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Navidad: ¿Verdad o un simple relato? Entre la Tradición y la Literatura…


Hubo un tiempo cuando la literatura se ocupaba de recordarnos la realidad y de situarnos en ella desde los particulares puntos de vista y la genialidad de sus autores. Aún hoy, su valor, así como algunos escritores y pasajes, pueden venir en nuestro auxilio.

El pensamiento y la reflexión literaria pueden rescatarnos del ensimismamiento egoísta, de la abulia, de la apatía, de las fantasías propias del “buenismo” y de las falsas solidaridades…

Y lo hacen con mayor eficacia cuando se dan a la tarea de comprender y de narrar una auténtica Tradición, como lo es la Navidad. Pero… ¡Cuidado!, porque, al hacerlo, nos pueden llevar a descubrir una verdad que nos trasciende y que nos pone de cara ante nuestra propia y personal verdad.

¿De qué sirve, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Por ventura la fe de ese tal puede salvarle? Si un hermano o hermana están desnudos y carecen del diario sustento, y uno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos y saciaos”, mas no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿qué aprovecha aquello? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta como tal.

Santiago 2, 14-17
La Santa Biblia, Versión de Mons. Juan Straubinger

Desde cuando Charles Dickens publicó en 1843 la que llegaría a ser su obra más famosa, «Un Cuento de Navidad» –también traducida bajo el título “Balada de Navidad”–, ésta no sólo mantiene su vigencia, sino que prevalece como una especie de oráculo, pues siempre logra tocar aquellas fibras que invitan a recobrar lo que nos queda de sensibilidad humana y de solidaridad, de verdadera Caridad.

Más allá de su innegable actualidad, esta admirable historia y muchas otras obras literarias que se establecieron como referentes de auténtica humanidad, hoy ya no transforman nuestra conducta ni alcanzan a influir en la consolidación de un modelo de sociedad, de igual modo que dejaron de hacerlo la educación y los valores que la cimentaban.

Truculencia sin moralejas

En estos tiempos en los que todo puede ser “deconstruido”, recodificado y reinterpretado, es decir, re-creado ideológicamente y re-presentado vía multimedia o por medio de la “IA”, el ‘transhumanismo’ ha conllevado a una pérdida del referente de la Caridad y, con él, del verdadero contexto de la Navidad. Saltan a la vista fenómenos que van mucho más allá de una simple brecha generacional: desde el desarraigo hasta la pérdida de la inocencia.

Por ejemplo, quienes intentan formar a sus hijos apelando a la literatura y a las “moralejas” o enseñanzas con las que concluían bellamente los relatos –que muchos coleccionamos pensando leérselos e imaginando sus caritas inocentes sonrojadas de felicidad por el aprendizaje–, ven cómo en su lugar asoma y se dibuja una risita burlona, maliciosa y condescendiente…

Hoy, si estas historias no están avaladas por una versión cinematográfica cuyo entramado se teje sobre las pasiones más abyectas y execrables, es como si no existieran.

Hay que ver el abismo que media entre el carácter y el tono con el que hablan la Caperucita o la Blanca Nieves de las obras literarias originales, y la histérica personalidad y el temperamento destemplado de las del cine. Sí: lo que Dickens denunció en su tiempo, se queda corto ante la ignominiosa degradación que impera y que se legitima hoy bajo el ropaje de una espontaneidad emotiva e insustancial.

Signos y características propias de nuestra época son la abundancia material y un prolífico desarrollo tecnológico vertiginoso sin antecedentes en todos los campos. Estos deberían bastar para dispensarnos –además de comodidad– una gran prodigalidad y bienestar social. Pero la realidad es tozuda y revienta la burbuja, siempre más cerca de nosotros de lo que suponemos.

Es así como tenemos, de una parte, personas cuyo pensamiento y vida idealistas transcurren en medio del buenismo y del romanticismo imperantes, que en ocasiones resultan no sólo extravagantes sino incluso repugnantes.

