Es precioso por su historia, por su significado y por su poder.
Es la señal de mi fe; muestra quién soy y lo que creo.
Es el resumen del Credo.
Es la señal de mi agradecimiento.
Tengo que hacer con amor y emoción este gesto que me recuerda que Jesús ha muerto por mí.
Es la señal de mi intención de obrar, no para la Tierra, sino para el Cielo.
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Al hacerla, y pronunciando estas misteriosas palabras
«EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO» me comprometo a obrar:
• en el nombre del Padre que me ha creado,
• en el nombre del Hijo que me ha redimido,
• en el nombre del Espíritu Santo que me santifica.
En una palabra: a actuar como hija o hijo de Dios.
Este signo es la señal de la consagración de toda mi persona.
Al tocar mi frente: ofrezco a Dios todos mis pensamientos.
Al tocar mi pecho: consagro a Dios todos los sentimientos de mi corazón.
Al tocar mi hombro izquierdo: le entrego todas mis penas y preocupaciones.
Al tocar mi hombro derecho: le consagro mis acciones.
La señal de la Cruz es en sí misma fuente de grandes gracias.
Debo considerarla como la mejor preparación a la oración, pero ya es en sí misma una oración, y de las más impresionantes.
Es una bendición.
Si me emociona ser bendecido por el Papa, por un Obispo, ¡cuánto más ser bendecido por el mismo Dios!
Señor, concédeme la gracia de hacer de mi señal de la cruz un «Heme aquí» motivador para la oración, para la acción, para mi día entero; así como una poderosa llamada de las bendiciones del cielo sobre mí.
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