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La adoración de Mammón. El pecado de avaricia.

La avaricia significa siempre desconfianza en Dios. El que está apegado a los bienes materiales no confía en la providencia de Dios y no quiere abandonar la seguridad que le dan sus bienes. Pone su apoyo en lo que ve, y no está dispuesto a apoyarse en Dios, la única y verdadera seguridad. Por eso, todo el que está aferrado a vicios que lo hacen sentirse alejado de Dios suele padecer también de la avaricia. Se pierde la fe y la esperanza en el creador de todo bien material y se construyen proyectos vanos e ilusorios que parecerían asegurar un futuro espléndido de abundancia, gozo y bienestar.

Introducción

Los pecados que van en la línea del tener son aquellos que ponen la felicidad en la acumulación de las seguridades y compensaciones que puede dar el mundo. Consisten en poner la permanencia y el despliegue personal en lo que se puede ver y tomar con las manos, en los bienes que pueden acumularse. Por eso, esta decodificación errada de los anhelos profundos del corazón humano es llamada por San Juan “concupiscencia de los ojos” (1Jn. 2, 16) y, en la tradición moral católica, ha sido llamada avaricia, vicio opuesto a la virtud de la justicia y sobre el que Santo Tomás de Aquino afirma:

“Los bienes exteriores son medios útiles para el fin (…). Por tanto, se requiere que el bien del hombre en estos bienes exteriores guarde una cierta medida, es decir, que el hombre busque las riquezas exteriores manteniendo cierta proporción, en cuanto son necesarios para la vida según su condición. Y, por consiguiente, el pecado se da en el exceso de esta medida, cuando se quieren adquirir y retener las riquezas sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia, que se define como el deseo desmedido de poseer. Por tanto, es claro que la avaricia es pecado” (Suma de Teología II-II c. 118 a. 1 sol.).

Hay quienes, ante las necesidades materiales de otros, incluso miembros de su propia familia o vecinos, permanecen indiferentes para no tener que ayudarlos, pues eso implicaría un gasto y casualmente, hoy en día, “todos estamos en periodo de escasez”.

Esta es solo una entre muchas expresiones concretas del pecado de avaricia sobre el que nunca se advertirá lo suficiente, mucho más en una cultura cimentada, quiérase o no, en la teología protestante de la prosperidad que, como enseñó bien el sociólogo alemán Max Weber, es el espíritu del capitalismo.

Más allá de una definición.

La avaricia surge cuando se deja que el corazón se aficione al dinero y a los bienes materiales. Tiene un doble impulso: por un lado, la preocupación por adquirir bienes; por el otro, la dificultad para renunciar a ellos. Constituye una especie de idolatría, lo cual resulta evidente, dado el principio que dicta el Señor: “Nadie puede servir a dos señores; porque odiará al uno y amará al otro; o se adherirá al uno y despreciará al otro. Vosotros no podéis servir a Dios y a Mammón” (Mt 6,24).

La causa de esta pasión desordenada no es la existencia del dinero en sí misma ―aun cuando pueda debatirse la legitimidad y conveniencia del sistema económico que en ella se inspira, tema que aquí no se tratará― o los bienes materiales en sí mismos y, mucho menos, la existencia de la propiedad privada ―como sugiere, erradamente, el marxismo―, sino la actitud con que el ser humano los contempla.

La búsqueda natural de seguridad utiliza estos bienes para satisfacer las necesidades relativas a la subsistencia, teniendo, por tanto, un valor instrumental.

Por el contrario, la actitud viciosa o pecaminosa del avaro se centra en la exclusiva conservación y obtención de los bienes materiales, confiriéndoles un valor en sí mismos, disfrutando, no de su uso sino de su posesión. En otras palabras, no tiene nada de malo buscar una buena condición económica y social a través del trabajo continuo, pero tener como proyecto de vida la mera acumulación de dinero ya es una distorsión, una enfermedad espiritual, un vicio dañino.