Es el caso de muchas que se dedican a “rescatar” y alimentar animales callejeros, mientras que, paradójicamente, menosprecian la dignidad humana en la persona de sus familiares, parientes o conocidos. Se justifican a sí mismos apelando a un pseudo fatalismo existencial según el cual “mientras más conozco al hombre, más quiero a mi perro”.

La expresión, propia del excéntrico filósofo griego Diógenes Laercio, quien vivía como un indigente y dormía dentro de un barril con su perro, fue usada siglos después por el emperador Carlomagno, posteriormente por el poeta Lord Byron y finalmente por Adolfo Hitler, quien demostró hasta la saciedad lo consecuente que era en su actuar con su modo de pensar.

El contraste es evidente: los animales son territoriales y posesivos, actúan movidos por el imperio de sus instintos y, gracias a la generosidad de sus bien intencionados proveedores, se pelean entre sí por la abundante comida que hoy encuentran disponible en casi todas las puertas, mientras muchas personas viven acuciadas por la falta de trabajo y una pobreza vergonzante que las obliga a sobrellevar en silencio la angustia de tantas necesidades que no pueden satisfacer.

También las hay supra trascendentales, “creyentes”, “religiosas” y en apariencia “piadosas”, que no cesan de explorar todo cuanto atañe a “los últimos tiempos” y que ven como algo ya muy próximo el inminente segundo advenimiento del Mesías. Estas se la pasan desentrañando profecías y dedicadas a “orar intensamente” pidiendo que así sea y que “el Señor redima a todos los hombres”. Convencidas de la necesidad de estar “preparados“, invierten entretanto y con previsión sus ahorros y pensiones en la compra y en la construcción de “refugios” para cuando llegue el momento, que se hará patente mediante un “aviso” que sacudirá y “corregirá” la conciencia de toda la humanidad.

Una “humanidad” que, como se ve, ya no es tal, precisamente, porque perdió un rasgo esencial y definitorio: la Conciencia. Al dejarla oscurecer en las brumas del “progreso” y del “bienestar”, en los ensueños buenistas o en las divagaciones mesiánicas, pervirtió su inteligencia y su voluntad, hasta el punto que “de tal abundancia del corazón habla su boca”. Y lo hace con una pertinacia obsesiva. Una conciencia que tal vez ya no pueda ser “corregida”, sino que deberá ser enteramente restituida.

Tal vez esto último sea no sólo algo posible sino una esperanza cierta, aún en medio del pintoresco “adventismo” al que da cabida. Y deberá ocurrir en virtud de lo que se advierte cada vez más como la caída inevitable de la “civilización”, ante la degradación de “esta pobre humanidad agobiada y doliente” y de la visible decadencia del mundo. Los hechos dan cuenta del imparable declive de la sociedad.

Inmersos como estamos en esta situación, quizás aún nos quede algo de lucidez para preguntarnos si a nuestra generación realmente le fue arrebatada la inocencia o si, cómplices, nos dejamos fascinar y arrastrar ante el asedio y la seducción propios de las realidades profanas. Quizá debamos reconocer que lo permitimos, que nos olvidamos de las realidades sagradas y cedimos hasta el olvido, el abandono e, incluso, la renuncia de los Principios. Tal vez hoy debamos abrir los ojos y descubrir que, al hacerlo, lo que hicimos fue remover nuestro andamiaje humano y social de su propio quicio.

Un contraste necesario para alcanzar la lucidez

Pero también caben otras preguntas: ¿Aún puede haber lugar para la esperanza? ¿En dónde obtendríamos una respuesta? Quizá si establecemos un contraste entre dichas realidades y atendemos al valor de las más sublimes, podríamos aventurar una salida.

Comencemos por afirmar que no hay ética ni estética posibles si no están vinculadas a la realidad espiritual. Resulta paradójico constatar cómo los hechos profanos dan perfecta cuenta del estado de las realidades superiores, no en cuanto a sí mismas, sino en el corazón de las personas, en el de los pueblos, en el de los gobernantes, en los de los gobernados y en el de las sociedades.

