Hace ya varios años, quien aquí escribe tenía como costumbre rezar la liturgia de las horas, ese medio maravilloso que ofrece la Iglesia Católica para permanecer en presencia de Dios y meditar su palabra durante la jornada laboral o de estudio. Una predilecta entre las oraciones que la conforman ha sido siempre el Oficio de Lectura, compuesto de tres salmos, una primera lectura bíblica y una segunda lectura espiritual.
En la memoria de San José de Calasanz, presbítero, según el calendario litúrgico del Novus Ordo Missae, es decir, el 25 de agosto, la liturgia permite escoger entre dos lecturas espirituales: una, extraída de los escritos del santo y otra de San Juan Crisóstomo sobre el Evangelio según San Mateo. Ambas se referían a la educación de los más jóvenes y, en ellas, hay valiosísimos aportes a la pedagogía contemporánea, sin embargo, para esta ocasión resulta significativo profundizar, concretamente, en la relación que tienen algunas de sus ideas con el sentido auténtico de la educación, tema sobre el que nunca se meditará lo suficiente.
Bien se sabe que el acento de la educación católica debe ser, como decía Calasanz, la formación integral en piedad y letras, en la fe y la razón, pues se busca el crecimiento espiritual e intelectual del estudiante. La meta de un educador católico no es solo pragmática, o sea, formar para un fin útil como puede ser la producción y la riqueza, lejos se encuentra de los intereses mercantilistas del moderno mundo del trabajo, su fin es mucho más elevado y noble, pues aspira a que el ser humano contemple la verdad divina por medio de su intelecto y que, creciendo continuamente en piedad, la ame con todo su corazón y establezca una relación personal con la Verdad misma, que es el Señor Jesucristo.
Lamentablemente, en la actualidad, muchos colegios y universidades, entre ellos algunos de matriz confesional, han cedido a la presión social, dejando de ser focos de cultura y oasis del conocimiento, para convertirse en formadores de profesionales o técnicos cuya preparación revela un enorme vacío humanista. Desde la perspectiva que inspira este modo de proceder, la educación no tendría como objetivo la contemplación de la verdad, sino la producción, idea tras de la cual se esconde otra de nefastas consecuencias: el aprendizaje es significativo en la medida que sirve para lo útil, para la producción material, para satisfacer las necesidades de un mundo en el que impera la tecnología y la industria, en otras palabras, la educación sirve para tener dinero. Tal vez, la queja de San Juan Crisóstomo en los primeros siglos de la fe y transmitida en su Homilía 59 sobre el Evangelio de San Mateo, expresa mejor esta inquietud:
“¿Qué oficio hay tan importante como el de gobernar las almas y formar la mente y el carácter de un joven? El que goza de esta facultad debe usar de una diligencia mayor que la de un pintor o un escultor. Y nosotros, por el contrario, no nos preocupamos en absoluto de este asunto, sino que a lo único que atendemos es a que aprenda bien el lenguaje. Y ello únicamente para que pueda adquirir riquezas. Pues si aprende el lenguaje, no es para que pueda hablar correctamente, sino para que así pueda enriquecerse; de tal modo que si le fuera posible enriquecerse sin necesidad de esta enseñanza, prescindiríamos de ella totalmente” (1794-1795).
El reclamo es claro. La educación tiene sentido en sí misma, el conocimiento es un valor innegociable, la verdad es un sumo bien y conocerla es un placer, por lo tanto, el aula de clase no puede ser una extensión del activismo contemporáneo centrado en el trabajo como fin último de la vida humana. La escuela (del griego σχολή y del latín scholae: ocio) es el escenario para la reflexión sobre las preguntas fundamentales de la vida humana y para el conocimiento gozoso de la verdad, en ella encuentra el hombre sentido para vivir y para seguirse preguntando por la realidad, así pues, el aprendizaje es significativo en sí mismo y el objetivo último de la vida humana no es el mero producir (poiesis) vacío, sin una meta trascendente, sino el obrar nutrido de un saber, de una observación (theoria) que culmina, como todos los actos humanos, en la contemplación amorosa de Dios, que es, a un tiempo, verdad y amor, que mueve al ser humano a tener una relación personal con él que informa la mente, transforma el corazón y se manifiesta en la acción.
Lamentablemente, la palabra “ocio” ―en la lengua castellana, por lo menos― ha adquirido un sentido popular que no es coherente con el original griego, pues, generalmente se le identifica con pereza, sin embargo, mientras la pereza es un pecado capital, el ocio es la reflexión teórica que tiene como objetivo la verdad y que apunta a las artes y actividades liberales, contrapuestas a las artes serviles, que se realizan para alcanzar un fin utilitario.
Dejar las actividades cotidianas del trabajo para preguntarse por lo fundamental de la existencia humana es una forma de ocio, sin la cual la vida carece de sentido.
San Juan Crisóstomo y San José de Calasanz invitan al hombre de todos los tiempos a recobrar el ocio en las aulas de clase, dándole valor a la verdad y procurando formar, no máquinas de trabajo, sino seres humanos integrales, personas que revelen, en su deseo de conocer, su profundo amor a Dios.
Serán estos hombres y mujeres quienes contribuyan a la construcción de un mundo más cristiano si desde la escuela se les instruye en el valor que tiene buscar la verdad y vivir el amor, como señala San José de Calasanz al indicar que la educación cristiana merece la aprobación “de los gobernantes, que obtienen así unos súbditos honrados y unos buenos ciudadanos; y, sobre todo, de la Iglesia, ya que son introducidos de un modo más eficaz en su multiforme manera de vivir y de obrar, como seguidores de Cristo y testigos del Evangelio” (1323).
Bibliografía
Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino. Liturgia de las Horas según el rito romano IV. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2005.