Espiritual Fe

¡A todos nos toca recomenzar desde Cristo!

En este mes de la misiones hemos de recordar que cuanto compartimos como experiencia en la misión debe ser en definitiva lo que vivimos, nuestra manera de ser cristianos, de vivir a Jesús en medio de la comunidad y la Iglesia. En este aspecto hemos de considerar lo ya expresado por el Papa Juan Pablo II cuando entrámos al tercer milenio: “A todos nos toca recomenzar desde Cristo”, y esto último, reconociendo lo aclarado por Benedicto XVI:

“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” .

DCE 1.

¿Pero como dar paso en la dirección correcta, como advertir las formas de un llamado que se renueva?

“Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dice: Ahí está el Cordero de Dios.  Los dos discípulos, al  oírlo hablar así, siguieron a Jesús,  “Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: “¿Qué buscáis?” Ellos le respondieron: “Rabbí – que quiere decir, “Maestro” – ¿dónde vives?” “Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”.

Jn 1, 35-39

En los versículos anteriores se encuentran detalles importantes, en primer lugar un Jesús que camina entre su pueblo, que camina en la ciudad y que es posible advertirlo en el cruce de caminos si no estamos excesivamente distraídos o ensimismados.

Jesús se hace el encontradizo en nuestra propia acera, recordemos; una vez el Señor se encarnó  y puso su morada entre nosotros, lo podemos encontrar por las esquinas esperando que levantemos nuestro rostro y entrecrucemos nuestras miradas, ¡sí es posible encontrarlo! ante todo, para quién sabe dirigir una mirada hacia el horizonte liberándose de gravitar sobre su propia vanidad, y se rebela contra los afanes que le secuestran.

Jesús no pasa desapercibido para quien tiene sed de infinito y anhelos de un alto vuelo en la vida a partir de la experiencia liberadora del encuentro con su Persona que da un nuevo horizonte, y con ello, una orientación decisiva.

Cuándo por miles de razones nos sumimos en nuestros propios mundos y pensamos que no hay tiempo para nada, y vemos como la vida avanza sin parar en el frenesí del sin sentido, del consumo voraz y de lo rutinario sin espíritu, se hace urgente un polo a tierra, una descarga de vitalidad al corazón, una colisión con la persona de Jesús en el cruce de camino. ¡Qué maravilloso sería hoy colisionar con la presencia Eucarística de Jesús en el Sagrario de la parroquia que está en el camino a casa o camino al trabajo!

Lo segundo a considerar es que Juan Bautista hace un reconocimiento importante ante la Presencia  de Jesús y lo señala como “El Cordero de Dios”Podemos decir que en lo íntimo el bautista reconoce a Jesús con su profunda significancia para sí y la humanidad, el verbo que usa el evangelista al describirnos esta escena es “emblepo”, el cual comúnmente se traduce como “ver”, pero en griego expresa “penetrar en la intimidad del corazón”, esto es ver más allá, ir más allá de lo superficial,  y ello, ya es una invitación para saber fijar los ojos en Jesús y redescubrir su importancia para cada uno de nosotros.

Jesús es mucho más que un viandante común de la historia. Para Juan Bautista; ahí estaba el Cordero de Dios, la víctima propiciatoria, el que se donaba, se ofrecía y se sacrificaba por la salvación de los hombres. Pensar en esta mirada profunda del discípulo que llega a advertir lo que el entorno distraído no puede, nos lleva a recordar la exhortación del Papa San Juan Pablo II a los jóvenes Chilenos en 1987:

¡No tengáis miedo de mirarlo a Él! Mirad al Señor: ¿Qué veis? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en El, el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno.

Necesitamos hacer un alto en nuestro trasegar afanado, permitir la actuación del protagonista siempre novedoso, pues llega el momento en el cual necesitamos ver con profundidad al Cordero de Dios que se ha sacrificado por nosotros para que tengamos vida abundante, y superar esos insipientes pedazos de vida que parecen migajas existenciales que no alcanzan a colmar nuestro vacío interior.

Es decir; ver de una manera especial, con la seguridad que nos da entrecruzar las miradas con Jesús en el Sagrario, en la Custodia y en la misma liturgia eucarística cuando se nos propone de nuevo el gran anuncio del Bautista antes de la comunión, en ese momento el celebrante presenta a la adoración de los fieles la “hostia consagrada”, diciendo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la Cena del Señor”.

En medio de sociedades de ruido, de movimientos desenfrenados, de trabajos forzados, de espacios laborales estresantes, de horas que sólo pueden ser productivas y ser evaluadas desde los resultados, creo que este dato del discipulado nos debe ayudar a dirigir la mirada y a redescubrir cómo Jesús nos vuelve a llamar.

Volvernos a encontrar con Jesús en la comunidad, en la cotidianidad, en la familia, en el trabajo, puede ser una experiencia interesante que devuelva sentido a las cosas que hacemos. Para Juan el Bautista que mucho bien hacía con su ministerio, hasta su quehacer se llenó de mayor sentido cuando descubrió a Jesús, así el Bautista descubrió que de todo lo que hacía, sólo una cosa realmente trascendía; y supo que era la hora de detenerse para dejar sitio a otro, y lo expresó así: “es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30)

Lo tercero que podemos considerar es la alegría del encuentro con Cristo, ese encuentro con su presencia viva en la Eucaristía y la Palabra, nuestros obispos en Aparecida (DA. 28-29)  nos señalan que: “ser cristiano no es una carga sino un don”. Esta alegría está en reconocernos sus discípulos enviados con el tesoro del evangelio.

La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio; “La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”.

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