Reproducimos el «post» del Padre Leandro Bonnin, en el que transcribe algunos significativos párrafos del libro «Informe sobre la fe», que destacan la necesidad de volver a María.
El libro fue escrito en conjunto por el Periodista e Historiador Vittorio Messori y el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.
Allí el cardenal, luego de manifestar con honestidad las dudas doctrinales que en el contexto teológico de su época, del Concilio Vaticano II y del período postconciliar experimentó con respecto a ciertas afirmaciones piadosas y «fórmulas antiguas» que exaltaban a la Virgen María en lo que parecía ser un lenguaje quizás exagerado, confiesa que con el tiempo se percató de que no había exageración alguna y que, por el contrario, el testimonio Mariano del Papa Juan Pablo II así como el posterior desarrollo de la confusión doctrinal que ha tenido lugar entre los mismos consagrados, han depurado la cuestión y la han dejado ya bastante clara y definida: hay que volver a María, vencedora de todas las herejías.
A continuación, el texto publicado por el P. Bonnin (Los énfasis y destacados son nuestros).
Leandro Bonnin, el 28.04.20 a las 5:00 PM
Transcribo a continuación unos fascinantes párrafos de “Informe sobre la fe«. Los comentarios de Vittorio Messori se intercalan a las palabras textuales del Card. Ratzinger, pero fueron publicados en conjunto con la autorización y supervisión expresa del Cardenal.
María
Para resolver la crisis de la idea misma de Iglesia, la crisis de la moral, la crisis de la mujer, el Prefecto propone, entre otros, un remedio «que ha demostrado concretamente su eficacia a lo largo de la historia del cristianismo. Un remedio cuyo prestigio parece hoy haberse oscurecido a los ojos de algunos católicos, pero que es más actual que nunca». Su nombre es breve: María.
Ratzinger es consciente de que este punto —quizá más que ningún otro— plantea a un cierto sector de creyentes serias dificultades a la hora de recuperar plenamente un aspecto del cristianismo como la mariología, a pesar de que este aspecto ha sido refirmado por el Vaticano II como culminación de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. «Al incluir el misterio de María en el misterio de la Iglesia —dice—, el Vaticano II ha llevado a cabo una opción significativa que tendría que haber dado un nuevo impulso a los estudios teológicos; éstos, en cambio, durante el primer período posconciliar, han experimentado en este aspecto, una brusca caída, casi un colapso, aunque ahora se dan indicios de un verdadero despertar».
En 1968, con ocasión de la conmemoración del 18º aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celestial, el entonces profesor Ratzinger observaba: «En pocos años, la orientación ha cambiado hasta tal punto que hoy se hace difícil comprender el entusiasmo y la alegría que entonces reinaron en la Iglesia; hoy se trata, más bien, de esquivar aquel dogma que tanto nos había entusiasmado; muchos se preguntan si esta verdad —como todas las otras verdades católicas sobre María— no es en realidad fuente de dificultades en nuestras relaciones con los hermanos protestantes. Como si la mariología fuese una piedra que obstaculiza el camino hacia la unión. Y nos preguntamos también si, al reconocer el puesto que la tradición asigna a María, no se amenaza la orientación de la piedad cristiana, desviándola de lo único que debe importarle: Dios nuestro Señor y el único Mediador, Jesucristo».
Y, sin embargo, me dirá durante el coloquio,
«Si ha sido siempre esencial para el equilibrio de la fe el lugar que ocupa la Señora, hoy es más urgente que en ninguna otra época de la historia de la Iglesia descubrir de nuevo este lugar».
Joseph Ratzinger: «Informe sobre la fe».
El testimonio de Ratzinger es también humanamente importante. Ha llegado a él a través de un camino personal de redescubrimiento, de progresivo ahondamiento, casi de plena “conversión” al misterio mariano. Me confía: «Cuando todavía era un joven teólogo, antes de las sesiones del Concilio (y también durante las mismas), como ha sucedido y sucede hoy a muchos, abrigaba algunas reservas sobre ciertas fórmulas antiguas, como por ejemplo aquella famosa de ‘Maria numquam satis’, “de María nunca se dirá bastante«. Me parecía exagerada.
También se me hacía difícil comprender el verdadero sentido de otra famosa expresión (repetida en la Iglesia desde los primeros siglos, cuando —después de una disputa memorable— el concilio de Éfeso del 431 había proclamado a María ‘Theotókos’, Madre de Dios), es decir, la expresión que presenta a la Virgen como “enemiga de todas las herejías«.
Hoy —en este confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica— comprendo que no se trata de exageraciones de almas devotas, sino de una verdad hoy más en vigor que nunca».
