Hermanos míos: ¿Por qué suceden todas estas cosas que aquí se denuncian? Porque falta un verdadero espíritu. No hay espíritu de oración, de piedad ni de temor de Dios. El hombre impío aumenta de día en día, y la prueba de cuanto digo son los escándalos que no cesan. El hombre carnal ejerce un fuerte predominio sobre «el hombre de espíritu» (1 Corintios 2, 15) que, por «mantenerse en sus firmes convicciones» (Eclesiástico 5, 10), se ve perseguido y acosado por aquellos «trabajadores engañosos, que se disfrazan de Apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño, cuando el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Pero su fin será conforme a sus obras» (2 Corintios 11, 13.14.15).
Si queremos que las cosas cambien, debemos rectificar, debemos «vivir una vida nueva, oculta con Cristo en Dios» (Colosenses 3, 3). Todos necesitamos una transformación urgente, una renovación en el espíritu. Si con «una conciencia recta y una fe sincera» (1 Timoteo 1, 5) profundizamos en nuestra vida, nos daremos cuenta de que cuanto les sucede a muchos ministros, y también a muchos fieles, es consecuencia de haber abandonado la ley de Dios, la doctrina de Jesucristo y las enseñanzas del Magisterio vivo de la iglesia.
Los que son de Cristo deben tener presente que la clave del éxito, en un orden espiritual, está en las palabras que Jesús dice a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: El que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. Tenéis que nacer de lo alto» (Juan 3, 5-7). «Efectivamente, los que viven según la carne desean lo carnal; más los que viven según el espíritu, lo espiritual; pues las tendencias de la carne son muerte; más las del espíritu son vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan a que se odie a Dios; no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden. Así, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene al Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Romanos 8, 5-9).
Con estas sencillas y sublimes palabras se podría escribir un tratado de perfección. En ellas se descubre que la sabiduría y ciencia de Dios deben permanecer en los labios del sacerdote, en su forma de vivir y en su modo de obrar. También nos descubren el misterio de la vida espiritual y, sobre todo, el gran misterio de la salvación del alma.
No podemos olvidar que en la Iglesia todo empezó por el Espíritu, todo se realiza por la fuerza poderosa del Espíritu Santo y todo acabará, si Dios no lo remedia, por falta de espíritu, y estas palabras así lo testifican: «el Sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. Si alguno no permanece en Mí, es arrojado fuera, como el Sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden» (Juan 15, 4-6).
Si «los administradores de los misterios de Dios» (1 Corintios 4, 1) se empeñan «en poner resistencia al Espíritu Santo» (Hechos 7, 51), la pasión y muerte de la Iglesia están próximas. Por eso, es conveniente no olvidar que «el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Juan 3, 5).
Aquellos que, «habiendo recibido poderes del Señor, no han obrado de acuerdo con la voluntad de Dios» (Sabiduría 6, 3-4), recibirán justa paga por sus extravíos; sobre todo, «los que andan tras la carne con apetencias impuras» (2 Pedro 2, 10); que «no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad» (1 Tesalonicenses 4, 7). Por eso, a los que tales cosas hacen «un juicio implacable les aguarda» (Sabiduría 6, 6). Porque «no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero» (Lucas 16, 13), al espíritu y a la carne, a Cristo y a Belial. Hay ministros que sirven al altar y a sus bajas pasiones; parten y comparten el Pan de la Eucaristía y, al mismo tiempo, beben el cáliz de los demonios.
Ciertamente, los que rigen y gobiernan la Iglesia deberían ser conscientes de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres; porque, cuando uno tiene un cargo de representación divina, no sólo ha de evitar el mal, sino que debe huir «hasta de la apariencia de mal» (1 Tesalonicenses 5, 22), con el fin de no escandalizar al Pueblo de Dios y, asimismo, para que se cumpla lo que está escrito: «En los allegados a Mí mostraré mi santidad, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado» (Levítico 10, 3).
Ante tantos escándalos y tan creciente malestar, algunos fieles huyen despavoridos; y, a río revuelto, el diablo saca ganancia, extendiendo sus dominios sobre los que tienen fe, para que la pierdan, y desanimando a unos y a otros, para quitarles la esperanza y hundirlos en la desesperación.
Hay ministros integristas que no toleran tanta depravación e incitan a las almas a separarse de la Iglesia, renunciando a ella. Esto que digo es triste, pero es cierto. A estos sacerdotes yo les diría: Hermanos, si malo es pecar, mucho peor es apostatar de la fe, traicionar a Jesucristo, abandonar la Iglesia y convencer a las almas para que también ellas la abandonen.
