Hemos recogido y traducido un interesante y valioso artículo publicado por el periodista y vaticanista italiano Aldo María Valli, en su sitio web «Duc in altum«. Su autor es Pietro D’Agostino, y en él habla sobre la moda del minimalismo lingüístico y teológico.
En el artículo toma cuatro palabras o expresiones propias de la piedad católica referidas a las Personas y a las realidades Sagradas, y demuestra lo insulso y decadente de esta tendencia a la baja.
Este minimalismo, hoy presente en la «Teología» y en las corrientes pastorales en boga, decae las más de las veces hacia un naturalismo vulgar que, en nombre de la «sencillez» y de la «simplificación del lenguaje», se ha ensañado contra todo lo culto, lo solemne, lo santo y lo sacro.
Tal vez, es una de las formas ‘amables’ o ‘amigables’ de la desacralización y secularización reinantes, que no respeta nada de lo bueno, lo bello y lo verdadero. Veamos.
Minimalismo lingüístico y teológico. No es sencillez del lenguaje, sino barbaridad y decadencia que se deben resistir…
Traducido por
Edwin Botero Correa
Queridos amigos de Duc in altum, propongo esta ingeniosa reflexión de Pietro D’Agostino. Con demasiada frecuencia, incluso en la Iglesia, con el pretexto de la simplicidad en el lenguaje se cae en un descuido léxico que es una cuestión de sustancia y no sólo de forma.
* * *
Prometo al lector benevolente que no usaré la palabra decadencia (esta es su única ocurrencia en el texto). Y no porque no sea apropiada para iluminar el fenómeno del que vamos a hablar. De hecho, esa palabra con la «d» me parece extremadamente apropiada, y no es que no me guste. Por el contrario, la evitaré porque me gusta demasiado, y me arriesgaría a convertir todo el artículo en un manifiesto ideológico, que estoy decidido a evitar.
Esta contribución trata de palabras. Sí, esas entidades tan despreciadas por los corifeos altivos de una supuesta esencialidad, que quisieran que, dejando de lado la forma, se vaya siempre directo a la sustancia, sin perderse en estériles debates terminológicos. Como si la sustancia pudiera existir sin la forma…, pero esta es otra historia que dejamos a nuestros amigos filósofos. El lector amable también podrá perdonar a quienes, como el autor de estas líneas, están obsesionados con las palabras, aunque solo sea porque estudiar su origen y los cambios semánticos es parte de sus deberes. Pero vayamos al grano. De lo que estamos hablando hoy, como puede verse en el título, es del vínculo inseparable que existe entre el minimalismo teológico (por otros legítimamente también definido como «aplanamiento», «hiper inmanentismo», «horizontalismo», etc.) y el minimalismo lingüístico. Es decir: ¿soy el único que ha notado que en la parroquia promedio, con virtuosas excepciones, hablamos de las cosas de Dios en un lenguaje que tiene las trampas de la sencillez, pero que huele terriblemente a descuido?
Intento explicarme mejor. La impresión constante que tengo, y esto concierne especialmente a las parroquias italianas, pero también a las de otras expresiones linguísticas (conozco muy bien sólo las de habla francesa), es que ha habido un descenso léxico impresionante. En definitiva, evitamos todo lo que pueda parecer pomposo, triunfal, antiguo, barroco y, por qué no, hasta tridentino y preconciliar. Un bonito trazo de esponja ante todos los adjetivos y caracterizaciones que durante buenos veinte siglos han tachonado el discurso de quienes hablaban de Dios y de sus santos. Seré un teórico de la gloto-conspiración, que ve correlaciones donde no las hay, pero tengo la profunda sensación de que este desprecio deliberado e insistente de la lengua corresponde a un enorme vacío o, al menos, a una cierta cavernosidad conceptual en la que los agujeros y vacíos son los maestros. El autor de este blog ya ha hablado de un tema similar, al tratar sobre la «bella nada» que se esconde detrás de muchas expresiones de nuestro tiempo. Propongo a continuación un pequeño viaje lingüístico hacia el catolicismo de nuestra Iglesia italiana, para explicar mejor mis pensamientos. El viaje tomará la forma de una lista de cuatro palabras, presentadas sin ningún orden en particular (¿ves cómo yo también, al final, parezco estar a favor de la consigna del 68: “la imaginación al poder”?).
