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La Iglesia Católica, fiel a la Sagrada Escritura como fuente de revelación y de doctrina, enseña conforme al Decálogo que toda mentira es un pecado, aunque admite matices sobre su gravedad según las circunstancias, lo cual no equivale a una relativización moral del mal. Precisamente, el catecismo señala que «mentir es hablar o actuar contra la verdad para inducir a error«.
Citando a Santo Tomás de Aquino, quien afirmó que la mentira se opone directamente a la virtud de la verdad, el artículo original plantea que no hay mucho desacuerdo entre las autoridades morales sobre la falsedad de la mentira en general.
Sin embargo, se ha debatido si algunos tipos de falsedades pueden justificarse en ciertas circunstancias, como cuando decir toda o parte de la verdad podría causar un daño injusto a los inocentes. Se menciona el ejemplo legendario de San Atanasio, quien cuando huía de sus perseguidores y le preguntaron si sabía dónde estaba, respondió «¡No está lejos!».
Patrick Lee, profesor de la Universidad Franciscana de Steubenville, opina que las reglas contra la mentira en la Biblia «suenan como si tuvieras la obligación con la verdad». No obstante, ha habido intentos entre pensadores católicos de justificar algunas formas de mentira o “deshonestidad”, como la «reserva mental» de los jesuitas, una práctica controversial que los críticos argumentan equivale a mentir.
Jimmy Akin, apologista principal de Catholic Answers, explica que al practicar la reserva mental «uno dice algo que es técnicamente cierto pero retiene o reserva parte de la verdad». Esto permite que la persona a la que se habla saque una conclusión incorrecta, sin que uno haya dicho algo técnicamente falso y por tanto haya mentido.
La Iglesia católica enseña que mentir es hablar o actuar contra la verdad para inducir a error. Y mediante la sabiduría popular, se nos dice que “no existen las «mentiras piadosas»”. También, que una verdad a medias es una mentira completa. Pero, ¿qué nos enseña la Ética? ¿Qué la moral? Ambas a la luz de la Fe y de la Razón, es decir, moderadas por el Evangelio.
Si de la ética se trata, hay que aprender a morigerar nuestros actos y palabras conforme a las virtudes cardinales: Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza; no hay que ser locuaces, sino discretos: «Sí, cuando es sí; y No, cuando es no».
Si de la moral, cabe recordar el principio «Agere sequitur esse»: «El acto sigue al ser», es decir, se refiere claramente a la Integridad, a ser de una sola pieza, sólido. Lo cual no significa psicorigidez ni ser recalcitrante o fundamentalista, sino tener el hábito de la honestidad, ser una persona de palabra (cumplir lo que se promete y, especialmente, los compromisos). Pero, como en lo ético, debe deliberar la conveniencia o no de un acto o de lo que se dice: a quién, por qué, para qué y si es conveniente o no hacerlo o callar. Sólo el juramento, ante la autoridad legítima y competente, exige decir todo lo que corresponde, para el bien, esto es, para ayudar a que salga a la luz la verdad.
En contraposición, la persona corrupta en vez de ser discreta, suele ser locuaz, incontinente y, por lo tanto, desmedida e imprudente, y no mide el alcance de sus palabras ni de sus actos o, simplemente, no le importa, lo que ya es una psicopatía; pero además, es aquella que ha sido deformada por sus malos hábitos, producto de la repetición de actos deshonestos que se vuelven costumbre: es una degradación humana que consiste en que la persona se hace a sí misma mendaz (mentirosa), indigna de credibilidad y de confianza, deshonesta.
Amerita, pues, cotejar y comprender muy bien la diferencia, para actuar con mesura y equilibrio, ponderación, sindéresis y sentido común; con inteligencia aguda, pero sin malicia. Y esto supone, siempre, un arduo proceso de formación que consiste en estructurar las propias tendencias y pasiones, formar el carácter y madurar que es, finalmente, la capacidad de dar a cada cosa la importancia que tiene, la que le corresponde, y no la que el individuo le asigna subjetivamente según su particular y desviado interés. En esto, la ayuda más idónea será siempre la ascesis cristiana.