Ante el contraste, lo primero que viene a la mente es apelar a lo que aún nos queda de sensibilidad y evocar aquella “balada de navidad” que narra la aparición del fantasma de Marlin y los escrúpulos de Scrooge (en la foto), que en su tiempo removió con fuerza las conciencias, aunque hoy parezca exigua para movernos siquiera un ápice del sopor.

Dicha historia, además, nos recuerda aquella clarísima y escueta advertencia de Jesús: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto” (Lucas 16, 31). Y habida cuenta de la situación, hoy menos que nunca.

El misterio que encierra la clave de nuestra grandeza, en la mente de creyentes y no creyentes

Pero es precisamente la Navidad la única realidad que podría restituir al hombre su grandeza original y volver a situar la historia dentro de su órbita natural. Y lo es, en tanto es en sí misma la más sublime de todas las realidades espirituales, debido a la grandeza del misterio que encierra.

Por ello no es viable una reafirmación ni una expresión literaria y pedagógica de la Navidad, si no está referenciada en lo que constituye su origen, su esencia y su razón de ser. Sin esta ineludible consideración espiritual, no sería posible la Navidad. A esta se han plegado los grandes literatos, incluso ateos, de todos los tiempos, que –sobreponiéndose a sus escrúpulos racionalistas– han buceado allí, y han descrito cómo “la fuerza del Misterio es capaz de imponerse a la libertad humana sin violentarla” (Expresión citada aquí).

Comencemos por Juan Manuel de Prada, quien en su artículo del 18 de diciembre de 2016 titulado “¡Feliz Navidad!”, escribe:

«Decía Chesterton que en Navidad celebramos un trastorno del universo. Adorar a Dios significaba hasta la Navidad alzar la mirada a un cielo inabarcable que nos estremecía con su vastedad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa dirigir la mirada hacia el interior de una cueva lóbrega, para reparar en la fragilidad de un niño que llora en un pesebre. Las manos inmensas que habían modelado el universo se convierten, de súbito, en unas manos diminutas que tiemblan en el frío de la noche y buscan el calor del pecho de su Madre».

Para quienes somos creyentes –y aún para quienes no lo son–, el milagro más grande después de la Transubstanciación en la Sagrada Eucaristía es que Dios se hubiera hecho hombre, y que para ello hubiese dispuesto tener una Madre, que no podía ser sino una criatura “plena de gracia”. En eso consiste la Navidad. Es Dios quien lo hace. Y tan Omnipotente es, que puede hacerse hombre, venir al mundo como lo hacemos todos los hombres y mantener Su Divinidad intacta, por Amor, que es la cima de la locura.

Continúa Juan Manuel de Prada:

«Divinidad y fragilidad habían sido hasta ese momento conceptos antitéticos; pero la Navidad los obliga a juntarse […] y subvierte por completo nuestras categorías mentales. Los hombres, que desde la noche de los tiempos se habían arrodillado ante la furia apabullante de los elementos, deciden arrodillarse de repente ante un recién nacido, mucho más pequeño y desvalido que ellos mismos, pues ni siquiera ha podido ser alumbrado en una posada. Ante una tempestad o una lluvia de estrellas uno puede arrodillarse con miedo; ante un niño que ha nacido en una cueva, como un proscrito, uno sólo puede arrodillarse con amorosa y emocionada piedad.

[…] Al asumir Dios la fragilidad de la naturaleza humana, se inauguró una nueva era de la Humanidad, que desde entonces pudo entender mejor el sentido sagrado de la compasión; pues, desde el momento en que Dios se había hecho frágil como nosotros mismos, resultaba más fácil abrazar la fragilidad del prójimo […].

Por eso la Navidad puede considerarse una fiesta de locos rematados; y por eso, cuando falta el manantial originario de esa locura, se convierte en una fiesta indecente, puro sentimentalismo vacuo que revuelve las tripas y estraga el alma, por mucho que finjamos alegría y regocijo (o, sobre todo, cuando fingimos alegría y regocijo). Pues deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en un aspaviento disfrazado de algarabía, atracón de turrones y vomitera nocturna; una sórdida orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de pacotilla».

