Con gratitud y cariño para quienes fueron mis alumnas, en el Colegio Calasanz Femenino y en el Colegio Bethlemitas de Medellín, donde maduraron estas reflexiones y viví momentos tan felices, pese a mis errores y equivocaciones.
Introducción
Sin duda, una de las preocupaciones fundamentales del educador actual surge de una creciente falta de motivación entre los estudiantes. Dicho fenómeno, que bien podría definirse como abulia, “pasividad, desinterés, falta de voluntad”, según la valiosa indicación del diccionario de la RAE, no solo se manifiesta en las aulas de clase, también remite a una realidad existencial que afecta al hombre de hoy en general, impactando, de manera particular, al joven. Sin esperanzas ni norte no hay razón para preguntar, indagar, cuestionarse, apasionarse; en circunstancias tan difíciles, ¿cómo despertar en el estudiante el deseo de encontrar respuestas y más aún, de mantener vivas las preguntas? ¿Cómo afrontar tan difícil obstáculo sin contagiarse de la evasión y desesperanza presentes en el mundo contemporáneo?
No se pretende aquí establecer un método, que seguramente ya existe; valga enfatizar que se trata de una invitación a la lectura de textos y propuestas no lo suficientemente valorados, para comenzar un camino que siempre tendrá como punto de llegada al hombre, quien se constituye como potencia en proceso de actualización y despliegue, dinamismo en el cual la educación cumple la valiosa tarea de servir, guiar y acompañar. Estas líneas, pues, se inspiran en lo que se ha llamado, tradicionalmente, una antropología pedagógica.
Desde una antropología integral e integradora.
Es claro que toda propuesta pedagógica tiene como base una determinada concepción del hombre; este camino quiere tener como punto de inicio una definición integral del ser humano como unidad de cuerpo y alma, en la que dichas dimensiones no son compartimentos estancos sino que conforman una misma realidad y, por tanto, se afectan mutuamente. Desde esta concepción, el educador debe tener claro que tiene ante sí, no una tabla en blanco sobre la cual debe grabar ideas y conocimientos, sino un complejo e infinito mundo que debe reverenciar, cuidar, respetar e integrar; logrando que el discípulo descubra quién es y todas las potencialidades que se encierran en su interior, asimilando, al mismo tiempo, que como unidad que es no puede reducirse a una sola de sus dimensiones sino que debe llegar a reconocerlas, a aceptarlas e integrarlas para encontrar su despliegue y realización a todo nivel.
El cuerpo (soma) es el ser humano considerado en cuanto material, en relación con el resto del mundo físico, podría llamársele con San Pablo “el hombre exterior” (2 Co 4, 16). Es a través del cuerpo que el hombre recibe información sobre el mundo que lo rodea y se relaciona con él. Resulta evidente que todo ser humano tiene un cuerpo que funciona de manera compleja y única, no se compara con un animal o una planta, pues es cualitativamente diferente. Sin embargo, la definición aristotélica de animal racional, aun cuando insuficiente –en cuanto que pareciera poner al hombre en un mismo género con el animal–, ha tenido siempre una dimensión interesante y es el reconocimiento de la materialidad del hombre y la imposibilidad de su existencia sin esa misma materialidad, lo que refuta concepciones gnósticas y espiritualistas que niegan el carácter esencial de lo físico a la hora de definir la naturaleza humana, condenándolo como maligno per se o enemigo de lo más elevado y sagrado.
El alma (psyché) es el principio mismo de la vida humana; es la sede de la personalidad del hombre; en este sentido, abarca, no solo su vida consciente, sino también su vida subconsciente e inconsciente. Por eso, el alma es la morada de las emociones, el intelecto y la voluntad. Dentro del alma, algunos autores de la tradición filosófica y teológica manifiestan la necesidad de referirse al espíritu, que es el núcleo, la dimensión más profunda del hombre que va más allá, incluso, de su intelecto e imaginación, de sus sensaciones, emociones, sentimientos y pasiones. El espíritu, tan difícil de definir hasta hoy, parece ser aquella dimensión que hace clamar al conde de Lautréamont en tono dramático: “Yo siento la necesidad de infinito… yo no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad” (65).
Como se señaló con anterioridad, al hablar de unidad se quiere hacer entender que el ser humano no es una suma o compuesto de partes o elementos. No son pues, dos naturalezas aisladas e inconexas. Su unión es la única naturaleza humana, pues como dijo Santo Tomás de Aquino, “anima separata non potest dicit persona” (III Sententiarum d. 5 q. 3 a. 2 co.), o sea, en una traducción aproximada: “al alma separada no puede llamársele persona”. Una de las mejores manifestaciones de esta unidad sustancial contra todo dualismo, son las enfermedades psicosomáticas, por ser una evidencia de la dimensión psicológica que repercute en la biológica o corporal, así como también un estado grave de enfermedad o de dolor físico puede mover a la persona a preguntarse por el sentido de su vida y a reconsiderar las opciones hechas a lo largo de su existencia, tocando así la dimensión más profunda del hombre, que es la psicológica, en el sentido clásico y metafísico de la expresión, es decir, como el alma, no solo como la mente o la conciencia, interpretación que, no pocas veces, conduce a inmanentismos negadores de un ámbito trascendente en la naturaleza humana.
