Para mi hermano mayor, Juan David Gómez Rodas,
quien por ser mi primera y más inmediata autoridad,
es también la presencia más cercana del Dios-hombre en mi vida,
una presencia concreta, cercana, personal, no abstracta ni etérea.
“La retórica de peor gusto es la del que renuncia
a la trascendencia sin renunciar a su vocabulario”
Nicolás Gómez Dávila. Sucesivos escolios a un texto implícito
Se ha convertido en un lugar común, bastante difundido en la Posmodernidad, aquello de que la tradición religiosa de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana no es respuesta satisfactoria para el hombre de hoy, que busca una vivencia mucho más “espiritual” y menos institucional de lo divino, o que, incluso, ya no cree en lo divino tal y como lo enseña dicha tradición. Sin embargo, este planteamiento da por sentado, sin argumentos de peso ―incurriendo en una evidente falacia de petición de principio (petitio principii) ―, que hay una oposición entre lo religioso y lo espiritual, pues lo primero equivale a ritos, dogmas, normas y preceptos morales, mientras que lo segundo expresa una sincera búsqueda de la paz, la armonía y la felicidad que sería contraria a la imposición de un canon religioso, como es el de la Santa Iglesia Católica.
Ideas como esta han tomado fuerza con la difusión de la mentalidad New Age, según la cual “Dios no es una persona que se halle frente al mundo, sino que es la energía intelectual que domina el todo” (Ratzinger, 113). Se elimina así la idea de un creador omnipotente con inteligencia y voluntad que ha dado origen al universo y al hombre, para poner en su lugar al “cosmos”, carente de todo rasgo personal y limitado a la inmanencia, es decir, a los límites materiales del sujeto y a su comprensión racional. Según esta cuestionable «doctrina» no hay nada más allá del hombre, en él y su mundo circundante termina toda la realidad, dejando sin respuesta una pregunta básica y elemental en los rudimentos de una antropología filosófica, a saberse: ¿cómo es posible que el hombre, ser personal, provenga de un ente impersonal, como es la materia? O sea, ¿cómo es posible que el ser humano sea persona si no proviene de un ser personal que es superior metafísicamente hablando?
Así pues, y según esta pseudológica, cada hombre debería pasar de estar centrado en sí mismo a estar centrado en el cosmos, saliendo de su propio yo y extendiéndose hasta llegar al “tú” del prójimo y, en esto, consistiría el camino de la espiritualidad, armonización de las facultades psico-físicas, de las relaciones con los demás seres humanos y con la naturaleza. Exactamente lo que Josef Pieper ―citando al teólogo y filósofo alemán Erich Przywara― denomina, no sin un gran acento crítico, “un aburguesamiento rodeado de temerosos cuidados y envenenado por un vacío desolador” (Pieper, 155), porque nadie se atrevería a negar que la mayor parte de este discurso presentado por las nuevas ofertas “espirituales” suena muy bien, pero la pregunta que habría que formularle a sus defensores y promotores es: ¿satisface los anhelos más hondos del hombre o lo deja solo en el universo, negándole la trascendencia?
Sören Kierkegaard y Maurice Blondel, filósofos nacidos en el siglo XIX y cuya obra ha marcado el pensamiento existencial posterior, insistían en que el hombre desea siempre expandirse, ir más allá de sí mismo, trascenderse. Para el primero de ellos, el ser humano comienza su vida moral situado en un estadio estético. La figura primordial que usa el pensador danés para ilustrar esta etapa existencial es la del seductor que vive cada instante, dispersándose sin un auténtico empeño ético y disipándose en el placer, sin embargo, la experiencia de insatisfacción lo mueve a un estadio ético en el que busca hacer el bien y evitar el mal, para llegar, finalmente, al estado religioso, que constituye la forma verdaderamente auténtica de la existencia finita. Es entonces cuando se da el encuentro del hombre con Dios, su fundamento trascendente. Valga decir que el encuentro con los demás se ha dado ya en el estadio ético, en el cual Kierkegaard ubica, incluso, el amor conyugal, pero, a pesar de esto, el hombre siente que su inquietud no se agota en dicha relación por profunda, consistente y enriquecedora que pueda ser, ya que las demás personas, aun en lo maravilloso de su existencia, resultan también seres insuficientes y carentes, cuya presencia, así como encanta y admira, puede, en un determinado momento, hastiar y aburrir.