María, o llámame sólo María
¿Cómo no comenzar contigo? Bueno, la Madre de Dios últimamente es simplemente María. Y no solo para los amigos, sino para todos. Reducida ya a una amable ama de casa por una cierta reflexión teológica (¡si a este pensamiento se le puede dar tal calificación!), ya estamos acostumbrados a oír hablar de ella como de una mujer trabajadora. La amiga, quizás maternal, de la puerta de al lado, dispuesta a dar una buena palabra o una reconvención afable. El reiterado e impropio minimalismo mariano, hay que decirlo, le ha quitado la corona, relegándole al rango de confidente de nuestros pequeños corazones. ¿Qué queda del enemigo invencible de todas las herejías y de la Reina de las victorias? Que nunca más se la llame ordinariamente la Virgen, la Inmaculada Concepción, la Santísima: términos que saben a moho. Por no hablar de todos los demás adjetivos que serían un digno complemento a los más sublimes títulos de la Madre del Verbo: bienaventurada, santísima, purísima, gloriosa, siempre virgen, etc. ¿Quién ha escuchado alguna vez predicar desde un púlpito (ah no, desde un ambón que conozco), acerca de la Inmaculada Madre de Dios y siempre virgen María? Lo olvidé, los sermones deben ser cortos, de lo contrario la gente ya no viene a la misa de tal sacerdote, y ocho minutos son realmente intolerables. ¿Y queremos hablar del único término para el que se ha convocado un concilio ecuménico (Efeso, año 431), es decir, ¿Madre de Dios? A veces lo oí, es verdad, y me llamó mucho la atención: sonaba exótico en los labios del sacerdote. Soy el primero en admitir que otras tradiciones cristianas se han dejado llevar un poco en términos de adjetivos marianos, pensemos en la tradición bizantina, que canta a la Virgen como la todo-incensurable, la demasiado bendecida, la más brillante que los rayos del sol, etc. Pero, ¿no es cierto que este lenguaje ha ayudado a ciertos pueblos a mantener un sentido de decencia y santo miedo frente a las realidades celestiales? Dos cosas permanecen en la casa católica, todavía no se sabe por cuánto: el término Madonna, con un significado profundamente hierático (aunque a menudo se utiliza como una exclamación de una manera más o menos irreverente), y las Litanie Lauretane. Estos últimos parecen estar destinados a durar, aunque solo sea porque existen en demasiados idiomas diferentes como para nivelarlos de manera uniforme. Sólo es de esperar que el celo y la imaginación de los párrocos no los enriquezcan con títulos grotescos (cosas que en realidad ya se han escuchado, pero pasémoslas por alto).
Misa, o ‘picnic’ al son de «Osanna-e»
Hermosa palabra de etimología debatida, breve y llena de significado. Alguien dijo que “París bien vale una Misa”. A veces todavía se la llama Santa Misa, lo cual es muy consolador. Pues bien, todo lo que pudiera hacernos pensar en el verdadero y profundo sentido de la Santa Misa (comprender, el sentido que nos indican veinte largos siglos de tradición y enseñanza) ha desaparecido cuidadosamente del horizonte lingüístico. El término Santo Sacrificio es incomprensible para los niños de la catequesis, que son invitados a ir a la (Santa) Misa «para estar juntos y ser amigos de Jesús», y suscita miradas de recelo entre los adultos (¡los famosos católicos adultos!) que no ven por qué un paseo de guitarra deba ser designado con un término tan sangriento. Si luego especificas «Santo Sacrificio del Altar», el juego está hecho: la mayoría de los feligreses pensarán que perteneces a otra religión, y por tanto… no intentarán convertirte para no hacer proselitismo.
