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No toda proclamación de libertad es “liberalismo”, ni toda forma de producción es “capitalismo”.

“¿Qué podemos decir, pues, en un espectro de racionalidad y de fe, aunque sea en términos muy generales, que permita algo de claridad con respecto a todo esto?”.

“Amigo, no te hago agravio: ¿no has convenido conmigo un denario? Toma lo tuyo y vete. Yo quiero dar a este postrero lo mismo que a ti. ¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo porque yo sea bueno?”.

(Mateo 20, 13-15).

Se ha dicho que los términos pueden ser unívocos, equívocos o ambigüos. Es lo que ocurre con palabras como “capitalismo”, de la que tanto se habla y de la que a ciencia cierta muchos no tienen una clara noción de lo que sea. Sólo mencionarla es como una invocación a los prejuicios y a los tópicos, y ésta aparece con toda su carga ideológica y política.

Tomemos en cuenta que todos nos equivocamos, incluso los santos –y tal vez por ello– cuando están en el camino de la perfección. De la misma manera lo hacen los intelectuales. Y es de suponerse que lo mismo ocurra con las personas del común, pese a su muy aguzado sentido común. De modo, pues, que al hacer referencia a un tema como el “capitalismo”, es muy posible que al final los circunstantes, luego de un acalorado debate, no hayan sabido más allá de la mera “doxa” de qué era de lo que realmente estaban hablando.

Una cita de un prestigioso intelectual adscrito al nacionalismo católico argentino, expresada por demás en términos y en un tono bastante categóricos, suscitó diversas inquietudes entre un grupo de personas: estas ameritan al menos una consideración y una respuesta que clarifique el tema, habida cuenta del acervo intelectual disponible hoy, también en el ámbito católico. Esta es la cita:


“¿Qué diferencia hay entre el capitalismo liberal, entre la plutocracia internacional, la concentración de la riqueza de todo el mundo en un puñado de banqueros, y la riqueza toda del estado colectivizada, manejada por unos cuantos jerarcas comunistas?… No hay ninguna diferencia… Unos y otros crean una servidumbre de los particulares y las naciones”.

Jordán Bruno Genta

“Jordán Bruno Genta fue un escritor y filósofo nacionalista católico argentino, profesor de filosofía y letras durante 40 años. Incursionó en el periodismo y escribió numerosos libros de amplia difusión en el nacionalismo católico. Fue rector del Instituto Nacional del Profesorado”.

Fecha de nacimiento: 2 de octubre de 1909, Buenos Aires, Argentina.
Fallecimiento: 1974, Buenos Aires, Argentina.

Wikipedia

Independientemente de la honestidad, heroísmo, indiscutible inteligencia, y del respeto que nos inspiran su integridad y su labor, la cita amerita ser revisada, aclarada y debidamente matizada, precisamente ante las inquietudes que suscita. Veamos algunas:

—¿Se puede hablar de un “capitalismo conservador”? ¿Cuál es el capitalismo que aprueba la Iglesia? He escuchado acepciones como capitalismo social o capitalismo solidario. ¿Es correcto?

Alguien responde:

—”El capitalismo, per se, no es aprobado por la Iglesia, pues la Iglesia condena el liberalismo en todas sus formas y, lo que llamamos capitalismo, surge de las tesis económicas del liberalismo”.

En contraste, otra persona dice:

—”La Iglesia nunca ha fijado ni doctrina ni dogma con relación a políticas económicas. Condena, obvio, cualquier abuso anticristiano, como la usura o la paga injusta, pero no llega a elaborar sobre teorías económicas, lo que se sale de su espectro”.

Y aquí, aunque se aprueba parte de la premisa anterior, se agudiza el contraste:

—”Correcto, pero el capitalismo en su esencia se basa en la usura”.

Entonces aparece otro punto de vista:

—”El capitalismo en su esencia se basa en el intercambio de trabajo: yo pago el equivalente a tu esfuerzo con mi esfuerzo. La usura es irracional. Diabólica. Nada mejor que el manejo justo del dinero”.


¿Qué podemos decir, pues, en un espectro de racionalidad y de fe, aunque sea en términos muy generales, que permita algo de claridad con respecto a todo esto?

La denominación “capitalismo” es en sí misma una catalogación marxista, peyorativa, para presentar las interacciones humanas como “relaciones económicas” de explotación supeditadas única y esencialmente al “capital” como factor esencial para establecer “relaciones de poder y explotación”. Se crea así un dualismo con el socialismo, en el que este último resulta ser la promesa de liberación de tal estructura de relaciones opresoras.

En términos económicos, habría que variar el lenguaje y establecer que el primero es un régimen de libertad y ejercicio de la iniciativa individual, cuyos excedentes (utilidades) se reparten en proporción a la inversión y a la oferta y demanda tanto de productos como de mano de obra. El Estado interviene únicamente para regular aspectos como la monopolización, la especulación, el acaparamiento y mantener una competencia sana, propiciando un régimen de libertad de precios y regulándolos mediante intervenciones directas en los mercados o con políticas monetarias.

En el segundo, la centralización por parte del Estado, que planifica y regula todo, inhibe y acaba con la iniciativa individual y privada, y la inversión. Se vuelve el dueño y distribuidor de todo, eliminando al individuo y sometiendo todo bajo el poder del Estado.