Cuando el sentido con el que celebramos la Navidad es auténtico, es cuando entre las personas y las familias se comparten espontáneamente todas esas oraciones, esas meditaciones, esas canciones…, todas esas comidas y buenos sentimientos. Es como si, por inspiración Divina, la humanidad sacara lo mejor de su corazón y, en un repertorio inagotable, estuviésemos dispuestos a compartirlo sin fin y sin medida. ¿Qué nos pasa el resto del año? Ah… ¡Si todos los días fuesen Navidad!

Jean-Paul Sartre escribió en prisión una breve obra teatral titulada “Barioná, el hijo del trueno (Misterio de Navidad)”, que fue representada por un grupo de presos en un campo de concentración alemán en 1940, y que apenas aparece como apéndice en su recopilación de obras teatrales. Recordando lo que significó dicho acontecimiento, escribe:

«Mi primera experiencia teatral fue particularmente afortunada. Mientras estaba prisionero en Alemania en 1940, escribí, puse en escena e interpreté una obra de Navidad que, consiguiendo esquivar la vigilancia del censor alemán por medio de símbolos sencillos, se dirigía a mis compañeros de cautiverio (…) en aquella ocasión, al dirigirme a mis compañeros por encima de las luces de las candilejas y hablarles desde su condición de prisioneros, les vi de repente tan realmente silenciosos y atentos que comprendí lo que el teatro tenía que ser: un gran fenómeno colectivo y religioso».


El autor de la nota sobre esta obra de Sartre, dice: “No deja de ser paradójico que el autor más ‘confesionalmente ateo’ del siglo XX escribiera la que es, quizá, la mejor descripción literaria del Misterio de la Encarnación”. Así se refiere el mismo Sartre a su obra:

«…Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes».

Y en la reseña reitera: “La obra, como casi todas las de Sartre, se lee con facilidad y ritmo, resulta de una gran belleza y está cargada de emoción, de misterio, de esperanza. Se podría decir que la esperanza es la columna vertebral de todo el argumento. Es un libro precioso para acercarse, en este tiempo, al Misterio de la Encarnación”.

Nótese cómo ese tema de unión entre cristianos y no creyentes se refería no a una realidad profana, como un armisticio en medio de la guerra, sino a la más sublime y espiritual: el Misterio de la Encarnación, que da origen a La Navidad.

A continuación, un breve extracto de esta obra, publicado por J. Jesús García y García en EL OBSERVADOR DE LA ACTUALIDAD, No. 389 del 22 de diciembre de 2002:

«Como hoy es Navidad, tiene usted derecho a exigir que se le muestre el nacimiento. Aquí está. Aquí está la Virgen y aquí está José y aquí está el Niño Jesús. Pero escuche: no tiene más que cerrar los ojos y le diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al Niño. Lo que habría que pintar sobre su rostro sería una admiración ansiosa que sólo apareció una vez sobre una figura humana porque Cristo es su Hijo, la carne de su carne y el fruto de sus entrañas. Lo llevó nueve meses y le dará el seno, y su leche se convertirá en la sangre de Dios.

Y, por momentos, es muy fuerte la tentación de que olvide que Él es Dios. Lo aprieta en sus brazos y dice: ¡Mi pequeño! Pero en otros momentos permanece toda sobrecogida y piensa: Dios está aquí. Todas las madres se detienen así por momentos ante ese fragmento de su carne que es su hijo y se sienten en exilio ante esa vida nueva que se ha hecho con su vida y a la que habitan pensamientos extraños. Pero ningún hijo ha sido más rápidamente arrancado a su madre, porque Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella puede imaginar.