Jesucristo, o «Jesusito», «Chucho», «Mono»…
Muy bien, se suponía que el Número Uno lo pondría al principio, pero hoy somos los rebeldes. El Señor dirá que conozco a los chicos y todo acabará en bocadillos y vino, como siempre. El subtítulo «Jesús de mi pequeño corazón» es un homenaje a un vicario parroquial particularmente ilustrado (y tal vez un amante de los adornos, como yo), que una vez invitó a los catequistas de la parroquia y no presentó al Señor a los niños simplemente como la panacea existencial y dulzona que está tan de moda, precisamente el amigo de nuestro corazoncito. Pero volvamos a nosotros. Ahora Jesús es sólo Jesús. ¿Qué esperabas? Pero, ¿No es nuestro amigo del corazón? ¿Y quién se dirige a su mejor amigo usando nada más que su nombre? Tenemos suerte de que aún no hablemos de Jesucristo usando un apodo de rapero suburbano, pero tal vez lleguemos allí. Ah, ¿Dios? Bueno, digamos cordialmente aniquilado. ¿Alguna vez has oído a un sacerdote promedio (de nuevo, hay excepciones) hablando del rubio (“mono”) nazareno llamándolo Cristo? Tal vez me pasó tres veces en total. No vayas, cuatro. También él (¡sí, usemos este apelativo!), como Su Santísima Madre, ha sido degradado al hombre de la calle. Jesús ya es más que suficiente. Por lo tanto, esperamos con interés un Nuevo Testamento re-publicado en el que, cada vez que el Apóstol utiliza expresiones hoy consideradas cuasi-delirantes como Nuestro Señor Jesucristo, sólo se escribirá Jesús y se hará una nota a pie de página para explicar que san Pablo se dejó llevar un poco, pero que hoy debemos evitarlo porque el espíritu de los tiempos ha cambiado, y nosotros con él.
Espíritu Santo, es decir, “el espíritu” (en minúsculas, por favor)
A La tercera persona de la Santísima Trinidad no le fue mejor. Una vez se llevó muy bien con un hermoso Paráclito colocado al final, que con su sonido, opaco para la mayoría, dio este sentido de curiosidad mezclado con misterio. Bueno, como se sabe, el Paráclito es el Abogado y el Consolador. Y seamos claros, aquí no estoy discutiendo contra esa encantadora anciana, la indiscutible «jefa» del rezo del Rosario en mi barrio, que pensaba que Paráclito se refería a que «el Señor estaba enfermo (léase: paralítico)». Aquella anciana, que ignoraba totalmente el significado de la palabra, fue un ejemplo de piedad y devoción cuyo molde parece haberse perdido hoy. Y para que conste, incluso sin entenderlo, el término Paráclito lo usaba bien, al final de cada Rosario (en las llamadas aclamaciones eucarísticas). Pero hoy Paráclito se pronuncia sólo en boca de los teólogos de moda, a los que les encanta utilizar todo un corolario de términos pseudo-misteriosos como comunión, profecía, polis y compañía, pero escribiendo de buen grado, en su ingenio, espíritu con minúsculas… Misterios tipográficos. Señalemos, para que conste, que los míticos ortodoxos, en su empalagoso pero brillante lenguaje folclórico, tienen una hermosa teoría de los adjetivos para el Espíritu Santo, cosas del tipo santísimo, bueno y vivificante, todo santo, etc.
Y ahora unas palabras a modo de conclusión. El tono fue deliberadamente irónico, para no aburrir a quienes tardaron diez minutos en leer estos desvaríos. Pero la res, los argumentos, son muy serios. A los que les digan que la forma es secundaria, recuérdenles que en el siglo IV hubo quienes aceptaron el exilio (en una época en la que se exiliaron a pie, no en avión ni en flota) solo por haber defendido una palabrita como homoousios («consustancial«, «de la misma sustancia») contra los que no querían esta palabra. Recuérdenles, nuevamente, que en el siglo VII a un hombre llamado Máximo el Confesor († 662) le cortaron la lengua y la mano derecha, por no haber aceptado una fórmula cristológica que contenía dos palabras de más (thelēma monon, «una sola voluntad”, en referencia al Monotelismo, tema candente de la teología de la época). La lista sigue y sigue. Entonces, ¿qué pretende ser este artículo? Un llamamiento a la resistencia. Resistamos la miseria y el descuido de quienes imponen, en nombre de la sencillez y la pobreza, el despojo de todo lo bello, lo bueno y –las manos tiemblan por escribirlo–, verdadero. Porque
Pietro D’Agostino
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