La Primera lectura (Ex 11, 10-12,14) dónde se nos narra el acontecimiento de la Pascua Judía nos permite tener en cuenta que en la Antigua Alianza, tanto el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero como bien explica nuestro catecismo, reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo:
«Los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El «cáliz de bendición» (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz».
CIC 1334
El Salmista nos conduce a reconocer que el culto adecuado al Señor es ante todo acción de gracias, y ello es lo que ciertamente significa en griego eucharistian. A la bondad inmerecida que generosamente recibimos en el camino de la vida, surge la pregunta; ¿como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?, no encontraremos una mejor respuesta que alzar la copa de la salvación y ofrecer un sacrificio de alabanza invocando Su nombre. Todo ello es lo que maravillosamente vivimos los católicos para adorar y honrar al Señor. Nuestra eucharistein, como acción de gracias por excelencia (Lc 22,19; 1 Co11,24) y eulogein (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman -sobre todo durante la comida- las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.
Precisamente Desde el siglo II, encontramos el testimonio de san Justino mártir, que revelan el desarrollo de la celebración eucarística. Estas permanecen hasta nuestros días. Era el año 155, y así explicaba al emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que celebramos agradecidos los cristianos de ayer y hoy:
«El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
(San Justino, Apologia, 1, 67. 1, 65)
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros […] y por todos los demás donde quiera que estén, […] a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna.
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros.
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados.
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
[…] Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua «eucaristizados» y los llevan a los ausentes».
Siguiendo la enseñanza de los Padres Conciliares los cuales nos dijeron que la Eucaristía es “Fuente y cumbre de toda la vida cristiana”, tengamos en claro que no puede haber verdaderos cristianos al margen de la Eucaristía ya que en ella está contenido “todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres”.