Fe

Aprender a amar como Él nos amó

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Escrito por Sin Medida

La entrega total y la fidelidad permanente al Amor constituye la base de vuestro testimonio ante el mundo.

San Juan Pablo II

Por: Diana Andrea Toquica Arenas

Estudiante de Maestría en Ciencias – Matemáticas de la Universidad Nacional de Colombia.
27 años. Integrante del Movimiento Interuniversitario Sin Medida.

El Sagrado Corazón de Jesús ha sido una fuente de esperanza para nuestra humanidad. El 23 de agosto de 1856 el Papa Pío IX promulgó el documento eclesiástico en el cual “acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica” [1] y desde ese momento tradicionalmente nuestra Iglesia, dedica el mes de junio a contemplar uno de los misterios más importantes de nuestra fe: la existencia de un

“Corazón que que ha amado tanto a los hombres, que no ha omitido nada hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor”. [2]

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“Un corazón que no ha omitido nada hasta consumirse para manifestar su amor” Jesús a santa Margarita Maria Alacoque

Ahora bien, la realidad de contemplar y hacer parte de nuestra vida lo que guarda el Sagrado Corazón de Jesús no es una tarea sencilla y me atrevo a decir que la razón está en que este Corazón denota lo infinito del amor de Dios por nosotros, que somos criaturas en búsqueda constante de cuantificar, medir, condicionar. Por ejemplo, en los Evangelios se nos presentan algunas situaciones en las que quienes rodeaban a Jesús buscaban saber quién era el más grande (Mc 10, 33-35), cuáles son las reglas para alcanzar la vida eterna (Mc 10, 17-27 y Lc 10, 25-29) o cuál es el mandamiento más importante (Mc 12, 28-34), entre otros cuestionamientos que dejan ver cómo desde nuestra naturaleza queremos buscar un método, una clasificación incluso de nosotros mismos. Sin embargo las respuestas de Jesús a estos cuestionamientos resultan ser desconcertantes pues lejos de dar un paso a paso o una categorización de las situaciones o sentimientos, Él da una regla que aplica para todo: “ámense unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán que son mis discípulos, en cómo se aman” (Jn 13, 34-35).

Este mandamiento implica un razonamiento más que si nos hubiera dado una lista de cómo seguirlo, implica volver los ojos a su Sagrado Corazón, comprender que su modo de amar es negarse por completo en su naturaleza humana y divina para glorificar al Padre. Con esto, cobra sentido el perdonar setenta veces siete (Mt 18, 21-22), poner la otra mejilla (Lc 6, 29-42), dar la vida por los amigos (Jn 15, 13) porque haciendo todo esto nos negamos a nosotros mismos y podremos unirnos a Pablo al decir con total seguridad:

“Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Teniendo en cuenta lo anterior, nuestro Señor en su infinita sabiduría nos ha permitido vivir desde siempre unos con otros justamente para poner en práctica la ruta que Él nos ha planteado. Desde el inicio de nuestra historia personal y como humanidad nos encontramos en comunidad: la familia, los amigos, la pareja, la congregación, etc; quisiera concentrarme en cómo Dios moldea nuestro corazón en aquella comunidad que elegimos según nuestra vocación y estado de vida.

Empezar un camino de conversión y de adhesión a la persona de Jesús, implica caminar con otros ya sea en algún grupo parroquial, comunidad, ministerio, etc. Es allí donde nuestra naturaleza condicionante se pone a prueba. Vivir en comunidad no es una tarea fácil y basta ver que aún los primeros cristianos tuvieron situaciones retadoras ya fuera por el arresto y muerte de Jesús o por el trabajo que implicó difundir el mensaje del Evangelio por todo el mundo. Cada quien en su formación espiritual, su cercanía con algunos carismas de la Iglesia, la forma de vivir, su profesión, su carácter, la vida familiar, los sueños y proyectos hacen que individualmente seamos únicos, profundamente amados por nuestro Dios y en comunidad diferentes, buscando amarnos unos a otros como Él nos amó.