De manera similar, en La Acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica, obra principal del filósofo francés Maurice Blondel, se recorre un camino que, comenzando por las primeras certezas del ser humano, apunta al infinito como necesidad imperiosa de la voluntad. Cuando el hombre actúa ―en el sentido más simple y lato de la expresión, actuar como hacer algo, obrar, realizar una acción― busca algo que le falta y ese deseo atraviesa su vida personal, se expande a la vida familiar, social, a la patria y al mundo, pero, en el fondo, sigue latente el reclamo de su propia voluntad que exige algo más, algo que está más allá del sujeto, de la materia, de la ciencia, algo que puede otorgar a la existencia una razón de ser que no sea meramente subjetiva, es decir, que no sea construida artificialmente por quien la busca para su propia vida, como quien inventa paraísos de cucaña que lo consuelen, sino confirmada en la realidad objetiva. Las palabras con las que comienza esta obra son ya bastante sugerentes:
«¿Sí o no? ¿Tiene la vida humana un sentido y el hombre un destino? Yo actúo, pero sin saber siquiera en qué consiste la acción, sin haber deseado vivir, sin conocer exactamente no quién soy, ni siquiera si soy. Oigo decir que esta apariencia de ser que se agita en mí, que estas acciones leves y fugaces como sombras llevan en sí un peso eterno de responsabilidad, y que no puedo comprar la nada ni siquiera a precio de sangre, porque para mí la nada ya no existe. ¡Estaría entonces condenado a la vida, condenado a la muerte, condenado a la eternidad! Pero ¿cómo y con qué derecho pudo ser así, si yo ni lo he sabido ni lo he querido?» (Blondel, 3).
Quien mantiene una antinomia entre religión y espiritualidad pareciera suponer ―sin razones suficientes, valga insistir― que la tradición de las religiones reveladas llegó de la nada como un constructo de dogmas, prácticas, rituales, ideas, etc. que se impusieron, olvidando que en sus raíces está el itinerario presentado por Kierkegaard y Blondel y que, en eso, precisamente, consiste el anhelo religioso del hombre, pues como señala Pedro R. Santidrián: “la idea de religión nos viene de Roma, cuyo término religio se ha impuesto en todas las lenguas. El vocablo ―bien se tome de religere o de religare― parece apuntar a la actitud del que está atado, anudado a alguien. La religión en este sentido ata al hombre con alguien en torno al cual gira, medita y está polarizado” (387.389).
Es el hombre quien busca no algo, sino a alguien, a quien no ve pero necesita. Si se asumiera, contra toda evidencia, que el hombre es un ser finito, ¿por qué no se conforma, entonces, con la materia, la ciencia, la técnica y con esos superficiales caminos de meditación que no terminan más que en una introspección y en un solipsismo, cuando no en algo peor? La respuesta según la cual el hombre ha inventado a Dios para explicar fenómenos incomprensibles a la razón olvida que la necesidad de ese Dios no solo es intelectual, sino también volitiva, afectiva, sentimental, vital… otra pregunta, entonces, aparece con fuerza: ¿cómo es posible que un ser finito anhele tanto lo infinito, no sería lógico que se conformara, espontáneamente, con su finitud?
Quienes profesan la fe católica no entienden la religión, fundamentalmente, como institución, sino como un encuentro personal con Dios, quien, en su libertad y amor ha afirmado al ser humano en la existencia con el “sí” pleno de Su voluntad. Negar la existencia de dicha libertad equivale a dar a la vida humana un origen azaroso y ningún valor objetivo pues, de este modo, nada distinguiría al hombre de los demás entes del mundo y le quitaría cualquier dignidad o valor superior al de los mismos. En otras palabras, el fundamento de la dignidad humana se da en la existencia de un ser Creador que se la ha conferido, en una ley natural dictada por ese mismo ser y que se fundamenta, necesariamente, en una ley eterna ―la cual Santo Tomás de Aquino conceptualiza con todas las notas propias de un entendimiento ordenador y consciente al definirla como “la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y todo movimiento” (I-II c. 93 art. 1 resp.)―; justificar la dignidad humana por otro medio es imposible y conduce inevitablemente a un círculo vicioso. Con su fina y puntillosa manera de sentenciar, Gómez Dávila resume esta consideración en uno de sus escolios, que reza: “Lo que no sea persona no es finalmente nada” (2005, 121).
Ahora bien, ese Dios no ha querido permanecer oculto o reservado para una élite de hombres iniciados o místicos, sino que se ha revelado, respondiendo al deseo humano de verlo, expresado majestuosamente por el salmista en los versos del salmo 42: “Sedienta está mi alma del Dios fuerte y vivo. ¡Cuándo será que yo llegue y me presente ante la cara de Dios!”, anhelo contestado por Jesucristo cuando dijo a Felipe: “Quien me ve a mí, ve también al Padre” (Jn 14, 9). En este sentido, si se consideran las raíces judías del Cristianismo, se encontrará que los patriarcas y los profetas fueron los transmisores directos de la voluntad de Dios hasta su encarnación en Jesucristo, quien se hizo hombre para transmitir a todos sus hermanos quién es Dios Padre, qué quiere para todos y cada uno y, sobre todo, cuánto amor tiene por todos y cada uno de sus hijos.