Al respecto, el ejemplo más clásico de la literatura está en el personaje Ebenezer Scrooge de Cuento de Navidad (1843) escrito por Charles Dickens. Scrooge es un hombre avaro y egoísta que, siendo inmensamente rico, pasa los días regodeándose en sus monedas de oro, mirándolas y cuidándolas, pero siendo incapaz de gastar ni una, incluso en sí mismo, alejándose, incluso, de sus seres más queridos y sacrificando sus vínculos familiares.

Para muchos, como para Scrooge, el único fin de la existencia es conseguir un buen empleo donde ganen mucho dinero, perdiendo de vista el sentido del trabajo como servicio. Así pues, se le ve simplemente como una forma de enriquecerse y se está dispuesto a cometer inmoralidades o a callar, cómplicemente, las faltas graves que se cometen en un lugar de trabajo, con el afán de mantener un puesto y unos ingresos.

Por otro lado, la avaricia está en la raíz de la tendencia de muchos a dejar de lado los estudios universitarios en el afán de obtener un salario o estudiar algo que, en realidad no les gusta, no les apasiona, solo porque existe la idea de que en ese trabajo ganarán mucho dinero, aunque no tenga nada qué ver ni con sus pasiones, ni con sus aficiones, ni con sus capacidades y, muchos menos, con la misión que Dios les encomendó en esta vida terrena.

La avaricia en la relación con Dios, consigo mismo y con los demás

La avaricia significa siempre desconfianza en Dios. El que está apegado a los bienes materiales no confía en la providencia de Dios y no quiere abandonar la seguridad que le dan sus bienes. Pone su apoyo en lo que ve, y no está dispuesto a apoyarse en Dios, la única y verdadera seguridad. Por eso, todo el que está aferrado a vicios que lo hacen sentirse alejado de Dios suele padecer también de la avaricia. Se pierde la fe y la esperanza en el creador de todo bien material y se construyen proyectos vanos e ilusorios que parecerían asegurar un futuro espléndido de abundancia, gozo y bienestar.

Hay personas que prefieren las riquezas materiales a su propia salud física y espiritual, llegando a ponerlas en riesgo por acaudalar riquezas, por “ganar más”.

El fenómeno del exceso laboral ―al que Wayne E. Oates quiso definir, acuñando el término workaholism en su afamado libro Confessions of a workaholic: The facts about work addiction (1971)― en la actualidad, casi siempre está emparentado con la avaricia.

Hay quien sabe que su salud es frágil, que por no descansar lo suficiente se está enfermando, pero ¿cómo no ganarse esos pesos de más? Sabe que está mal lo que va a hacer y que contradice sus principios morales, sin embargo, se dice interiormente, que “las oportunidades, que no se aprovechan, no vuelven”.

Este vicio genera la necesidad de ver, tocar y contar, la persona se habitúa a un materialismo y su mirada se vuelve reducida, superficial. El avaro es incapaz de alzar su mirada a bienes verdaderos, duraderos, eternos, solo conoce la lógica del tener y es esta la que le da una narcótica sensación de control sobre su vida y sobre la realidad toda.

La sociedad de consumo establece unos imperativos como “hay que tener…”, “debes comprar…”, “serás excluido si no obtienes…” y muchos son los que, llevados por esta normatividad implícita, se desgastan laboralmente y caen en un activismo que los puede conducir, incluso, a enfermedades físicas y psicológicas crónicas en su afán de ganar más para satisfacer las demandas de un mundo centrado en la vanidad del tener.

Las relaciones con el prójimo también se ven gravemente afectadas por este pecado, pues quien posee o acumula más de lo necesario, está privando a otra persona de lo que necesita. Es por eso que Santo Tomás sitúa a la avaricia como opuesta a la justicia. La avaricia contradice también la caridad, pues busca la conservación egoísta del dinero y la persona que la padece llega hasta el punto de considerar al otro más como un medio de ganancia que como un hermano. En algunos casos, el otro es también un enemigo, un rival: “A que tú no puedes conseguir más que yo”.

La actualidad de la avaricia y sus consecuencias

Uno de los aspectos más llamativos de la cultura contemporánea es el culto al dinero, considerado como un valor predominante que se convierte en criterio de juicio de las personas y sociedades: “A mayor poder adquisitivo, mayor felicidad” tiene todo hombre contemporáneo en el inconsciente ―aun cuando reconozca que es un error―, pero, en realidad, hasta las estadísticas demuestran que esta lógica es falsa.