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Caminando juntos hacia una misma meta: amar como Él nos amó.

Particularmente hoy en día tener un momento para encontrarse con los hermanos y amigos a orar, leer y estudiar la Palabra y servir a otros resulta una tarea difícil por las ocupaciones y la conciliación de los tiempos; lo ajetreado de la cotidianidad muchas veces nos roba aquellos momentos para crecer espiritualmente escuchando al otro, el egoísmo que nos vende el mundo no nos permite negarnos a nosotros mismos para hacer algo por el hermano, la autosuficiencia por momentos nos convence de creer que no necesitamos a nadie para ser felices y alcanzar nuestras metas, incluso cerrarnos al diálogo y al reconocimiento de nuestras emociones a veces nos ha hecho pensar que ante un conflicto lo mejor es abandonar algún lugar. Pero es que como bien lo dijo San Juan de la Cruz, “en el
atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor”
aquel que se manifiesta con obras.

Sin embargo, en las primeras comunidades cristianas, no era la conciliación de las diferencias ni la acción de algún líder lo que los mantuvo unidos y enfocados en la tarea que el mismo Jesús les había dejado sino “la escucha frecuente de las enseñanzas de los apóstoles, la unión fraterna, partir el pan y las oraciones; todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común (…) Todos los días acudían al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 42-47). Sin duda alguna era el mismo Espíritu Santo quien los congregaba y les permitía trabajar asiduamente por construir el reino de Dios, de esta manera quienes los veían se asombraban de lo que hacían y se preguntaban qué había en ellos.

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En Pentecostés el Espíritu Santo nos dio la fuerza para ser Iglesia y estar unidos unos a otros a la Vid: nuestro Señor.

Es así que estamos llamados a descubrir el Sagrado Corazón de Jesús en los hermanos y compañeros de camino hacia el Cielo que nuestro Señor nos ha regalado, lo cual es posible si procuramos vivir como aquellas primeros cristianos que con la Palabra, los sacramentos y el servicio lograron que todo el mundo supiera de las maravillas que había hecho Dios en sus vidas. Y es que vivir en comunidad es justamente eso: descubrir la hermosa acción de Dios en la vida de cada uno pues ello nos permite alabarlo y agradecerle, tener un corazón contrito por las veces en que despreciamos al otro por pensar o actuar diferente y pedirle
constantemente que su presencia esté en nuestras vidas para no desviarnos de camino. Vivir de tal manera que cuando otros vean cómo nos amamos entre nosotros, se pregunten qué nos hace vivir así.

Caminar hacia la santidad en comunidad es descubrir que la persona que nos acompaña es un regalo de Dios para volver los ojos a Él. Este descubrimiento nos lleva a vivir la fe con obras de misericordia (Sant. 2, 14-26), obras que en sí mismas conllevan negarnos y sacrificarnos, es decir trabajar fuertemente en aquellas virtudes que nos hacen mejores seguidores de Jesús: la Fe, la Esperanza y la Caridad. La comunidad ciertamente es el terreno preciso para entrenarnos y un día mirar a los ojos a nuestro Señor y decirle: amé a mis hermanos como Tú me amaste desde el principio.

Referencias:

  • [1] S.S. Pío XII. Carta encíclica Haurietis Aquas. 1956. La Santa Sede, https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p xii_enc_15051956_haurietis-aquas.html
  • [2] Santa Margarita María de Alacoque. Autobiografía. Traducción de SJ. Ángel Sánchez Taruel. 1890. https://aparicionesdejesusymaria.files.wordpress.com/2011/06/santa-margarita-mc2aa-alacoque-autobiografc3ada.pdf
  • [3] Biblia Católica para Jóvenes. Editorial san Pablo.
  • [4] Red Nacional de Nueva Evangelización. Permanecer y Perseverar.

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