Evangelio según San Juan (15, 12-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
Texto de la Homilía del P. Santiago Martín, F.M.
Sigue san Juan contándonos en su evangelio estas últimas palabras del Señor antes de salir para el Huerto de los Olivos.
Nuestro Señor tenía un enorme interés en insistir en que no olvidáramos nunca que el amor no era cuestión sólo de sentimientos sino de obras. Por eso hoy el Evangelio nos dice: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que Yo os mando”. No podemos pretender tener con el Señor una relación de amistad, de seguimiento, si nuestra vida no es coherente con aquello que supuestamente sentimos. Pero eso pasa igual con los demás: ¿de qué le sirve a la esposa que el esposo le diga que la quiere mucho si luego no es fiel o se gasta el dinero, por ejemplo, en vino, en alcohol? O al revés… El amor pasa por las obras.
Es verdad que nos encontramos una y otra vez con nuestra realidad pecadora, pero en ese caso, al menos, la obra que tenemos qué hacer es la de la conversión. Decía San Agustín: si no puedes evitar pecar, al menos odia el pecado que has cometido. Traducido: si has pecado, arrepiéntete, confiésate, vuelve a empezar.
Por tanto, primera lección que reitera el Señor y que San Juan nos recuerda: el amor se demuestra con obras, y solamente las obras del amor –las obras, además, del amor a imitación de Cristo–, son aquellas que van a confirmar la seriedad, la honestidad, de nuestra relación con el Señor.
Pero dice también otra cosa. Dice que esa amistad que Él nos tiene, la ha demostrado a través de la enseñanza. Voy a releer esta frase: “Ya no os llamo siervos –dice Jesús–, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. La Revelación, la plenitud de la revelación. Es decir, la enseñanza.
Una enseñanza que se puso de manifiesto con sus palabras, con sus parábolas, con sus discursos y con su comportamiento: es enseñanza, cuando Cristo evita que maten a la adúltera; es enseñanza, cuando el Señor cuenta la parábola del Buen Pastor o cuando el Señor cuenta la parábola del Buen Samaritano o la del Hijo Pródigo; es enseñanza, cuando Cristo desde la Cruz expresa su agonía, pero también cuando desde la Cruz hace lo que había enseñado a hacer: es decir, cuando desde la Cruz intercede por sus enemigos para que el Señor no les tenga en cuenta su pecado; es enseñanza, su nacimiento silencioso en Belén y su muerte cruel en el Gólgota; es enseñanza, que llorara por su amigo Lázaro…
Es decir, esta enseñanza de Jesús, lo que llamamos La Revelación, es la plenitud de la Verdad. No sólo una parte de la Verdad sino la plenitud de la Verdad. Esta enseñanza es la prueba de su amistad. ¿Cómo podemos, por lo tanto, nosotros ofenderle hasta ese punto: negando que su enseñanza sea imperecedera, negando que su enseñanza valga hoy lo mismo que siempre?
Aquellos que quieren modificar la enseñanza de Jesús, aquellos que dicen que lo que el Señor enseñó tiene que actualizarse o ponerse al día, aquellos que quieren hacer una nueva Iglesia que ya no tenga a Jesucristo como referente sino como uno más y –a veces– como uno menos, están rechazando la amistad con Jesús, rechazando su seguimiento, y están rechazando –también– la amistad con el Padre.
Por eso la Iglesia, o se refleja siempre en la Luz que viene de Cristo –como la luna refleja la luz del sol–, la Iglesia es un espejo que refleja y refracta la luz que viene de Dios, o no tiene sentido, es absurda. Una Iglesia sin Cristo es un sinsentido, es algo contrario a la razón. Cristo es el que ha fundado la Iglesia, Él es la cabeza de la Iglesia. No podemos rechazar, por lo tanto, las enseñanzas de Cristo pretendiendo corregirlas, modificarlas, olvidarlas, negarlas, traicionarlas…
Esas enseñanzas del Señor que incluyen no solamente los conceptos dogmáticos sino los preceptos morales, son la prueba de Su Amor: “Ya no os llamo siervos –dice–: os llamo amigos, porque os he revelado todo lo que oído a mi Padre”. Es decir, nos ha transmitido la plenitud de la Verdad. Si nosotros negamos esto, si nosotros negamos las enseñanzas de Jesús, si negamos que en Cristo está la plenitud de la Verdad y que por lo tanto la Iglesia –pecadora, pero también santa–, esa Iglesia contiene, sirve, más que posee, sirve a la plenitud de la Verdad que está depositada en ella. Si negamos esto, estamos traicionando la amistad de Cristo, ya no merecemos llamarnos “amigos” suyos. Y, de hecho, una Iglesia sin Cristo, es una Iglesia que –como una cáscara vacía– se ha quedado sin el tesoro que protegía y que contenía. Durante un tiempo sigue la cáscara… Durante un tiempo. Poco a poco, también la cáscara se deteriora porque ya no tiene nada qué guardar.
Decía hace unas semanas el arzobispo de París, después del incendio de Notre Dame, que la bellísima iglesia gótica medieval no era más que el joyero que contenía una joya, el relicario que tenía un tesoro dentro, y ese tesoro es el Cuerpo de Cristo, ese tesoro es la Eucaristía. Así es la Iglesia: si la Iglesia no contiene dentro el Cuerpo y la Sangre del Señor en la Eucaristía; si la Iglesia no contiene dentro sus preciados Sacramentos; si la Iglesia no contiene dentro, defiende y extiende el mensaje íntegro de Jesús…, es una cáscara vacía. Podrá ser hermosa, será una estructura, pero es una cáscara vacía. Pidámosle al Señor la gracia para entenderlo, la fuerza para practicarlo y para defenderlo. ¡Que el Señor nos ayude!