Los medios de comunicación demuestran los extremos a los que pueden llegar personas y grupos por adquirir dinero.

Pareciera ponerse la riqueza por encima de los valores familiares y se llega a la lógica del “Doble Ingreso y Sin Niños que los norteamericanos han acuñado bajo las siglas DINK (Doble Income No Kids).

Algunos padres de familia prefieren invertir el dinero en estudios y formación profesional que les permita acceder a un mejor salario, cada vez más alto, sacrificando, entonces, la educación de sus hijos, su presencia en el hogar. Padre y madre están abocados a la loca carrera del tener mientras su hijo carece de afecto porque “es importante pensar en el futuro”, “quiero enviarlo a una buena universidad”, “que no pase las necesidades que yo pasé” pero ¿en verdad son estas las razones? ¿no son estas familias víctimas del nefasto influjo de la avaricia, de ese delirante afán por acumular cosas mientras se carece de lo fundamental, del amor, de la compañía, del calor humano?

La avaricia trae como consecuencias la intranquilidad, un estado de temor, ansiedad y angustia por la inestabilidad de las riquezas; hoy se puede tener, pero mañana ¿quién sabe? La tristeza es también una característica propia del avaro, bien por la frustración de no tener cuanto desea, bien por el temor a perder lo que tiene. El avaro es también un adicto a sus bienes, ante los cuales consigue una falsa y cada vez menor serenidad, pues la auténtica paz del alma y el espíritu es un don de Dios al hombre que está en gracia y lo tiene a Él como “la porción de mi herencia y de mi cáliz” (Salmo 15,5).

Como en cualquier adicción, el avaro nunca se sacia, siempre quiere más y más, su deseo de tener se convierte en una compulsión cada vez más difícil de erradicar, porque va echando raíces en lo más profundo del alma, casi siempre, de modo inadvertido.

La lucha contra la avaricia

El primer remedio contra este vicio capital está en la identificación de las creencias antievangélicas que lo sustentan. Tal vez, hay en el fondo una voz que constantemente susurra: “Todo debiera ser como yo quiero que sea, debería tener todas las riquezas que quiero”, pero ¿quién dijo que eso debe ser así? ¿quién dijo que el sentido de la vida lo da el tener? ¿por qué deseo tener más de lo que necesito? ¿qué es lo que realmente necesito?

Confrontar racionalmente esta creencia antievangélica llevará a la persona a tomar conciencia de la caducidad y vanidad de las cosas que, muchas veces, desea, pues aunque ofrezcan un gozo pasajero, a la larga, se convierten en dueñas de la existencia; el trabajo personal constante en línea psicológica contribuye a poner las prioridades en su lugar, a ordenar la escala de valores y darse cuenta de que lo principal no es la acumulación de posesiones, sino el cumplimiento diario del Plan de Dios en la propia vida. Lo demás viene por añadidura.

El desprendimiento de cualquier posesión que no sea indispensable para vivir ataca el origen mismo de la avaricia; ser capaz de entregar lo propio ante la necesidad de otros confronta al hombre con el verdadero sentido del tener que es el compartir y le demuestra lo irracional de ese temor a desprenderse, a compartir, mientras se experimenta la alegría propia del don, de ver el rostro satisfecho de aquel a quien se ha ayudado ¿No da eso una mayor felicidad y más duradera que el hecho de comprar o recibir un cheque de muchas cifras? Creados a imagen y semejanza de Dios que es amor solo pueden los hombres realizarse en la vivencia del amor, del despliegue. Quien no se dona y vive egoístamente, podrá acumular mucho, pero no será feliz. Podrá ostentar, pero no se sentirá desplegado y pleno.

Bibliografía

De Aquino, Santo Tomás. Suma de Teología IV. Partes II-II (b). Trad. Niceto Blásquez y otros. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1994.

La Santa Biblia. Versión de Monseñor Juan Straubinger. La Plata: Desclée de Brouwer, 1948.

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