Por: Aarón Mariscal
Tu abuela se murió. Sentís un dolor profundo. Necesitás algún consuelo para calmar esa tristeza. De pronto, se te ocurre decir: “Ya te fuiste al cielo”, “sé que ahora estás al lado de Dios”, “me siento feliz de que estés en un mejor lugar”. ¿Qué te asegura que esa persona no está en el infierno o en el purgatorio?
Para saber cuál fue el destino del alma de tu abuela, papá, mamá, tío, amigo, etc., tendrías que ser Dios, porque solo Dios lo sabe todo. Vos no sos Dios, por tanto, no podés saberlo. Quizás mucha gente se ilusiona con la idea del cielo, jura que sus familiares están ahí, pero esa es una tremenda equivocación.
Cuando decimos “Que En Paz Descanse”, expresamos un deseo, no una afirmación; o sea, es algo que quisiéramos que se haga realidad, pero no podemos afirmar que ya es una realidad. Es bueno desearlo y quererlo, pero no es bueno asumirlo.
Si asumís que algún difunto ya descansa en paz, no hay nada más qué hacer, deberías seguir con tu vida tranquilo. No deberías orar por esa persona, mandar misa por ella ni nada más. Ahí acabó. Pero no sos Dios, no podés asegurar que tu ser querido ya descansa en paz.
Si después de morir uno no descansa en paz directamente, ¿entonces qué pasa? Cuando la persona muere, o sea, cuando el alma se separa del cuerpo, tiene un juicio particular: debe rendir cuentas a Dios.
Si la persona hizo el bien y vivió según la ley de Dios, si fue una persona virtuosa, tendrá un juicio favorable, o sea, va a ir al cielo. O si es que fue buena pero tuvo errores que no pudo enmendar, va a ir al purgatorio. En cambio, si la persona no vivió según la ley de Dios, si hizo el mal y tuvo una vida defectuosa, tendrá un juicio desfavorable; es decir, va a ir al infierno.
Como vimos anteriormente, es imposible para nosotros saber el resultado de ese juicio en nuestros parientes o amigos fallecidos.
Solo podemos asegurar que los santos se ganaron el cielo, porque como dice en Mateo 22, 14: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos». Muchas personas recién fallecidas, cuyo destino espiritual nos preocupa, no han sido ni serán canonizadas o beatificadas por la Iglesia. Por más bueno que nos parezca algún difunto, no podemos asumir que ha ido al cielo. Todos tenemos defectos, todos cometemos pecados; algunos más que otros, algunos menos que otros, pero todos al fin.
Por otro lado, afirmar que tu difunto está en el infierno es como olvidar que existió: ya fue, ya valió, no merece la pena recordar los momentos que pasaste junto a él, no hay que honrar su memoria ni cumplir sus últimos deseos. Pero esto no es cierto, porque vos no sos Dios y no podés asumir que sabés algo que solo Dios sabría.
Además, si asegurás que tu prójimo está en el infierno, creés que Dios es malo, porque creés que Él condena a todas las almas sin piedad alguna ni oportunidad de enmendar sus errores. Pero Dios no es malo: al contrario, es bueno, pero también es justo. Nadie escapa a su justicia, los malos reciben su castigo, y cuando se castiga a alguien, es por su bien, para que aprenda. Amar implica desear el bien; por tanto, ser justo es parte de ser bueno.
Sin embargo, así como Dios es justo, también es misericordioso: Él se apiada de nuestras almas y escucha nuestras plegarias. Asumir que tus parientes fallecidos están en el infierno sería como tirar la toalla y creer que Dios no los va a perdonar jamás por sus pecados.
Por último, pensar que nuestros seres queridos están en el purgatorio podría ser un punto de vista más equilibrado. Es cierto que solo hay dos caminos: el cielo o el infierno. Pero también es cierto que Dios perdona, y ante su misericordia solo nos queda tener la esperanza de que podemos ayudar a salvar las almas de los difuntos; por tanto, es bueno creer que están en el purgatorio, pero no asegurar que lo están, ojo.
Es bueno y justo que tomés esta actitud: yo amo a mi prójimo, me preocupo por él y deseo que su alma se salve, que vaya al cielo. No importa si en vida muchas veces esa persona fue mala conmigo o con los demás, puede que haya tenido momentos muy importantes de bondad que yo no pude conocer. Por consiguiente, solo me queda contribuir a la salvación de su alma, o sea, creer que está en el purgatorio y tomar las acciones necesarias: oración, limosna, ayuno y penitencia.