Los riesgos en el primero son el individualismo, la ambición desbordada, el egoísmo y el materialismo. En el segundo, son la despersonalización, la masificación, el odio de clases y el materialismo.

La primera forma de materialismo es el propio de la sociedad de consumo. La segunda, es el “histórico”, pretendidamente científico, que despoja al hombre de toda noción de trascendencia, presentando las relaciones humanas como conflictivas y de explotación, y supeditándolas a la esfera social, regulada, planificada y dirigida por el Estado.

En la primera, es el hombre mismo quien corre el riesgo de olvidarse y de apartarse de Dios, cayendo en la idolatría del dinero, del tener y del acumular. En la segunda, el hombre es despojado de toda noción de sentido y se le aliena de modo que ceda toda iniciativa, porque la “libertad” consiste en deshacerse de la competencia y someterse al igualitarismo con el que el Estado pretende distribuir los bienes, pero de cuya riqueza (excedentes) no participa el ciudadano sino sólo en términos de cierta comodidad (como desarrollos en infraestructura, “educación” y salud gratuitas o transporte, por ejemplo).

De manera un poco prematura, alguien podría concluir:

—”Capitalismo es sinónimo de riqueza. Marxismo de miseria autoritaria”.

Siendo un poco más precisos, podemos decir más bien que esos son sus efectos visibles.

Pero alguien insiste:

—”El capitalismo es sinónimo de acaparamiento de la riqueza”.

Pero a ello podemos objetar que así tan categóricamente, y en términos absolutos, no.

—Y ¿por qué no? –se objeta nuevamente.

Porque su punto de partida es el respeto a la iniciativa individual y/o grupal, privada, dentro de un régimen de libertades.

—Pero pone a la adquisición de capital como fin –objeta afirmando.

A lo cual cabe responder:

Pero no como fin esencial ni de la existencia.

Entonces se objeta que “de hecho, sí”. Y se insiste en que la acumulación es la “esencia del capitalismo”.

Es necesario distinguir entre excedentes y acumulación, e insistir y anteponer claramente que esta dinámica es la esencia de un régimen de libertades de producción y de intercambio, pues ocurre que la generación de excedentes y de riqueza es un resultado de la actividad económica que posibilita el intercambio. Como con los excedentes agrícolas.

Otra cosa son las políticas de precios y la eliminación de inventarios para mantenerlos altos, diferentes a las políticas monetarias para mantener estables el empleo y la economía, mediante tasas de cambio.

Para que este análisis sea racionalmente posible, y en los términos de fenómenos realmente comparables, no se puede partir de, ni aceptar la categoría “capitalismo”. En sí, el capital es un concepto inespecífico, es decir, ni bueno ni malo.

El capital es un factor de producción y, a la vez, un resultado de la misma. Pero también se puede hablar de “capital social” como en el cooperativismo, en el que el esfuerzo y aportes mancomunados producen capital que se distribuye vía remuneración de los aportes y de excedentes.

Llevando el tema a términos antropológicos, éticos y teológicos, es indispensable precisar y distinguir entre liberalidad y liberalismo. Dios, como el patrón que pone Jesús como ejemplo en la parábola de “los trabajadores de la última hora” (Mateo 20, 1-16), es liberal, en el sentido de la “liberalidad”, que sería el término realmente adecuado.

De modo, pues, que no toda forma de respeto a la libertad es liberalismo, ni toda forma de regulación es opresión o centralismo, así como no toda forma de producción y de generación de excedentes es capitalismo.

Para un estudio más completo y profundo, sugiero ir a fuentes como:

Encíclicas y Exhortaciones Apostólicas:
  • Rerum Novarum, «De las cosas nuevas», León XIII, 15 de mayo de 1891.
  • Cuadragessimo Anno, «Sobre la Restauración del Orden Social», Pío XI, promulgada el 15 de mayo de 1931.
  • Populorum Progressio, «El Desarrollo de los Pueblos», Pablo VI, 26 de marzo de 1967.
  • Laborem Exercens, «Sobre el trabajo humano», Juan Pablo II, 14 de septiembre de 1981.
  • Sollicitudo Rei Socialis, «Solicitud Social», Juan Pablo II, 30 de diciembre de 1987.
  • Veritatis Splendor, «El Esplendor de la Verdad», Juan Pablo II, 6 de agosto de 1993.
  • Christifideles Laici, «Sobre la vocación y la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo». Exhortación apostólica del Papa Juan Pablo II, 30 de diciembre de 1988.
  • Fides et Ratio, «Fe y Razón», Papa Juan Pablo II, 14 de septiembre de 1998.
  • Caritas in Veritate, «La Caridad en la Verdad», Benedicto XVI, 29 de junio de 2009.
Catecismo de la Iglesia Católica, Tercera Parte, Primera Sección:
  • CAPÍTULO PRIMERO: LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA (1700).
  • CAPÍTULO SEGUNDO: LA COMUNIDAD HUMANA (1877).
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.
Verdad y Libertad. Joseph Ratzinger.
Marx y la libertad. Terry Eagleton. Grupo Editorial Norma, 1999.
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