«Sí —continúa—; es necesario volver a María si queremos volver a aquella “verdad sobre Jesucristo, verdad sobre la Iglesia y verdad sobre el hombre” que Juan Pablo II proponía a la cristiandad entera cuando, en 1979, presidió en Puebla la Conferencia del Episcopado Latinoamericano. Los obispos respondieron a la invitación del Pontífice proponiendo en el documento final (documento que algunos han leído de manera harto incompleta) la recomendación unánime: “María debe ser cada vez más la pedagoga del Evangelio para los hombres de hoy«. En aquel continente, allí donde se apaga la tradicional piedad mariana del pueblo, el vacío se llena con ideologías políticas. Es un fenómeno que se reproduce un poco en todas partes, que viene a confirmar la importancia de la piedad mariana que es mucho más que una mera devoción».
Seis motivos para no olvidarla
Seis son los puntos en los cuales —de un modo forzosamente sintético y, por lo tanto, incompleto— el cardenal resume la función de equilibrio y planificación para la fe católica que ejerce la Virgen María. Oigámosle.
«Primer punto: Reconocer a María el puesto que el Dogma y la Tradición le asignan significa hallarse sólidamente cimentados en la cristología auténtica. (Vaticano II: “La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo” [LG n.65]). Por lo demás, la Iglesia proclama los dogmas marianos al servicio directo de la fe en Jesucristo —por lo tanto, no por devoción a la Madre en primer lugar—: en un primer momento, la virginidad perpetua y la maternidad divina, y más tarde, tras una larga y madura reflexión, la concepción sin mancha de pecado original y la asunción a los cielos. Estos dogmas salvaguardan la fe auténtica en Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre: dos naturalezas en una sola persona. Salvaguardan también la indispensable tensión escatológica, al indicar en María asunta a los cielos el destino inmortal que a todos nos espera. Y salvaguardan también la fe, hoy amenazada, en Dios creador (y es éste uno de los significados de la verdad sobre la virginidad perpetua de María, más incomprendida que nunca), que puede intervenir libremente sobre la materia. En una palabra, como nos recuerda el Concilio: “María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe” (LG n.65)».
Segundo punto: «La mariología de la Iglesia supone la justa relación y la necesaria integración entre Biblia y Tradición: los cuatro dogmas marianos tienen en la Escritura su base indispensable. Hay aquí como un germen que crece y fructifica en la vida cálida de la Tradición tal como se expresa en la liturgia, en la intuición del pueblo creyente y en la reflexión de la teología guiada por el Magisterio».
Tercer punto: «En su misma persona de doncella judía que ha llegado a ser madre del Mesías, María vincula de modo vital e inextricable el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, Israel y el cristianismo, la Sinagoga y la Iglesia. Ella es como el punto de unión sin el cual la fe (como sucede hoy) corre peligro de perder el equilibrio, apoyándose únicamente sobre el Antiguo Testamento o fundándose sólo sobre el Nuevo. En ella, en cambio, podemos vivir la síntesis de la Escritura entera».
Cuarto punto: «La verdadera devoción mariana garantiza a la fe la convivencia de la «razón», a todas luces indispensable, con las no menos indispensables “razones del corazón», como diría Pascal. Para la Iglesia, el hombre no es únicamente razón ni sólo sentimiento; es la unión de estas dos dimensiones. La cabeza debe reflexionar con lucidez, pero el corazón ha de estar caldeado: la devoción a María («despojada tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios», como recomienda el Concilio) asegura de este modo a la fe su dimensión humana completa».
Quinto punto: «Según las palabras mismas del Vaticano II, María es “figura», “imagen” y “modelo” de la Iglesia. Dirigiendo hacia ella su mirada, la Iglesia se aleja de aquella imagen machista a la que hacíamos referencia, imagen que presenta la Iglesia como mero instrumento de acción socio-pilítica. En María, su figura y modelo, la Iglesia descubre de nuevo su rostro de Madre y por ello no puede degenerar hacia una involución que la transforme en partido, en organización, en grupo de presión al servicio de intereses humanos, por muy nobles que sean. Si en ciertas teologías y eclesiologías no hay ya lugar para María, la razón es clara: han reducido la fe a una abstracción. Y una abstracción no tiene necesidad de Madre».
Sexto y último punto de esta síntesis: «En virtud de su destino de Virgen y Madre, María continúa proyectando luz sobre lo que el Creador ha querido para la mujer de todos los tiempos, incluido el nuestro. Más aún, tal vez sobre todo para nuestro tiempo, en el que —como sabemos— se halla amenazada la esencia misma de la feminidad. Su virginidad y su maternidad arraigan el misterio de la mujer en un destino altísimo del que no puede ser despojada. María es la intrépida mensajera del Magnificat, pero es también aquella que hace fecundos el silencio y la ocultación; aquella que no teme permanecer al pie de la cruz, que asiste al nacimiento de la Iglesia; es también aquella que, como subraya en varias ocasiones el evangelista, “guarda y medita en su corazón” las cosas que ocurrían a su alrededor. Criatura del coraje y de la obediencia, es (ahora y siempre) un ejemplo en el que todo cristiano —hombre y mujer— puede y debe inspirarse».