Mandá a celebrar misas por el alma de esa persona, rezá alguna devoción a las almas del purgatorio, ganá indulgencias para esa persona, ofrecé a Dios algún sacrificio por la salvación de su alma. Comé cosas que no te gustan, no comás en ciertos días, soportá dolores sin tratar de aliviarlos, recibí humillaciones sin responder nada, aguantá climas que no te gustan, ofreciéndole ello a Dios por esa persona.
Solo quien ama tanto puede soportar tanto. Jesucristo sufrió para salvarnos del pecado: fue flagelado, escupido y crucificado. Si él, que es el Rey de Reyes, se rebajó a ese nivel por amor, ¿por qué nosotros, viles pecadores, no queremos hacerlo? Nosotros, saco de gusanos, carne asquerosa, manjar de insectos que nos van a devorar.
Es posible que tu ser querido esté en el purgatorio, sufriendo penas terribles por sus pecados, y deseoso de que alguien aquí en la tierra haga sacrificios para aliviar sus tormentos y pagar sus deudas con Dios. Y así, una vez aliviados sus tormentos y pagadas sus deudas, esa persona va a poder ganarse el cielo.
¿Y qué tipo de deudas podemos tener con Dios? ¿No nos salvamos con tan solo creer en Él, o sea, con solo tener fe?
La sola fide, es decir, creer que solo la fe nos salva, es un dogmatismo protestante. Cuando asegurás que tu papá, mamá, abuelo, primo, etc., ya está en el cielo porque creía en Dios, estás siendo protestante. El dogma católico, o sea, de la religión única y verdadera, es que la fe debe ir acompañada de obras para salvarnos. Fe y obras.
No basta con decir que sos católico, tenés que demostrarlo siendo una persona virtuosa. Es difícil ser virtuosos, porque tenemos inclinación al pecado, o sea, caemos con frecuencia. ¿Qué hacer cuando caemos en pecado? Arrepentirse y buscar los sacramentos.
Es cierto que con la confesión borrás la culpa por tus pecados y que con la comunión obtenés fuerzas para evitar próximas caídas, pero igual queda la pena por pagar: esa es tu deuda con Dios. De la misma manera en que, si le robás algo a tu prójimo y le pedís disculpas, aunque él te perdone, vos tenés que reparar el daño que le has hecho: devolverle el objeto robado, comprarle otro, etc., etc., etc.
¿Cómo pagar las deudas que tenemos con Dios mientras estamos vivos? Con obras. ¿Qué obras? Las mismas que hacemos para los difuntos: oración, penitencia y todo lo demás. La muerte nos puede llegar en cualquier momento, solo Dios sabe cuándo; por tanto, conviene siempre estar alertas y cuidar la salud de nuestra alma.
Podrías incluso confesarte con un sacerdote antes de morir y aun así deberle cosas a Dios. Si tenés deudas con Él, tu alma está manchada por los rastros que dejó el pecado en vos. Y aquí es donde entra la clave de todo esto: ¿cuál es el deseo de Dios?
Él nos ama, o sea, quiere que nos salvemos, que vayamos a morar junto a Él. Si Él nos ama, quiere que vayamos al cielo. Él nos quiere sin mancha, o sea, que seamos perfectos. Solo Dios es perfecto, pero nosotros podemos acercarnos a la perfección, aun sin llegar a ella, despojándonos de nuestras imperfecciones. ¿Qué imperfecciones? Todas las que causa el pecado.
Es por este amor infinito de Dios que tenemos la esperanza del purgatorio, donde las almas muertas en gracia de Dios pero con deudas qué pagar, pueden purificarse y merecer el cielo una vez que termine su purificación. ¿Y cuándo va a terminar su purificación? Tampoco podemos saberlo; solo Dios lo sabe. Lo único que nos queda es ofrecer constantemente sacrificios para aliviar las penas de los difuntos.
Dice San Agustín en su libro La piedad con los difuntos:
«Llegan a los difuntos, por quienes ejercitamos la piedad, las súplicas solemnes hechas por ellos en los sacrificios ofrecidos en el altar, las oraciones y las limosnas, aunque no aprovechen a todos por quienes se hacen, sino tan sólo a los que en vida hicieron méritos para aprovecharlos. Pero, porque nosotros no podemos discernir quiénes son, es conveniente hacerlos por todos los bautizados para que no sea olvidado ninguno de aquellos a los que puedan y deban llegar esos beneficios».
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