Lo anterior describe el encuentro con un Tú, con Otro que quiere revelarse en las cosas, pero cuya identidad no está reducida a las cosas. Los sacramentos son así, como indica el Catecismo del Santo Concilio de Trento, “ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, y como que la ponen delante de los ojos” (II, I, 3) y también actos materiales en los que “la virtud divina ocultamente obra la salud bajo los velos de cosas corporales” (II, I, 3). Por otro lado, la Iglesia no es una institución surgida por el interés de unos cuantos, sino la comunidad de aquellos que siguen teniendo un encuentro espiritual y real con Cristo, que quieren compartirlo entre sí y al mundo entero. A la pregunta que algunos toman como caballito de batalla, queriendo ser émulos de la genialidad, «¿fundó Jesús una Iglesia?», habría que contestar con simplicidad que quiso ser seguido con amor y la Iglesia es, precisamente, el grupo de quienes han querido responder a su llamada, lo cual no puede hacerse de manera desordenada y sin una estructura, pues eso llevaría a la disolución de la misma comunidad, disolución a la cual ya puede asistirse a estas alturas de la historia, precisamente, por la confusión doctrinal y el relajamiento en las prácticas tradicionales que daban cohesión religiosa y también social y cultural, pues de la religión depende todo en la sociedad, como bien han indicado ya muchos pensadores a lo largo de los siglos y, entre los cuales, el más renombrado es el fundador de la Academia, Platón.
Es cierto que lo fundamental no son los ritos, las normas o la jerarquía. Lo central es el encuentro personal con Dios, pero aquellos son medios imprescindibles para que Su amor se haga concreto en las vidas de todos y no se piense que es fruto de la propia inmanencia humana, como muchos sugieren. Dios no es una institución, es verdad, pero fundó una institución y, muy seguramente, si no existiera institucionalidad se criticaría a los católicos por su falta de rigor, de orden, de unidad, de autoridad, de racionalidad. Si Él es más que una idea, si es un ser personal y concreto, su seguimiento será, igualmente, concreto, y si bien el diálogo de cada uno con Él tiene características particulares y únicas, no hay que olvidar que su ser no cambia ni por ideas subjetivas del hombre ni por el paso del tiempo al que Él no se encuentra encadenado y “el mismo que ayer, es hoy; y lo será por los siglos de los siglos” (Hb. 13,8).
Apelando a la exactitud, es necesario concluir afirmando que quienes han sido formados en la Iglesia Católica y se han comprometido con ella, pueden dar fe de un encuentro con Cristo por medio de la riquísima tradición espiritual que está llena de carismas y acentos diversos, de los sacramentos por los cuales se tiene la certeza de una comunicación real con Dios, de la amistad con hermanos en la fe que contribuyen a que uno no se desvíe del camino de la fe, de una formación en lo físico, lo psicológico y lo espiritual que les ha ayudado a ser más felices, a experimentar la armonía de sus facultades, aptitudes y talentos. En últimas, la religión como vínculo con Dios ha sido la concreción de una vida espiritual, de una relación, no con el “cosmos”, sino con el Otro, que dota de sentido auténtico la existencia y que ama a los hombres infinitamente, invitándolos a un estilo de vida plenificante que sea la preparación a una vida eterna de dicha en la contemplación y el amor de la persona por la cual los seres humanos son personas. A ese lugar o estado se llega por el camino de la espiritualidad, que no es otro que el de la religión.
Bibliografía
Blondel, Maurice. La Acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica. Trad. Juan María Isasi y César Izquierdo. Madrid. Biblioteca de Autores Cristianos, 1996
Catecismo del Santo Concilio de Trento para los párrocos ordenado por disposición de San Pio V. Trad. Agustín Zorita. Barcelona: Imprenta de Sierra y Martí, 1833
De Aquino, Santo Tomás. Suma de Teología II. Parte I-II. Trad. Jesús María Rodríguez y otros. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1989
Figari, Luis Fernando. Nostalgia de Infinito. Lima. Fondo Editorial. 2002
Gómez Dávila, Nicolás. Escolios a un texto implícito. Bogotá: Villegas editores, 2005
Gómez Dávila, Nicolás. Sucesivos escolios a un texto implícito. Bogotá: Villegas editores, 2005
La Sagrada Biblia, nuevamente traducida al español e ilustrada con notas. Trad. Félix Torres Amat. París: Librería de Vicente Salvá e Hijo, 1836
Pieper, Josef. Las virtudes fundamentales. Trad. Carlos Melches y otros. Madrid: RIALP, 2017
Ratzinger, Joseph. Fe, verdad y tolerancia. Trad. Constantino Ruiz-Garrido. Salamanca. Sígueme. 2005
Rodríguez Santidrián, Pedro. Diccionario básico de las religiones. Pamplona: Verbo Divino, 1993