Hay otros momentos, rápidos y escurridizos, en que siente a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño de ella, y que es Dios. Lo mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne es mi carne. Está hecho de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se me parece. Es Dios y se me parece’. Y ninguna mujer ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios pequeñito al que se puede tomar en sus brazos y cubrir de besos, un Dios que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar y que vive. Y es en esos momentos cuando yo pintaría a María, si fuera pintor, y trataría de expresar el aire de intrepidez tierna y de timidez con la cual adelanta el dedo para tocar la suave pielecita de su Hijo-Dios, del que siente sobre las rodillas el peso tibio y que le sonríe.

Esto en cuanto a Jesús y en cuanto a la Virgen María. ¿Y José? A José no lo pintaría. Sólo mostraría una sombra al fondo de la granja y dos ojos brillantes. Porque no sé qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Adora y es feliz de adorar. Y toda la vida de José, me imagino, será para aprender a aceptar».

Esto es literatura, poesía…, y ética. A eso es a lo que me refiero cuando hablo de realidades sublimes, que no se pueden desvincular de su matriz espiritual.

La ética es racional, y su fuerza estriba en un pensamiento sujeto a la Verdad de las realidades que lo trascienden. Nos remite a nuestra auténtica naturaleza y a nuestra finalidad, a vivir y a asumir nuestra realidad concreta, sin que en ello medien la mentira o el engaño. Nos lleva a descubrir el propósito de nuestra vida, y le confiere toda la plenitud de sentido que realmente tiene.

Por ello, como decía Víctor E. Frankl parafraseando a Nietzche: “El que tiene un por qué, es capaz de encontrar el cómo. En ese cómo radica la estética. A las realidades, luego de encontrarles su sentido, solía dárseles una salida estética, expresiva y ordenada. Hoy no se comprende la realidad y, en consecuencia, la única salida que se le da es convulsiva y desordenada.

Volviendo a Chesterton, éste decía:

«Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural».

A lo que Juan Manuel de Prada adosa:

“Quitadle a la Navidad su cataclismo sacro, ese trastorno del universo del que hablábamos más arriba, y no encontraréis la verdadera fiesta, sino su parodia grotesca y antinatural…

No hay felicidad sin una aceptación íntegra de nuestra naturaleza, que incluye una vocación religiosa; y tal vocación no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza”.

Por su parte, el escritor francés Georges Lenôtre (pseudónimo de Théodore Gosselin), historiador y literato, dotado de una fina agudeza para retratar la otra cara de la revolución francesa, en el cuento «El árbol de Navidad del señor Auvrigny», se preguntaba a través de uno de sus personajes:

«Cuando dispongáis de tiempo, señor Birou, ya tendréis la amabilidad de explicarme cómo puede ofuscar vuestros sentimientos igualitarios la imagen de un niño tendido sobre la paja de un pesebre…».

También hoy muchos se plantean honestamente –y sin idealismos– la misma pregunta: ¿Cómo podría hacerlo? Si sólo Dios ES Paz, sólo Él puede concederla a través de Jesús, el único Príncipe y Señor de La Paz.

Al respecto, fue Andrè Frossard, reconocido periodista y escritor también francés, heredero político de la revolución y educado en el más perfecto ateísmo, quien afirmó:

«La fe es lo que permite a la inteligencia vivir por encima de sus propias posibilidades».

Andrè Frossard, amigo y biógrafo del Papa Juan Pablo II

De modo, pues, que es la propia razón la que invita a sobreponerse ante las realidades profanas, y a resolverlas fijando la mirada en las más sublimes; a salir del desierto atroz en el que no habitan la ética o la estética; a pedir, como lo hizo Juan Ramón Jiménez en su poema “Eternidades”:

«¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas.
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!».

Es decir, que se vuelvan a escribir cuentos sobre la esencia de las cosas, que son los que verdaderamente enseñan. Para que las cosas sean lo que son: que un cuento, sea un cuento; un mensaje, un mensaje; un relato, un relato; y la Navidad, la Navidad… Sin cuentos.


*Imagen: Ebenezer Scrooge, protagonista de la novela “Cuento de Navidad” de Charles Dickens. Tomada de es.kisspng.com

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