Pensando en todo esto, mi dolor es profundo y mi pena no tiene límites, y no acierto a comprender cómo se puede prescindir de la Iglesia, Madre amantísima, que a través de los sacramentos nos engendra a la vida de la gracia. Recordando las palabras que Pedro dijo a Jesús, yo también digo a la Iglesia: ¡Madre mía!, «¿a dónde iremos, si sólo tú tienes las palabras de vida eterna?» (Juan 6, 68). Después del pecado de escándalo, de la traición, de las pasiones desatadas, la única salida que tienen los fieles no es la de abandonar la Iglesia, sino la de caminar con ella, reparando los pecados de sus hijos y dando pasos firmes de santidad.
Con humildad, arrepentimiento y dolor de corazón, quien escandaliza ha de pedir perdón al Señor por haberle ofendido, a la Iglesia por haberla traicionado, y a los fieles por haberlos dañado en su espíritu. El perdón y el reconocimiento de las culpas es medicina que todo lo cura, que todo lo restaura, porque «un corazón contrito y humillado Dios no lo desprecia» (Salmo 50 [51], 19). «El justo cae siete veces y se levanta, pero los malvados se hunden en su desgracia» (Proverbios 24, 16) si no se arrepienten.
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Hace tiempo que el Señor me mostró, por medio de una parábola, la doble y opuesta forma de apartarse del buen camino que el integrismo y el progresismo tienen y que tantos desgarros han causado y siguen causando en «la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1 Timoteo 3, 15). Los seguidores de estas posturas extremistas «se extravían y no permanecen en la doctrina de Cristo» (2 Juan, 9), tal como a través de los tiempos la ha ido enseñando, interpretando y aplicando el Magisterio vivo de la Iglesia.
Vi a tres pastores que conducían a sus rebaños; los tres buscaban verdes praderas. Como trashumantes, iban de un lugar a otro, atravesando planicies y montes empinados. Observé que el pastor de la derecha, queriendo marcar distancia con el pastor del centro, se arrimaba demasiado a la orilla del camino, hasta tal punto que las ovejas, aunque veían el margen, sin embargo lo traspasaban e iban cayendo por el precipicio y, con ellas, cayó también el pastor. Lo mismo aconteció con las ovejas que avanzaban por la izquierda. Todas fueron cayendo una tras otra, no se salvó ninguna y, con ellas, se despeñó también el pastor que las conducía. Sólo se salvaron las ovejas y el pastor que iban por el centro.
«Al ver todo esto, lo grabé en mi mente; y, al meditarlo, aprendí la lección» (Proverbios 24, 32). Mis ojos fueron siguiendo a la manada del centro y observé que la calzada por donde avanzaban las ovejas, quedaba oscurecida por sus excrementos. Y, no comprendiendo yo el significado de todo esto, el Señor me dijo:
…las ovejas y los corderos son todos aquellos que caminan tras un buen pastor. «No seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Juan 10, 5). La oscuridad del suelo tiene dos lecturas: la fisiológica, que es inherente a todo ser vivo, y la espiritual. En este caso, hay que resaltar la espiritual, a la que va encaminada esta enseñanza. La flaqueza humana, los pecados y las imperfecciones seguirán al hombre durante toda su vida. Sin embargo, ni las ovejas ni los corderos se detienen al ver sus propios excrementos, sino que siguen avanzando, llevando tras de sí el lastre de sus propias miserias.
…el cambio radical que se ha dado en mi Iglesia ha propiciado estas tres tendencias. Aquellos que no han aceptado el progresismo diabólico se han situado en el integrismo más radical. Hay ministros que caminan muy escorados a la derecha y los hay que caminan muy escorados a la izquierda; comúnmente, a los de la derecha se les suele llamar integristas y, a los de la izquierda, progresistas. También hay una minoría que está situada en el centro, y éstos son los sufridores, los que tienen que soportar las críticas de unos y los insultos de otros.
Quienes caminan por los extremos se exponen a perder las ovejas, pues en ambos lados hay un precipicio donde el vacío es profundo. Todo buen pastor evita el peligro; por eso, va por el centro, pues «quien ama el peligro en él perece» (Eclesiástico 3, 26). El pastor que no es asalariado «va delante de sus ovejas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz» (Juan 10, 4). Siguiendo la voz de su amo, las ovejas alcanzarán la cima de la montaña de Dios.
Fuente: LA VERDAD, ESPADA QUE DIVIDE II. Capítulo 9: INICIO, APOGEO Y PERPETUACIÓN DE LA LITURGIA. Acápite 13: Progresismo, integrismo y centro. Barcelona, Ediciones Consuelo, 2010. Págs. 621 a 626.
Con licencia eclesiástica otorgada el 24 de diciembre de 2009, por † Sebastià Taltavull Anglada, Obispo Auxiliar y Vicario General.
Más información en: Escuelas de María (escuelasdemaria.org).
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