método de liberación al decirle a Moisés; “ anda que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo…” (v. 10)
Ex 3, 7-10
El encuentro de Dios con el hombre buscará hacer arder su corazón como en la zarza, ese encuentro compromete, nos exige ser su vivo reflejo, evangelizar, implicarnos en hacer presente el reino que conlleva a ordenar las realidades temporales según Dios, con la certeza de que somos hombres y mujeres de Iglesia en el corazón del mundo. Cuando así obramos es Dios quien obra en nosotros, es Dios quién actúa liberando, Dios nos implica, bien nos aclaró San Agustín;“Quien te creo sin ti, no te salva sin ti”, mientras la llamada de la Iglesia hoy más que nunca retumba para nosotros los laicos:
Que todos los laicos sean protagonistas de la Nueva Evangelización, la Promoción humana y la Cultura cristiana. Es necesaria la constante promoción del laicado, libre de todo clericalismo y sin reducción a lo intraeclesial”
Doc. Sto. Domingo, 97.