El Saber, el sentir y el obrar.
La antropología antes descrita con brevedad permite dar el siguiente paso hacia una pedagogía del saber, el sentir y el obrar. La formación debe estar fundada en la invitación a una respuesta cognoscitiva, a una respuesta afectiva y a una respuesta moral, pues como señala Luis Fernando Figari:
Lo que una persona conoce condiciona sus resonancias, sus actitudes y la inclina a un comportamiento; la experiencia vital de la persona está relacionada con su conocimiento y su comportamiento; y la acción de la persona tiende a influenciar sus sentimientos y su potencialidad cognoscitiva. Las tres áreas fundamentales se dan íntimamente ligadas en la persona (2009, 82).
El saber corresponde al espíritu del sujeto cognoscente. Cubre el aspecto intelectual, pero no en un sentido frío sino vital de una verdad que libera, que construye, que abre horizontes; el saber no se limita a un cerebralismo, va mucho más allá, trascendiendo a la dimensión existencial del ser humano, lo que para un joven, resulta particularmente atrayente. Un verdadero educador debería despertar la pregunta en el alumno no como un mero afán del aula o en busca de una nota o calificación sino como algo que lo involucra, que lo toca y lo interpela profundamente. El saber no puede ser tomado como un contenido exterior que se suma o acumula sino como algo necesario, vital. Ciertamente, hay que reconocer que en este punto siempre habrá que contar con la libertad de la persona en su proceso formativo, el método no lo es todo, pero contribuye a acercar la teoría a la vida, Jorge Larrosa en La Experiencia de la Lectura señala los peligros de un saber “exterior” que olvida dicha conexión:
Un saber que no sirve a la formación es aquél con el que se mantiene una relación exterior. Un saber que se aprende, en el que se adquiere algo que antes no se tenía, pero en el que eso que se adquiere está como pegado, no atraviesa la conciencia, no la constituye, la estructura o la modifica, sino que permanece exterior a ella, sin relación con el que sabe, un saber dislocado del sabio, un saber que produce pedantes, quizá eruditos, pero no personas formadas (559).
Jorge Larrosa
Con base en lo anterior, puede entenderse que el saber impregna toda la vida del estudiante; así pues, aunque es innegable que el verdadero saber debe tener como paso previo una motivación de carácter emocional, y hasta, podría decirse, pasional, esta debe verse potenciada con la adquisición de nuevos conocimientos. Debe darse una adhesión volitiva y un deseo de responder y responderse que involucra la existencia toda, lo que permite entrar a la dimensión de la voluntad y los afectos, fundamental en el proceso de aprendizaje.
Como se dijo anteriormente, la dimensión psicológica de la persona está referida al campo de los sentimientos y la voluntad. No basta una captación cognoscitiva, es necesaria la asimilación vital; es distinto preguntarse como exigencia impuesta externamente a preguntarse como necesidad, como deseo propio y personal; el sentir lleva a experimentarse deseoso, anhelante, “sediento” de conocer y de vivir lo encontrado, es decir, el saber impacta la voluntad y la mueve. Aunque la educación va más allá de lo sentimental, pues un aprendizaje efectivo no se produce exclusivamente por la motivación intelectual, sino también por su influencia afectiva. Así, el aspecto afectivo y psicológico se manifiesta como básico e imprescindible. Por todo ello, la temática cognoscitiva debe también ser afectivamente apelante, de forma que el joven se sienta en diálogo con una perspectiva personalizadora que se dirige a él en su integridad y así, descubriéndolo, se vea motivado a responder, desde su libertad, con un compromiso profundo en su proceso de educación (2009, 89).
El pensador aquí citado no se queda en una ilusión sobre el estudiante ideal, y sin temor aterriza nuevamente la propuesta en la libertad del joven. Un buen maestro nunca debe imponer y, con humildad, tendrá que reconocer que la decisión última a la hora de aprender y madurar está en manos del estudiante –lo cual debería insistirse y pensarse mucho más en una época en la que el maestro parece ser el responsable de todo lo que pase con los estudiantes y de sus resultados académicos, hablando muy poco o nada de los deberes de ellos en su proceso formativo–, pero no por ello debe abandonar su esfuerzo por motivar el sentir, por comunicar la pasión, que antes que nada él mismo debe vivir con respecto a sus disciplinas específicas en una continua profundización y cualificación que sea modélica y alentadora para sus alumnos.
Hay quienes afirman que “nadie da de lo que no tiene” y el educador, junto a su trabajo de enseñanza, debe mantener un continuo autoexamen de su pasión por el saber, de su sentir, de qué tanto mantiene el “primer amor” que lo hizo ser docente en un área particular del saber, pues el educar, que también es un arte consiste en hacer sentir a los demás lo que nosotros sentimos. En Borges se encuentra también una referencia a esta dimensión sensitiva de la pedagogía cuando compartiendo su experiencia como maestro indica que
“uno solo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino el amor a esa literatura. O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos libros, de ciertas páginas, quizás de ciertos versos” (1989).
Jorge Luis Borges
Es siguiendo este proceso –cuyas particularidades se darán en cada experiencia pedagógica– como el estudiante se verá movido a aprender y encontrar respuestas, lo cual implica que descubra la importancia de las mismas para su propia vida, para su realidad más inmediata, para el contexto cercano en que se desenvuelve y no, meramente, como un conocimiento valioso, pero abstracto y ajeno a sus preocupaciones. Motivar el sentir se trata, entonces, de mostrar que la educación se preocupa y debe preocuparse por el hoy, logrando que el estudio de sistemas, escuelas y autores conduzca al estudiante a experimentar las preguntas de la tradición como propias y a crear nuevos interrogantes sobre la situación de sus contemporáneos y, particularmente, sobre la suya.
Luego de una interiorización intelectual y afectiva, la experiencia de aprendizaje se vierte en un obrar en el sentido moral de la expresión, esto es, como acción buena, virtuosa, expresión y prueba patente del proceso que ha informado la inteligencia y ha llevado a una transformación de los sentimientos y la voluntad. Es necesario aclarar que en el campo educativo, el obrar no solo consiste en promover una determinada forma de acción moral por medio de teorías y ejemplos, lo que es fundamental, sino también y, esencialmente, en crear hábitos de comportamiento que lleven a la persona a su realización personal y a una sana relación con sus semejantes. En esto, la literatura tiene un papel trascendental dado que, tal y como afirma el pensador español Alfonso López Quintás:
Actualmente, los jóvenes se resisten a aceptar doctrinas por la vía del mero argumento de autoridad. Solo se muestran dispuestos a asumir aquello que ellos sean capaces de interiorizar y considerar como algo propio. De ahí su aversión a toda forma de enseñanza que proceda o parezca proceder de forma autoritaria, llegando a determinadas conclusiones a partir de ciertos principios inmutables.
Alfonso López Quintás
Debido a ello, se viene proponiendo desde hace algún tiempo como método ideal para formar en cuestiones éticas la lectura penetrante de obras literarias de calidad. A través de ellas no son los profesores de ética quienes nos adoctrinan sobre el sentido de la vida y sus acontecimientos básicos, sino diversos autores orlados de prestigio y bien afirmados en una experiencia intensamente vivida y sufrida (329).
Los personajes literarios revelan preguntas, formas de actuar y pensar con las cuales un estudiante puede identificarse más fácilmente que con las ideas de un pensador expuestas en un sistema o tratado; es la literatura la que permite vincular los conceptos, las cosmovisiones y la vida cotidiana, convirtiéndose, al mismo tiempo, en la constante de aquella espiral ascendente-descendente que conforman el saber, el sentir y el obrar, los cuales, al igual que las dimensiones biológica o somática y psicológica constituyen un todo, una unidad: la persona humana.
Conclusión
La experiencia pedagógica desde el saber, el sentir y el obrar busca hacer de la enseñanza una actividad que implique transformaciones interiores y proyecciones concretas a partir de lo aprendido, generando un espacio armónico que motive al educando en la creación de una “vida bella” que lleve luz a quienes lo rodean.
A estas alturas del trasegar histórico, el hombre ha pasado del cogito ergo sum al sensus ergo sum y la dimensión sensitiva ha regresado del exilio al que le había condenado la mentalidad racionalista para erigir su reinado en la sociedad. En este contexto, el maestro de hoy se ve impelido a valerse de esta para educar a los jóvenes que a su cargo tiene, evitando caer en el emotivismo posmoderno y en el racionalismo moderno, buscando, más bien, que toda materia de aprendizaje –además de ser asimilada y aprendida, pues para eso se va a estudiar– se traduzca para ellos en respuesta a sus necesidades más profundas, sus preocupaciones diarias, sus dilemas existenciales y sus horizontes vitales.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis. “Córdoba, invierno de 1985”. Entrevista en Revista Cultural Excélsior, segunda época. Vol. XVIII-IV. Recuperado el 27 de junio de 2019 en //www.lasiega.org
De Aquino, Santo Tomás. En Scriptum super libros Sententiarum.//www.corpusthomisticum.org/spd3004.html#92376. Recuperado el 27 de junio de 2019.
Figari, Luis Fernando. Formación y Misión. Medellín: Vida y Espiritualidad, 2009.
Larrosa, Jorge. La experiencia de la Lectura. México:Fondo de Cultura Económica, 2003.
Lautréamont, Conde de. Obra completa. Trad. Manuel Álvarez Ortega. Madrid: Akal, 1988.
López Quintás, Alfonso. (1987). “La enseñanza de la ética a través de la literatura”. Veritas (sept. 1987).